in search of magic powers
to heal our mother´s pain" Cocorosie - Lemonade
Pasaron varios
días intentando salir del bosque, pero no podían. Las provisiones que
sobrevivieron la caída al río se estaban terminando, estaban cansados, pero al
menos tenían ropa de sobra que había conseguido llegar a la orilla del río. La
primer noche la pasaron en el refugio de la oscuridad, en silencio y
acurrucados uno encima del otro. La segunda noche encendieron una fogata y
comieron tocino, pan y queso. Los niños durmieron primero, sumamente cansados.
La madre procuró evadir el sueño que la embargaba, sin embargo al cabo de un
rato no pudo evitar dormir. Esa noche la
despertó un ruido de pasos y un olor curiosísimo entre azufre y almizcle. Quitó
los brazos de las cabezas de sus hijos y se levantó en silencio, para no
despertarlos. Se acercó al lugar de donde parecían venir los ruidos. De atrás
de ella apareció la anciana. Parecía más pequeña que la primera vez que se
vieron.
to heal our mother´s pain" Cocorosie - Lemonade
-Te dije que no podrían salir- dijo la anciana
-¿Por qué no podremos? ¿quién eres? – exigió la madre, con
una voz temblorosa, no sé si por miedo o por el frío.
-Yo te puedo ayudar
a salir, sólo necesito que me hagas un favor – dijo la anciana, sonriente y
tranquila.
-¿Qué quieres de mí? – Ahora definitivamente había miedo en
la voz de la madre.
- Si me das a tu hijo, te ayudaré a ti y a tu hija a salir
del bosque – sentenció la bruja.
La respuesta no se hizo esperar, salió rauda y brutal de la
boca de la madre, como un reflejo, un relámpago en la noche: No.
“Jamás te entregaré a mi hijo. No hay un dios que me vaya a
hacer entregar a mi hijo a una bruja” creo que dijo la madre.
La anciana sonrió socarronamente, descubierto su secreto.
-¿A cuál de tus hijos amas más?- Dijo la bruja y se alejó
sin esperar la respuesta y sin dejar de mirar a la madre y le pidió que lo
pensara; le dijo que si aceptaba la propuesta dejara al niño la guardia de la
noche y ella sabría que accedió a su propuesta. La bruja se fue entre
improperios.
A partir de entonces, la madre casi no dormía, pasaba las
noches en vela, temerosa de lo que pudiera suceder si dormía. Al cabo del
cuarto, quinto o sexto día, era un espantapájaros, se mantenía con los ojos
abiertos por puro amor fraternal, pero estaba muy cansada, la voluntad ya no
podía mantener de pie la carne. Su hija, viendo el decadente estado de su
madre, prometió tomar la guardia nocturna esa noche, a lo que su madre se negó.
Caminaron mucho tiempo en silencio antes de que la madre retomara la
conversación y aceptara que su hija pasara en vela la noche, necesitaba dormir
urgentemente. A pesar del riesgo, la madre sabía que la bruja quería a su hijo,
pensó que su hija estaría a salvo. La noche llegó ese día, como lo había hecho
todos los demás, y los recibió desamparados del fuego, la madre no quería
prender ninguna fogata, “pues la luz atrae sombras y calor en la misma
proporción”, dijo. Era una noche particularmente fría, la madre cerró los ojos
pensando en aquella anciana y el terrible vaticinio de que no había salida.
Ahora sabía que se refería a que no podían salir del bosque. Temía por sus
hijos. Lo que ella pudiera padecer no le importaba en lo absoluto. Ella ya se
había resignado a la muerte negra, pero la muerte no se la llevó. La muerte le
dio una prórroga para que pudiera garantizar la seguridad de sus hijos, al menos
eso creía. Cerró los ojos pensando en ello, entregándose dulcemente al sopor
que le humedecía los ojos.
Mientras la madre y su hijo dormían, abrazados por el
terrible frío, la hija se quedó despierta, ahora sí sin fingir que no tenía
miedo, pues sabía que si sus ojos denotaban miedo, su madre no habría querido
dormir. Pero tenía miedo, sabía que era raro que no pudieran salir del bosque,
sobre todo porque llevaban al menos cuatro días viajando, caminando siempre en
la misma dirección. Procuró no pensar, pero la noche, los ruidos, la soledad,
la volvieron miserablemente introspectiva. Se le agolpaban imágenes terribles
en la cabeza, temía por su vida. En ello pensaba cuando atrás de ella unas
ramas gritaron rompiéndose. Las ramas presagiando un cuerpo atrás de un
matorral grande y oscurecido. La niña se levantó impulsivamente, asustada. De
detrás del matorral salió un cervatillo que así como vino se fue. La niña
respiraba más tranquila… hasta que sintió unas manos sofocando su boca y su
nariz, sus gritos se ahogaban antes de convertirse en gritos, pataleó y manoseó
hasta que un sueño profundo le entró en el cuerpo. Cerró los ojos pensando en
su padre, en su abuela, su abuelo, en todos los que conoció y que se llevó la
gran plaga.
La despertaron los sollozos, era un sonido
terrible. Hay una gran tragedia escondida detrás de las lágrimas de un niño. La
madre se levantó con el sol de mediodía pegándole inmisericorde en los ojos.
Cuando pudo ver, observó a su hija sentada al lado de un árbol, abrazando sus
rodillas y llorando a lágrima viva. No pudo ver a su hijo por ningún lado. No
hizo falta preguntarle a su hija qué había pasado. Se acercó a ella y se hincó,
la observó algunos segundos, los labios le vibraban como a quien no quiere romperse
pero lo acaba haciendo. El bosque se llenó de sollozos y de incertidumbre una
vez más.
Esa fue una noche aciaga, una noche salada y desvelada. Al
llegar el día, la madre tenía los ojos rojos, rojos de llanto, de mirar
fijamente las llamas de la fogata toda la noche, lamentándose por su hijo
perdido. Bastaron unas horas para darse cuenta de la respuesta que la bruja le
había preguntado anteriormente: ¿a cuál de tus hijos amas más? Ahora lo sabía.
Y lo sabía con certeza, se lo decía el hueco en el pecho, la decepción en su
alma, la sal en sus labios. Amaba a su hija, pero su hijo era la luz de su
existencia; tan frágil, con sus cabellos finos y negros como el plomo, con esos
ojos inocentes. Para cuando no quedaba más de la fogata que cenizas, podía recordar
el dolor del parto, de las navajas que tuvieron que cortarla para sacar a su
hijo; en cambio, su hija nació fácilmente, lista para nacer, contraria a su
hermano, quien peleó por permanecer dentro de ella. Además para cuando tuvo a
su hija, su matrimonio era más político que amor; un bebé para consagrar la
unión de dos familias. Cuando concibieron a su hijo, algo más fuerte que el
lazo que unió dos familias los ataba; para cuando vino su hijo, ella ya amaba
con locura a su esposo. Ya no lo amaba porque fuera su deber, sino porque era
lo que sentía. No bastando eso, su hijo siempre fue realmente curioso, no se
estaba quieto nunca, preguntaba mucho, la desobedecía constantemente, cuando
era sobreprotectora; ella misma sabía que se excedía en sus órdenes y su hijo
también. Su hijo pensaba por sí mismo. Su hija jamás desobedecía, acataba,
callaba, vivía desesperadamente para satisfacer a su madre, pero sobre todo a
su padre, ella necesitaba de los otros para saber si hacía mal o bien. Vivía
para que le dieran palmaditas en la espalda. Y su hijo no, su hijo tenía un
alma más liviana. Y lo amaba, y daría su vida por él. También por su hija, pero
si el funesto telar del destino le pusiera a decidir entre su hijo y su hija,
sabía –ahora sabía- qué decidiría.
Observó a su hija dormir, tenía sueños terribles,
probablemente; sudaba y hacía muecas entre su dormitar. Le puso la mano en la
frente, maternalmente. Debía ser fuerte, por ella, por su hijo, para salir de
ese bosque espeso, donde la luz se intimidaba, donde dios los había abandonado.
Lo único que quería más que salir del bosque era recuperar a su hijo. Salió el
Sol a plenitud y con ello vino la resolución, salvaría a su hijo, costara lo
que costara.
-Mamá, ¿los peces sufren? – preguntó la niña, con la cara
temerosa por la respuesta.
- No, cariño. Está bien comerlos, no tienen sentimientos –
dijo la madre mientras azotaba un pescado en una roca con la tirria y rabia
propia de quien ha visto cómo le arrebataron a su hijo de entre las manos.
- Pero sus ojos sufren. Sabe que está muriendo – concluyó
la niña.
- Hija, todo muere. Nada permanece. Lo importante no es
preocuparse por las circunstancias de la muerte, sino ocuparse de la condición
de la vida – le dijo mientras sus dedos se hundían en las entrañas del pez y un
olor intenso, penetrante y desagradable emanaba del animal.
- Pero mamá…
- ¡Ya cállate! – Silencio. Hubo un silencio que se erigía
como un gran muro entre ambas. Lo dijo sin más, no se dio cuenta cuándo abrió
la boca, cuándo empezó a hablar. Parecía ser ella, pero no estaba segura. Ya no
se reconocía más. No es lo que creía que era, sino lo que habían hecho de ella.
Su vida estaba condicionada por la muerte, por huir de ella, por los cadáveres
de sus familiares que ni siquiera pudo enterrar, dejados a los cuervos para un
gran banquete, no podía enterrarlos sin arriesgarse al contagio. La muerte
negra ciñéndose en el pueblo, tomando todo a su paso, dios les trajo la peste
para volverlos humildes, bajarles la soberbia, creía ella. La desgracia la hizo
amarga, jamás había callado a su hija. De súbito, una revelación le vino a la
mente: su hija…culpaba a su hija del rapto de su hermano. Ella era la mayor y
debía proteger a su hermano, sin embargo, cuando pasó todo, ella dormía cuando
la bruja se llevó al niño. Necesitaba apuntar el dedo hacia algo, sólo la culpa
podía alimentar ese deseo de venganza, de retribución sangrienta. Así pasaron
los días, la relación fracturándose, el bosque ensanchándose y el muro
creciendo. “No hay salida”, les había dicho la bruja, les había sentenciado a
rumiar por el resto de sus días. No quería morir, no quería vagar, no quería
vivir, quería existir, ver de nuevo el mundo, ver a sus hijos crecer y tener
nietos, morir de vieja, sin advertirlo. Pero todo eso parecía un sueño lejano.
Vino un día más, el
astro en su punto más alto las halló siguiendo el río. Las rodeaban un gran
número de pequeñas mesetas, las acompañaba el ruido de pájaros que no estaban
perdidos como ellas, un verde monótono que crujía al sonido de sus pasos
cansados. El ruido del río como una fina música que acompasaba sus pasos.
Entonces la madre posó su mirada perdida sobre el río, suspiró, triste, incapaz
de seguir por ella misma, sólo seguía porque tenía que salvar a su hija. Huyó
de su ciudad para salvar a sus hijos, temerosa de perderlos, temerosa de que su
familia no sobreviviera la epidemia mandada por dios. Y ahora había perdido a
su hijo y podía perder a su hija si no encontraban la manera de salir de ahí.
Huyendo del destino se había dado cuenta que era ineludible, que sólo retrasó
lo inevitable, que sólo obligó al telar del tiempo a ingeniarse una nueva forma
de que perdiera todo lo que amaba. Y dolía. Dolía más que las ampollas en sus
dedos del pie, que le ardían con cada paso, con los hombros que le pesaban, con
el cuello torcido y los ojos pidiendo a gritos cerrarse un rato, una noche, una
semana, un mes, un año, una vida. Cada día le pesaba más el cuerpo, ya iban
como tres días de que le habían robado a su retoño. Se sentía como los peces
que llevaba pescando todos esos días. Afortunadamente su padre le había
enseñado a hacerlo, cuestión de buscar una parte del río donde hubiera poca
agua, cerrarle el paso a los peces y
después encerrarlos. Realmente era muy sencillo, pero desde que su hija le
había preguntado por los peces, se sentía muy mal a la hora de matarlos.
Pensaba en el pez y pensaba en ella, se sentía como el pez descamado, con los
ojos azules viendo hacia la nada más terrible. Así veía hacia el río y de
repente lo vio…una prenda que reconoció al instante, el tocado con el que se
casó, la ropa que cayó al piso en un cuarto sudoroso cuando cumplió su deber
como esposa. Una prenda que representaba un atisbo de esperanza, todavía era
ella, todavía podía haber esperanza. Sin pensarlo se metió al río, cuyo cauce
había aumentado ese día. No importaba, tenía que alcanzar la prenda, deslavada
y seguramente algo derruida, pero tenía que llegar a ella. El río la empujaba
violentamente y le gritaba, espuma efervescente le colmaba el cabello, los gritos
histéricos de su hija acompañaban la escena. Pero llegó, le costó, sobre todo
porque estaba muy cansada, cansada de estar en vela, cansada de vagar, de no
encontrar la salida. Para la cantidad de días que llevaban vagando, algo le
decía que el bosque era una especie de lugar embrujado, encantado. Sólo una
voluntad superior podría impedir que salieran. Y nadó con fuerza para salir,
casi no lo lograba, pero logró asirse a unas plantas que crecían en las laderas
del río, se aferró con fuerza, incluso volvió a pedirle ayuda al dios que
permitió que se llevaran a su hijo. Hicieron una tregua momentánea. Ella se
salvó. Escupió mucha agua, pero ahí estaba, su tocado que quién sabe cómo había
aparecido ahí, quizá no era casualidad, pero ahí estaba y ella sonrió por
primera vez en mucho tiempo.
Llegó la noche y las envolvió con su tersura. Hacía
particularmente frío esa noche, vapor salía de sus bocas cada que sacaban aire.
La niña moría de frío, así que no quedó más remedio que encender una fogata. Se
hizo la luz y se hizo el miedo. La expectativa de que siempre pueden ir peor
las cosas embargaba su alma. Su hija ya dormía junto al fuego, la ropa se
secaba y sus ojos le pesaban cada vez más. No supo cuándo pero de repente se
quedó dormida.
La despertó el olor a comida, el olor inconfundible de un
estofado caliente. Abrió los ojos lentamente, su cuerpo empecinado en proseguir
con el descanso. La primer forma que vio al despertar fue a esa pequeña
anciana, a esa bruja hija de puta que le había robado a su hijo. Sus ojos se
abrieron por completo y el cuerpo se le llenó de bilis.
- -Te he traído algo de comida. Luces fatal
- -¡Devuélveme a mi hijo!
- -Baja la voz, no puedo mantener a tu hija durmiendo por
tanto tiempo.
- -¿Qué le has hecho?
- -Nada malo. Sólo no quería espantarla, así que le he
espolvoreado algo para que su sueño sea pesado y no despierte mientras estoy
aquí. A pesar de lo que tú creas, quiero proteger a tus hijos, no quiero que
nada malo les pase.
- -¿Y por eso te llevaste a mi hijo?
- -En parte. Verás. Mi vida es terriblemente larga y nunca he
sabido lo que es tener a alguien, una familia, alguien que se preocupe por ti,
como tú por tus hijos. Siempre he estado sola, es parte de mi labor y ahora,
después de tanto, tanto tiempo, empiezo a sufrir mi soledad.
- -¿Qué es lo que quieres de mí?
- -Ya te lo dije, que me digas cuál de tus hijos amas más.
Siento haberte robado a tu hijo, pero así no funcionan las cosas, tú debes
querer regalármelo, no puedo tomarlo así como así. Entonces a eso he venido, a
que dejes de torturarte, aceptes dejarme a tu hijo y te diré cómo salir del
bosque.
- -Jamás. ¡Quiero a mi hijo de vuelta!
- -Supongo que eso responde mi pregunta. ¿Y si te pidiera a la
niña?
Silencio. Mucho silencio.
- -No, de ninguna manera. He pasado por tanto para salvarlos
de la muerte negra, no puedo…No puedo.
- -Entonces de verdad lo siento.
- -Debe haber algo que pueda hacer por ti, por favor – Sentía
las lágrimas agolpándose en sus ojos, la sal galopando por la cara que alguna
vez fue tan tersa como el terciopelo.
- -Quizá sí haya algo que puedas hacer. Nadie jamás ha hecho
algo por mí. Nunca me han regalado nada, nunca se han interesado por mí.
- -¿Quieres que te regale alguna cosa?
- -Mira, si me das tres regalos, te prometo que te dejaré
salir de este bosque.
- -¿Hay algún truco?
- -No hay truco, mi palabra me ata.
- -¿Qué clase de regalo?
- -No lo sé, jamás me han regalado algo. Quiero algo bonito,
jamás me han regalado algo que pueda usar, una flor, un sombrero. Mira mi ropa,
son meros fiambres. Nunca pude ir a un baile, nunca supe lo que era que un
hombre me hablara miel en el oído, jamás he sentido el amor humedeciendo mi
cuerpo.
- -Creo que puedo hacer algo al respecto. Sí, creo que sí –
Dijo la madre, limpiándose las lágrimas con la manga de su blusa.
- -Quiero tres regalos. Tienes tres noches, cada noche vendré
por un regalo. A la tercer noche, si todo ha salido bien, te prometo que te
diré cómo salir del bosque. ¿Alguna duda?
- -No realmente. ¿Qué es este lugar?
- -No preguntes. No podría responder con claridad. Es un lugar
especial, es todo lo que diré. Un lugar especial que debe ser protegido.
- -¿De quién?
- -De los hombres, por supuesto. ¿Algo más?
- -Sí, creo que sí – La madre se alejó de la bruja, fue al
lado del fuego, donde dormía su hija plácidamente. Tomó el tocado que había
salvado del río inclemente. Lo miró fijamente, pensando que era todo el rastro
que quedaba de la persona que creía que era. Cerró los ojos, sintió de nuevo
las lágrimas en su rostro. Se volvió hacia la bruja y le extendió el tocado.
- -¿Qué es esto?
- -Es lo que usé el día de mi boda. Es…parte de mí. Es la
muestra de que alguna vez alguien estuvo dispuesto a amarme.
La bruja lo tomó entre sus manos. Parecía gustarle
-Sí, sí. Es muy bonito. Creo que podría zurcirlo y darle
unos retoques y quedaría como nuevo. Me gusta mucho. Lo acepto, muchas gracias.
Sólo faltan dos regalos más. Entonces tienes dos noches para regalarme más
cosas.
- ¿Y mi hijo? ¿Me devolverás a mi hijo?
-Él está bien. Lo prometo.
Fue una respuesta incómoda, no daba certeza alguna. Pero no
había nada que hacer. Jugar el juego, sobrevivirlo y salir del bosque.
La bruja se despidió y sólo entonces la madre se dio cuenta
que no tenía ni idea de qué podía regalarle a la bruja. Toda esa noche recreó
el diálogo con la bruja, la escena, tratando de ver qué podía sacar de todo
ello, algo que le pudiera dar una pista de qué sería un buen regalo para ella.
Si no le gustaba el regalo, todo se habría perdido. Pensó mucho en la noche,
pero sólo cuando estaba por llegar el alba se le vino la revelación. Poesía. Miel
en los oídos. Tenía que regalarle poesía, pero la madre no tenía ni idea de
poesía. No sabía qué era y mucho menos cómo se hacía. Lloró mucho, de nuevo.
Era la mejor idea y estaba imposibilitada a hacerla, por no saber escribir
poesía. Pero debía intentarlo, debía hacerlo por sus hijos. Así que hizo
memoria, procuró recordar aquellas veces en que escuchaba gente declamando en
las plazas, para darse cuenta de que la poesía tenía un ritmo, que sí había
escuchado poemas alguna vez, que sólo tenía que escribir con el alma y no
pensando en demasía, ser un instrumento para las palabras. Tenía que diseñar al
menos un par de poemas, por si alguno gustaba más a la bruja. Dejó el calor del
fuego y se puso a buscar hojas entre los matorrales. Hojas grandes y verde claro.
Al cabo de un rato tenía un buen número de ellas, así que tomó una rama y
empezó a picarse el dedo, a fin de sacarse sangre y poder escribir. Tres
pinchazos bastaron para que su dedo enrojeciera. Así que empezó:
Soy la brisa de un
sueño
que no tuve
El rumor del agua
sobre las rocas
Soy la espuma
que emana de mi boca
Párpados que no
habrán de cerrarse
Ojos de pez
abiertos para siempre.
Pero no le gustó, sabía que tenía la estructura que alguna
vez había leído en uno de los tantos libros que su esposo guardaba, pero más
que miel, le transmitía melancolía, se dio cuenta que era porque estaba triste,
su alma estaba triste, cualquier cosa que saliera de ella, sería azul.
Empezó de nuevo, esta vez pensando en que quizá la miel
venía no de palabras bonitas, sino de transmitirle a la persona la idea de que
está escuchando a una persona desnudándose el alma. Le tranquilizó la idea y
prosiguió, tratando de recordar un poema que alguna vez leyó. Le tomó gran
parte de ese tránsito de la noche a la mañana, pero consiguió recordarlo:
Quemaré mis ojos
con aceite hirviendo
para no tener
la tentación de verte
Llenaré mis oídos
con la cerilla del desdén
para que tu eco
por fin se despida
Me abrazaré
a la saliva
ostentosa
de otros labios
Mas todo será vano:
sólo reforzaré
tu sombría presencia
en el lobby de mi recuerdo.
Yazgo bajo el amparo
de la luz oscura,
aguardo tu descenso
a mi morada;
que profieras, magnánima, goce
al adolecido vagabundo
que no haya manera
de acariciarte
más que en palabras
y anhelos;
que sofoques todo esto:
la rémora de mi olvido.
El día siguiente fue largo, quizá era un día cualquiera,
pero el ansia de que llegara la noche ralentizaba el tiempo. Releyó sus
escritos y se deleitó con la idea de que el suplicio en forma de bosque habría
de acabar pronto, de que recuperaría a su hijo al cabo de un par de días más.
Comieron frutos de los matorrales, granos y pequeños bocados de esto y lo otro,
comieron poco pero comieron, como casi todos los días. Hoy no hubo suerte con
el pescado, no había alguna vertiente del río donde el agua fluyera menos. Su
hija estaba particularmente parlanchina, casi como si compartiera la misma
renovada esperanza que su madre. Pero pues ella no sabía nada al respecto y así
tenía que continuar; no quería esperanzarla y después romperle la ilusión, así
que mejor no dijo nada y continuaron sus andares por aquel bosque sin fin. Era
un bosque monótono, sin nada de especial, sin embargo la bruja parecía tenerlo
en alta estima. La madre tenía la impresión de que era un sitio que no
necesitaba ser protegido.
La noche llegó, rauda al encuentro del bosque. Cuando hubo
de oscurecer, el bosque se llenó del ruido de los insectos. De noche el bosque
gritaba que estaba muy vivo. La bruja llegó como la noche anterior, cuando
ambas dormían al amparo del fuego. Vestía el tocado que la madre le había
regalado, lo había ajustado y el color de la ropa aparecía fulguroso a
comparación al día anterior. Sonreía ampliamente, casi con inocencia, con
expectativa latente. La madre le dijo que le regalaría poesía. La bruja
aplaudió y dio unos pequeños brincos mientras la madre juntaba esas hojas de
hierba con poemas. Declamó, recitó lo mejor que le fue posible y como más
adecuado le parecía. Todo el tiempo la bruja la miraba con los ojos fijos, con
un brillo en el iris que no había estado los días anteriores. Quizá si esos
fueran los ojos que hubiera visto el día que se conocieron, quizá todo habría
sido distinto, no había amenaza en esos ojos. Cuando acabó de recitar hubo un
silencio que se prolongó lo suficiente para darle importancia al regalo. Al
final la bruja dijo:
- -Ahora sé lo que se siente que te regalen un poema. No me lo
esperaba, muchas gracias. Ahora sólo falta un regalo y habré de cumplir mi
palabra.
- -Señora, por favor. Dígame qué puedo hacer por usted, sólo
quiero que mis hijos y yo podamos salir de aquí. Si no fuera por el día y la
noche, no habría diferencia de un día a otro en este lugar.
- -No conoces este bosque, siempre ofrece novedades. Proteger
este lugar es una tarea de tiempo completo.
- -Es un bosque, no necesita protección.
- -Ahí te equivocas. Aquí se potencia la magia. Los hombres no
lo pueden saber.
- -Señora, dígame qué puedo regalarle.
- -Tú sabes qué es lo que quiero.
- -No puedo... No puedo.
- -Pero debes. Los largos años de mi vida por fin están por
terminar, necesito un aprendiz. Mañana vendré y me has de regalar uno de tus
hijos. Sólo te irás con uno, como has hecho más por mí que cualquier persona
que haya llegado antes a este lugar, te dejaré elegir a cuál de tus hijos
deseas ceder.
- -¿Ha habido más gente antes que nosotros?
- -Por supuesto, no eres tan especial. Ha habido muchos como
tú. Alguna vez yo fui alguien como tú. Alguna vez vagué sin rumbo por este
bosque infinito.
- -Por favor, no me haga decidir entre mis hijos.
- -Lo siento. Todo esto es por un bien más grande que tú y que
yo. Tu hijo sería un gran guardián del bosque. Es un chico muy perspicaz e
inteligente. Debes estar orgullosa. Creo que sé qué decidirás, pero debes saber
que tu hijo es especial, si tú me lo regalas, prometo que será un gran hombre,
un hombre de bien y al servicio de un bien mayor. Su vida tendrá un objetivo. Y
sobre todo, no tendrá que preocuparse durante mucho tiempo de aquello que
conflictúa tanto a los hombres.
- -¿Qué es eso?
- -Pues que no pueden aceptar el hecho de que han de morir. No
soportan la idea de la muerte. Siempre haciendo cosas, siempre ideando la
manera de pasar el tiempo, llenarse de actividades que los distraigan de la
idea de su propia mortalidad. Y sin embargo con qué facilidad se matan entre ellos,
son unas bestias razonantes sin escrúpulos. Tengo que irme. Mañana en la noche
volveré. Quiero mi último regalo. No me obligues a que las cosas sean
distintas.
No hubo posibilidad de respuesta. Al instante los ojos le
pesaron demasiado, sólo sintió el impacto con el suelo, luego vino el descanso.
El día siguiente, había perdido todo el ánimo del día
anterior. Su hija lo notaba, pero no podía decirle nada. La mayor parte del día
un silencio terrible dominaba el ambiente, no se decían nada. La madre,
atribulada en sus pensamientos, la niña confundida y asustada.
No sabía qué hacer, era la decisión más difícil de toda su
vida. Pero tenía que decidir. El día entero analizó el último regalo. Todo el
motivo del salir del pueblo era perpetuar su apellido, le parecía injusto tener
que atentar contra esa meta. Malditos lobos, si no los hubieran atacado, nada
habría sucedido. Pero quizá, sólo quizá ella tenía la culpa. Ella misma y no
las peripecias, los habían llevado hasta ese momento. Pensó de nuevo que ella
era la responsable de todo, quizá sí era ella, después de todo, quizá todavía
era ella en tanto que podía decidir qué hacer y qué no hacer. Así que decidió.
Decidió decidir, ofertar una última vez, vender su alma.
Así llegó la noche y la bruja llegó puntual a la cita. Esta
vez vino acompañada del niño. Hubo una reunión emotiva, llena de lágrimas, abrazos.
- -¿Has decidido entonces? – Dijo la bruja, solemne y
sonriendo. Parecía más pequeña esta vez.
- -Sí, señora. He decidido… Le cambio mi vida por la de mis
hijos.
- -….Imposible. Aún eres joven, sí, pero dudo de ti. No creo
que pudieses cuidar este lugar.
- -Lo haré. Por mis hijos, haría cualquier cosa. Lo juro.
Enséñeme lo que tenga que enseñarme y seré su fiel servidora. Cuidaré este
lugar, de quien tenga que ser cuidado.
- -Has vivido con las condiciones de hombre por demasiado
tiempo, no serías una buena guardiana. Por eso quiero alguien joven, alguien
que no haya vivido en el mundo humano por tanto tiempo. Alguien que no sucumba
ante la tentación del poder del bosque, alguien que no abandone el bosque. Sin
esta noble y sacrificial tarea, los hombres encontrarán en lugar. No puedes ser
tú, eres corruptible.
- -Usted dijo que algún día fue como yo. Si eso es cierto,
entonces usted pudo cambiar. Yo puedo hacerlo también. Estoy decidida. Por
favor, acepte mi regalo. Le ofrezco mi vida a cambio de la de mis hijos, sólo
déjelos ir.
Era un día como
cualquier otro. Los días se sucedían uno tras otro sin novedad alguna. Todavía
extrañaba a sus hijos. No pasaba un día en el que no pensara en ellos. En lo
que podrían estar haciendo, en si se habían convertido en personas de bien. Se
preguntaba si pensaban en ella como ella pensaba en ellos. Despedirse de ellos
fue lo más duro de su vida. Los abrazó con fuerza y les besó la frente. Lloró
bastante, pero estaba feliz; feliz porque nada había sido en vano. Sus hijos
estarían a salvo, la bruja prometió permitirles salir del bosque. Y así lo
hizo, les dio una brújula y les dijo que todos los días caminaran al este y que
todas las noches caminaran hacia el oeste. No tenía ningún sentido, sin embargo,
ahora sabía que era cierto, que habían salido. Habían pasado treinta largos
años y ahora conocía los secretos del bosque. La bruja había muerto. Ahora ella
protegía el lugar. Sin embargo, estaba sola. Sufría su soledad. Ahora entendía
a la bruja. No tenía con quién hablar. Pasaba todos los días caminando por el
bosque, manteniendo invisible el lugar a los ojos de los hombres. La bruja le
dijo que de cuando en cuando había personas que podían entrar al bosque, que
esos eran los hombres de quienes debía proteger el lugar. Pero ella no quería
protegerlo más. Ella quería ir y vivir. Se sentía más encerrada en el bosque
que hace diez años. Antes no había posibilidad de salir, ahora sabía que podía
salir, pero no podía hacerlo. Liberó a sus hijos, pero se condenó a sí misma.
Sin embargo, esa noche fue particularmente hermosa. Para entonces ya conocía
todas las constelaciones que danzaban en el cielo, conocía la naturaleza de los
astros y no le eran ajenas las cosas pertinentes de la naturaleza del bosque.
Pero sobre todo, comprendía más y más la soledad. La padecía a diario, sin
pausas y sin ambages. Quería huir, no quería esa responsabilidad, pero sabía
-ahora lo sabía- que los guardianes del bosque están sujetos a la palabra, y
ella dio su promesa de que cuidaría el bosque.
Así que caminaba, caminaba mucho, caminaba para olvidar. Caminó muchos
años, caminó como quien ahora vivirá miles de años y no tiene prisa. Caminó sin
rumbo y sin detenerse casi nunca. El bosque lo dominaba todo. Pero esa noche
fue especial, distinta al resto de noches. Estaba acostumbrada a todos los
ruidos de su bosque, ningún ruido le era inusual. Excepto éste. Era un ruido
novedoso pero no era extraño. Lo había escuchado antes, en otra vida, cuando no
sabía quién era, cuando se perdió en el bosque. Era el llanto de un niño. Un
niño en el bosque, llorando. Era un niño pequeño. Entonces corrió, corrió
mucho, corrió con lágrimas en los ojos. Recordó a sus hijos, recordó el rostro
de su pequeño hijo, quien ahora sería un hombre en la mitad de su vida.
Recordaba su rostro mientras corría hacia el llanto del niño que también le
traía el rumor del río, uno de tantos ríos que había en el bosque. Cuando el
ruido se hizo escandaloso, se escondió en un matorral. Y entonces lo vio. Ahí estaba, era un niño recién nacido,
sanguinolento y tiritando, de su ombligo salía un pedazo de carne cilíndrico y
enrojecido, siguió el pedazo de carne y la mirada llegó a una mujer exhausta,
resoplando y visiblemente adolorida, cerca de ella habían maletas rotas,
abiertas, sus contenidos esparcidos por la orilla del río. Tuvo un recuerdo de
la vez que llegó al bosque. Al instante supo que esa mujer había llegado al
bosque como ella alguna vez lo hizo: tras una gran caída. Salió del matorral.
Ayudó a la mujer, le ofreció agua y tapó al niño con un manto negro que usaba
para cubrir su rostro. La mujer estaba agradecida, casi tan agradecida como
agotada. Había sido un parto difícil, inesperado y milagroso, el niño había
nacido solo. Sabía que eso era obra del bosque. Así que al instante comprendió
todo. La mujer yacía en el piso, pedía ver a su hijo, así que la mujer que
alguna vez fue madre tomó al niño entre sus brazos. Lo acercó a su pecho y lo
observó por un minuto eterno. La mujer pidió de nuevo ver al niño y entonces la
mujer que alguna vez fue madre posó al niño en los brazos de aquella mujer
sudada y con el cabello hecho girones. Era una escena hermosa. Ese momento en
el que el vínculo entre un hijo y su madre se forman. Y entonces supo lo que
tenía que hacer. El río era uno de esos ríos que siempre hacen ruido, cuyo
cauce choca todo el tiempo con las rocas. Así que lo demás fue fácil. Se agachó
en la orilla del río y metió su mano en el agua. Tomó la piedra más grande que
sus manos encontraron…se dirigió hacia la madre. Recordó a su hija, cuando le
preguntaba sobre los peces y el sufrimiento. Pensó en peces mientras la roca
enrojecía con cada embate. Hubo algunos gritos que se silenciaron demasiado
pronto. De repente, así, de súbito, tenía una familia. Un motivo. Ya no estaba
sola. Y el bosque tendría guardianes por algunos miles de años.
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