Presentación

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martes, 12 de abril de 2016

El perro que no perseguía su cola





Había esperado tres horas para verla desnuda. No es como si en la parada de autobuses hubiera estado imaginando el color de sus pezones o la forma en que su cabello caía sobre sus hombros desabrigados. No pensaba en el perfume que resbalaría danzando entremezclado con el sudor en una gota idílica que, vista bajo el microscopio de su laboratorio casero, mostraría las partículas de lo artificial y lo natural que componen su belleza. Leonardo no se predisponía a la sensualidad de Martha. No esperaba que de camino al restaurante su mano sería la promesa de una piel tersa que como una capa de barniz envolvía su cuerpo hasta asemejarlo a un durazno fresco que súbitamente había tocado las grietas de otra palma. Sus piernas en el asiento trasero del taxi no eran exactamente una premonición de aquel anhelo que suelen provocar cuando estas están torneadas y que al momento en que los pies tocan el piso permiten contemplar pantorrillas tan bellas que no encuentran símiles en el lenguaje poético, ni mucho menos una analogía rebuscada; lo más cercano a describir la belleza de sus piernas era justamente el nombre anatómico de ese bello músculo: el sóleo. Recordó a su esposa a quien conoció en una convención de biología evolutiva y a quien se acercó discutiendo sobre como los perros son de las pocas subespecies, sino la única, que pretende tener sexo con cualquier otra, pero que a pesar de ello, de manera natural, terminan procreando de forma directa sólo con su propia especie. Ella argumentó que podría considerarlo así porque a diferencia de los otros canidos, son los únicos que mantienen un contacto directo con objetos que no sean o presas o miembros de la misma manada o especie. Leonardo cuestionó si esta confusión sexual era culpa de la relación del perro con el hombre. ¿Por qué el canis lupus se volvió el canis lupus familiaris? Dicen que el trabajo en equipo y los beneficios de la protección humana. No creía mucho en ello. Dieciséis mil años de relación. Esa cantidad de tiempo cerca de un hombre puede enloquecer a cualquiera. Con ese comentario su esposa se rió buen rato. Ya hacían seis años de aquel encuentro pero pensó que era un tema vigente y que a Martha le agradaría hablar de ello. Alejó ese pensamiento de su cabeza y se convenció, por la experiencia, que Martha, la pintora Orfísta, no estaría interesada en ello. Se dio cuenta de que no podía adivinar; era una acción empírica. El era un hombre de ciencia; de esos que no especula, sino simplemente hace teorías. Pero era imposible si quiera teorizar sobre el sabor de aquellos labios carnosos que ahora devoraban pan llenando de migas las pequeñas arrugas del labio inferior. Posteriormente el orbicular trabajaba para dar sorbos al vino tinto para que después los zigomáticos, el risorio, el elevador del labio superior y los orbiculares oculares, mostraran que la sonrisa era sincera, que el chiste había sido el correcto, sin imaginar como era esa sonrisa en una cama, cuando era una sonrisa llena de cortedad, de esas que nacen en el momento en que una frase bonita vuelve tímida a una mujer. Cuando ella se levantó al baño no imaginaba como el vestido negro haría resaltar las nalgas que se movían como dos lunas eclipsadas que en su intento por colisionar una con la otra sólo podían estrecharse y andar por el pasillo hasta volverse lunas gibosas creciente y menguante que paraban en el excusado. La sola imagen del talle le recordaba una asíntota oblicua, de esas que odiaba en la preparatoria y que jamás comprendió. Pero esta era intrigante, esta no era una ecuación. No pensaría que una pequeña cicatriz de una apendicetomía se encontraba en la intersección que hacen el flanco derecho, la fosa ilíaca derecha y el mesogastrio. De camino a casa no imaginaba como se verían en su naturalidad esos pies semidesnudos, que con la uñas barnizadas hacían que los dedos parecieran pequeños cristales con tintes de coral que resaltaban la piel blanca de Martha. No concebía el color del vello púbico, o el aroma peculiar que expedía su vagina, o el tamaño del clítoris, la carnosidad de la vulva, o su sensibilidad o la textura y el color rosado de los labios internos y externos que parecía desteñirse en el perineo hasta llegar al ano y perderse en sus entrañas. Ni siquiera lo que conocía (su rostro y su voz) eran un símil de lo que serían los gestos, los jadeos, los gritos, las palabras. Todo visto en lo socialmente público es sólo un trozo mínimo de lo que es el ser humano cuando está extasiado y deseoso de hacer el amor. No, Leonardo nada de eso imaginaba. Tuvo que pararse accidentalmente frente a la ventana de su cocina después de una discusión con su mujer, mirar cruzando la calle, subir las escaleras mentalmente hasta el tercer piso del edificio gemelo del de donde vivía, y localizar la ventana sin cortinas que deja ver la iluminada habitación de Martha que llegaba con otro hombre, y así intentarlo siempre en el acto, cada vez que aparecía una nueva figura masculina, y hacerlo repetidamente para estudiar la estructura anatómica de aquello que se desea, rompe nuestros esquemas y toda objetividad para hacernos soñar, pero que no se puede tener.

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