No
hace mucho me vi atraído por el esplendor que trae consigo el conocimiento
teórico. Éste nos da una certeza inusitada con respecto a aquello que creemos
aprehender. Sin embargo, esta teoría de la que les hablo está muy alejada de
poder ser de mi propiedad con sólo estudiarla en los vastos compendios,
diccionarios, tratados, etc., que la contienen. Hablo de la teoría de las
figuras retóricas. Poder decir con, léxico doctorezco, qué es la metonimia, la
antonomasia, el hipérbole, analogía, y tantas figuras más, es un placer que
pocos conocen; poder usar estas figuras, si bien es casi cotidiano, es un acto
inconsciente; y el tratar de volverlo casi consciente es de las mejores
experiencias que he tenido: no porque sea bueno en ello, ni porque vuelva mejor
la verborrea que brota de mis labios, sino porque a conocer todo de lo que se
habla me siento llamado. No hablaré, aunque lo haya parecido, de la complicada
relación entre la teoría y la práctica (al menos no directamente), sino de uno
de tantos conocimientos que la poesía, quizá el más complicado: el conocimiento
del ser.
Las figuras retóricas tienen la
bondad de mostrar lo que con las palabras puede decirse, no en un nivel
proposicional, sino en un nivel ontológico. Nos muestran la dificultad que decir
el ser trae consigo. Por usar un
ejemplo, del cual no he podido hacer buen uso: hipálage es la figura retórica
en la cual son cambiadas, coherentemente, las cualidades, propiedades,
distinciones, o como se les guste llamar, de uno o más sustantivos. Aparentemente
sería fácil decir “Mi guitarra le canta a
mi voz armónica”, donde se le da la capacidad de cantar a una guitarra:
algo que no es propio de su ser. Así dicho, pinta como muy sencillo, sin
embargo para decirlo es necesario saber distinguir entre las cualidades,
potencias, acciones, etc., que cada ser tiene. De la misma manera sucede con
muchos otros juegos del lenguaje, que más que ayudarnos a hablar bellamente,
nos permiten cuestionarnos el qué de
cada ser que mentamos a la hora de expresar lo que nos rodea. Se debe conocer
la guitarra en su completitud para poder saber que no canta.
Otro ejemplo es el metro: la medida
de los versos van íntimamente ligados a aquello de lo que se habla, como
podemos ver en Amores, el primer
libro de Ars Amatoria, de Ovidio, en
el cual se narra cómo la intención del Nasón era hablar de las gestas heroicas
y Cupido, robándole un pie, convirtió su verso en una elegía amorosa. El poeta
sabe por medio del dios cuál es el metro correcto para hablar de amor. Sólo
aquel que conoce la revelación de la musa (que se ha preocupado por conocer)
sobre el amor sabe la medida que debe usar. El poeta está llamado a conocer sus
hablares, pues en sus hablares conoce los seres.
La figura retórica, como
conocimiento del ser, es lo que le da tal importancia al poeta, en medida que
éste muestra, con su voz, lo que hay. Por eso es que no basta con conocer,
teóricamente, la diversidad de formas de hablar que el hombre tiene, de acuerdo
a sus experiencias, ni con el saber usarlas, sino con el hacer de ellas un
hábito, un hábito de conocimiento. Saber retórica es querer ser y ver el ser.
Talio
Maltratando a la musa
Un sinsentido para un amigo
Se ha
ido, amigo,
El
sentido
De la
vida,
¡Oh,
querida!
De tu
vida,
Pervertida.
Ves
difícil
El
ser útil;
El
ser bueno es
Tu
veneno.
Sin
dar una
No
hay ninguna
Razón
cierta
Que
dé alerta
De
tus males
Animales.
Sólo
espero
Que
un “te quiero”
Te
recuerde
Que
cuando arde
La
esperanza es-
Tá en
curarte.
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