Presentación

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miércoles, 10 de febrero de 2016

Florecillas en el charco

Hola, soy Troy Pullman, tal vez me recuerden de entradas como Desengaño histérico y Disculpas (escribiendo la conclusión a un ensayo). Esta noche quiero hablarles sobre un tema de gran importancia, pero, infortunadamente, no se me ocurre ninguno. Así que ¿por qué no les cuento mejor una anécdota?
Hace algún tiempo, un niño de nombre Jaime se encontraba recogiendo las florecillas amarillas que crecen entre la hierba en un campillo de beisbol de un barrio arrabalero. Este muchacho no tenía ninguna finalidad específica en recoger esas flores, pues simplemente las recogía del pasto y las arrojaba al suelo después, esparciéndolas por los charcos que alguna lluvia reciente había dejado en las zanjas que rodean el improvisado diamante donde se juegan —ya no muy frecuentemente— partidos sabatinos del a veces llamado “Rey de los deportes”. Por lo usual la gente no pone mucha atención a la escena de un niño que recoge las florecillas en algún lugar así, en parte porque se trata de un asunto sin mayor relevancia y en parte porque es muy frecuente ver algún niño o grupo de niños ahí. La gente sólo mira de reojo tales cosas y si alguna conclusión les produce la vaga y casi borrosa imagen suele ser simplemente la de “Está jugando”.
Mientras el niño arrojaba o, más bien, dejaba caer las florecillas en la misma hierba de donde las había tomado o en los charcos cercanos, pensaba en algo que había sucedido en la escuela unos días antes: mientras él dejaba correr sin ton ni son la punta de su lápiz sobre el papel de la última hoja de su libreta de apuntes de la clase de matemáticas —lo cual daba como resultado unos garabatos sin sentido ni significado—, otro niño, de nombre Pedro, remarcaba cuidadosamente unos trazos en su propia libreta.
—¿Es un gato?— preguntó de pronto Jaime.
—Sí— respondió el otro, que tenía plasmado en su libreta un dibujo que vagamente semejaba un ejemplar de aquel animal maullador al que Jaime hacía referencia. Las líneas que figuraban el dibujo eran gruesas, habiendo trazos que de tantas veces remarcados se llegaban a confundir con otros en varios puntos, llegando a parecer simples manchones en el papel. Y las líneas ondulaban excesivamente, lo cual hizo a Jaime sugerir que el gato tenía mucho frío.
—¡Cállate!, tú no podrías dibujar un gato aunque te arañara… —clamaba Pedro, tratando de ocultar la vergüenza que le causaba saberse nada más que aprendiz, cuando medio salón volteó a ver qué pasaba. Callando a medio clamor, Pedro trató de ocultar su rostro enrojecido entre sus antebrazos.
Curiosamente, el viejo profesor de matemáticas no se percató del asunto, pues estaba muy absorto en su propia recitación de una explicación sobre el uso de la “regla de tres” y tenía además algunos problemas de oído. Agradeciendo en sus adentros esto último, Pedro tornó su cabeza hacia Jaime y le dijo en voz baja:
—¡Qué fácil es criticar, pero a ver dibuja algo tú en lugar de estar rayando tu cuaderno como tonto!
Jaime no supo qué decir ante tales palabras, pues lo sorprendió la exagerada reacción de su compañero ante un comentario en el que él no había tratado de ofender, pues se trataba sólo de una ocurrencia. Entonces Pedro continuó:
—¿Qué caso tiene hacer lo que tú haces?, al menos yo sé lo que trato de hacer.
Jaime ya no hizo mucho caso de las palabras de Pedro en aquella ocasión, pero ahora, mientras dejaba caer las florecillas en el charco, el recuerdo le hacía pensar: “Otra vez estoy haciendo sin hacer nada”. No se detuvo a ver si realmente entendía la afirmación que acababa de formular, pero siguió pensando en que tal vez era cierto que era mejor tratar de lograr algo con lo que se hacía.
Y así reflexionaba el muchacho. Mas de pronto sus ojos perdieron la inmovilidad que habían adoptado mientras él divagaba, pues una mancha borrosa se materializó ante ellos, haciéndolos girar. Y las manos de Jaime se arrojaron frenéticamente hacia el objeto con apenas una fracción de segundo de retraso para lograr atraparlo. De modo que el objeto, que resultó ser una piedrecilla, fue a parar en medio de la frente de Jaime, quien, debido a la exaltación, se fue de espalda al suelo. Entonces vio a Pedro, que riendo le decía:
—Sigues haciendo cosas a lo tonto, no sabes ni qué vas a lograr arrojando flores a los charcos. Yo, por mi parte, sé lo que trato de lograr al recoger estas piedras, ¡trato de darte en la nariz! —y mientras, arrojaba una piedrecilla más a la cara de Jaime y se disponía a partir a toda prisa, pero entonces resbaló en el borde de una zanja y se fue de cara a un charco.
Momentos después una florista pasó cargando algunas rosas que traía para la venta y, alcanzando a distinguir vagamente y de reojo la silueta de los niños, pensó: “Están jugando”.
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Troy Pullman

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