Presentación

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domingo, 10 de abril de 2016

Los tres regalos (Segunda Parte)

         
                                                                                                                              "We climb the rocks, in snow and rain
                                                                                                                                   in search of magic powers
                                                                                                                           to heal our mother´s pain" Cocorosie - Lemonade
             Pasaron varios días intentando salir del bosque, pero no podían. Las provisiones que sobrevivieron la caída al río se estaban terminando, estaban cansados, pero al menos tenían ropa de sobra que había conseguido llegar a la orilla del río. La primer noche la pasaron en el refugio de la oscuridad, en silencio y acurrucados uno encima del otro. La segunda noche encendieron una fogata y comieron tocino, pan y queso. Los niños durmieron primero, sumamente cansados. La madre procuró evadir el sueño que la embargaba, sin embargo al cabo de un rato no pudo evitar dormir.  Esa noche la despertó un ruido de pasos y un olor curiosísimo entre azufre y almizcle. Quitó los brazos de las cabezas de sus hijos y se levantó en silencio, para no despertarlos. Se acercó al lugar de donde parecían venir los ruidos. De atrás de ella apareció la anciana. Parecía más pequeña que la primera vez que se vieron.

-Te dije que no podrían salir- dijo la anciana
-¿Por qué no podremos? ¿quién eres? – exigió la madre, con una voz temblorosa, no sé si por miedo o por el frío.
  -Yo te puedo ayudar a salir, sólo necesito que me hagas un favor – dijo la anciana, sonriente y tranquila.
-¿Qué quieres de mí? – Ahora definitivamente había miedo en la voz de la madre.
- Si me das a tu hijo, te ayudaré a ti y a tu hija a salir del bosque – sentenció la bruja.
La respuesta no se hizo esperar, salió rauda y brutal de la boca de la madre, como un reflejo, un relámpago en la noche: No.
“Jamás te entregaré a mi hijo. No hay un dios que me vaya a hacer entregar a mi hijo a una bruja” creo que dijo la madre.
La anciana sonrió socarronamente, descubierto su secreto.
-¿A cuál de tus hijos amas más?- Dijo la bruja y se alejó sin esperar la respuesta y sin dejar de mirar a la madre y le pidió que lo pensara; le dijo que si aceptaba la propuesta dejara al niño la guardia de la noche y ella sabría que accedió a su propuesta. La bruja se fue entre improperios.
A partir de entonces, la madre casi no dormía, pasaba las noches en vela, temerosa de lo que pudiera suceder si dormía. Al cabo del cuarto, quinto o sexto día, era un espantapájaros, se mantenía con los ojos abiertos por puro amor fraternal, pero estaba muy cansada, la voluntad ya no podía mantener de pie la carne. Su hija, viendo el decadente estado de su madre, prometió tomar la guardia nocturna esa noche, a lo que su madre se negó. Caminaron mucho tiempo en silencio antes de que la madre retomara la conversación y aceptara que su hija pasara en vela la noche, necesitaba dormir urgentemente. A pesar del riesgo, la madre sabía que la bruja quería a su hijo, pensó que su hija estaría a salvo. La noche llegó ese día, como lo había hecho todos los demás, y los recibió desamparados del fuego, la madre no quería prender ninguna fogata, “pues la luz atrae sombras y calor en la misma proporción”, dijo. Era una noche particularmente fría, la madre cerró los ojos pensando en aquella anciana y el terrible vaticinio de que no había salida. Ahora sabía que se refería a que no podían salir del bosque. Temía por sus hijos. Lo que ella pudiera padecer no le importaba en lo absoluto. Ella ya se había resignado a la muerte negra, pero la muerte no se la llevó. La muerte le dio una prórroga para que pudiera garantizar la seguridad de sus hijos, al menos eso creía. Cerró los ojos pensando en ello, entregándose dulcemente al sopor que le humedecía los ojos.
Mientras la madre y su hijo dormían, abrazados por el terrible frío, la hija se quedó despierta, ahora sí sin fingir que no tenía miedo, pues sabía que si sus ojos denotaban miedo, su madre no habría querido dormir. Pero tenía miedo, sabía que era raro que no pudieran salir del bosque, sobre todo porque llevaban al menos cuatro días viajando, caminando siempre en la misma dirección. Procuró no pensar, pero la noche, los ruidos, la soledad, la volvieron miserablemente introspectiva. Se le agolpaban imágenes terribles en la cabeza, temía por su vida. En ello pensaba cuando atrás de ella unas ramas gritaron rompiéndose. Las ramas presagiando un cuerpo atrás de un matorral grande y oscurecido. La niña se levantó impulsivamente, asustada. De detrás del matorral salió un cervatillo que así como vino se fue. La niña respiraba más tranquila… hasta que sintió unas manos sofocando su boca y su nariz, sus gritos se ahogaban antes de convertirse en gritos, pataleó y manoseó hasta que un sueño profundo le entró en el cuerpo. Cerró los ojos pensando en su padre, en su abuela, su abuelo, en todos los que conoció y que se llevó la gran plaga.
       
    La despertaron los sollozos, era un sonido terrible. Hay una gran tragedia escondida detrás de las lágrimas de un niño. La madre se levantó con el sol de mediodía pegándole inmisericorde en los ojos. Cuando pudo ver, observó a su hija sentada al lado de un árbol, abrazando sus rodillas y llorando a lágrima viva. No pudo ver a su hijo por ningún lado. No hizo falta preguntarle a su hija qué había pasado. Se acercó a ella y se hincó, la observó algunos segundos, los labios le vibraban como a quien no quiere romperse pero lo acaba haciendo. El bosque se llenó de sollozos y de incertidumbre una vez más.
Esa fue una noche aciaga, una noche salada y desvelada. Al llegar el día, la madre tenía los ojos rojos, rojos de llanto, de mirar fijamente las llamas de la fogata toda la noche, lamentándose por su hijo perdido. Bastaron unas horas para darse cuenta de la respuesta que la bruja le había preguntado anteriormente: ¿a cuál de tus hijos amas más? Ahora lo sabía. Y lo sabía con certeza, se lo decía el hueco en el pecho, la decepción en su alma, la sal en sus labios. Amaba a su hija, pero su hijo era la luz de su existencia; tan frágil, con sus cabellos finos y negros como el plomo, con esos ojos inocentes. Para cuando no quedaba más de la fogata que cenizas, podía recordar el dolor del parto, de las navajas que tuvieron que cortarla para sacar a su hijo; en cambio, su hija nació fácilmente, lista para nacer, contraria a su hermano, quien peleó por permanecer dentro de ella. Además para cuando tuvo a su hija, su matrimonio era más político que amor; un bebé para consagrar la unión de dos familias. Cuando concibieron a su hijo, algo más fuerte que el lazo que unió dos familias los ataba; para cuando vino su hijo, ella ya amaba con locura a su esposo. Ya no lo amaba porque fuera su deber, sino porque era lo que sentía. No bastando eso, su hijo siempre fue realmente curioso, no se estaba quieto nunca, preguntaba mucho, la desobedecía constantemente, cuando era sobreprotectora; ella misma sabía que se excedía en sus órdenes y su hijo también. Su hijo pensaba por sí mismo. Su hija jamás desobedecía, acataba, callaba, vivía desesperadamente para satisfacer a su madre, pero sobre todo a su padre, ella necesitaba de los otros para saber si hacía mal o bien. Vivía para que le dieran palmaditas en la espalda. Y su hijo no, su hijo tenía un alma más liviana. Y lo amaba, y daría su vida por él. También por su hija, pero si el funesto telar del destino le pusiera a decidir entre su hijo y su hija, sabía –ahora sabía- qué decidiría.
Observó a su hija dormir, tenía sueños terribles, probablemente; sudaba y hacía muecas entre su dormitar. Le puso la mano en la frente, maternalmente. Debía ser fuerte, por ella, por su hijo, para salir de ese bosque espeso, donde la luz se intimidaba, donde dios los había abandonado. Lo único que quería más que salir del bosque era recuperar a su hijo. Salió el Sol a plenitud y con ello vino la resolución, salvaría a su hijo, costara lo que costara.
-Mamá, ¿los peces sufren? – preguntó la niña, con la cara temerosa por la respuesta.
- No, cariño. Está bien comerlos, no tienen sentimientos – dijo la madre mientras azotaba un pescado en una roca con la tirria y rabia propia de quien ha visto cómo le arrebataron a su hijo de entre las manos.
- Pero sus ojos sufren. Sabe que está muriendo – concluyó la niña.
- Hija, todo muere. Nada permanece. Lo importante no es preocuparse por las circunstancias de la muerte, sino ocuparse de la condición de la vida – le dijo mientras sus dedos se hundían en las entrañas del pez y un olor intenso, penetrante y desagradable emanaba del animal.
- Pero mamá…
- ¡Ya cállate! – Silencio. Hubo un silencio que se erigía como un gran muro entre ambas. Lo dijo sin más, no se dio cuenta cuándo abrió la boca, cuándo empezó a hablar. Parecía ser ella, pero no estaba segura. Ya no se reconocía más. No es lo que creía que era, sino lo que habían hecho de ella. Su vida estaba condicionada por la muerte, por huir de ella, por los cadáveres de sus familiares que ni siquiera pudo enterrar, dejados a los cuervos para un gran banquete, no podía enterrarlos sin arriesgarse al contagio. La muerte negra ciñéndose en el pueblo, tomando todo a su paso, dios les trajo la peste para volverlos humildes, bajarles la soberbia, creía ella. La desgracia la hizo amarga, jamás había callado a su hija. De súbito, una revelación le vino a la mente: su hija…culpaba a su hija del rapto de su hermano. Ella era la mayor y debía proteger a su hermano, sin embargo, cuando pasó todo, ella dormía cuando la bruja se llevó al niño. Necesitaba apuntar el dedo hacia algo, sólo la culpa podía alimentar ese deseo de venganza, de retribución sangrienta. Así pasaron los días, la relación fracturándose, el bosque ensanchándose y el muro creciendo. “No hay salida”, les había dicho la bruja, les había sentenciado a rumiar por el resto de sus días. No quería morir, no quería vagar, no quería vivir, quería existir, ver de nuevo el mundo, ver a sus hijos crecer y tener nietos, morir de vieja, sin advertirlo. Pero todo eso parecía un sueño lejano.
 Vino un día más, el astro en su punto más alto las halló siguiendo el río. Las rodeaban un gran número de pequeñas mesetas, las acompañaba el ruido de pájaros que no estaban perdidos como ellas, un verde monótono que crujía al sonido de sus pasos cansados. El ruido del río como una fina música que acompasaba sus pasos. Entonces la madre posó su mirada perdida sobre el río, suspiró, triste, incapaz de seguir por ella misma, sólo seguía porque tenía que salvar a su hija. Huyó de su ciudad para salvar a sus hijos, temerosa de perderlos, temerosa de que su familia no sobreviviera la epidemia mandada por dios. Y ahora había perdido a su hijo y podía perder a su hija si no encontraban la manera de salir de ahí. Huyendo del destino se había dado cuenta que era ineludible, que sólo retrasó lo inevitable, que sólo obligó al telar del tiempo a ingeniarse una nueva forma de que perdiera todo lo que amaba. Y dolía. Dolía más que las ampollas en sus dedos del pie, que le ardían con cada paso, con los hombros que le pesaban, con el cuello torcido y los ojos pidiendo a gritos cerrarse un rato, una noche, una semana, un mes, un año, una vida. Cada día le pesaba más el cuerpo, ya iban como tres días de que le habían robado a su retoño. Se sentía como los peces que llevaba pescando todos esos días. Afortunadamente su padre le había enseñado a hacerlo, cuestión de buscar una parte del río donde hubiera poca agua, cerrarle el paso a los peces  y después encerrarlos. Realmente era muy sencillo, pero desde que su hija le había preguntado por los peces, se sentía muy mal a la hora de matarlos. Pensaba en el pez y pensaba en ella, se sentía como el pez descamado, con los ojos azules viendo hacia la nada más terrible. Así veía hacia el río y de repente lo vio…una prenda que reconoció al instante, el tocado con el que se casó, la ropa que cayó al piso en un cuarto sudoroso cuando cumplió su deber como esposa. Una prenda que representaba un atisbo de esperanza, todavía era ella, todavía podía haber esperanza. Sin pensarlo se metió al río, cuyo cauce había aumentado ese día. No importaba, tenía que alcanzar la prenda, deslavada y seguramente algo derruida, pero tenía que llegar a ella. El río la empujaba violentamente y le gritaba, espuma efervescente le colmaba el cabello, los gritos histéricos de su hija acompañaban la escena. Pero llegó, le costó, sobre todo porque estaba muy cansada, cansada de estar en vela, cansada de vagar, de no encontrar la salida. Para la cantidad de días que llevaban vagando, algo le decía que el bosque era una especie de lugar embrujado, encantado. Sólo una voluntad superior podría impedir que salieran. Y nadó con fuerza para salir, casi no lo lograba, pero logró asirse a unas plantas que crecían en las laderas del río, se aferró con fuerza, incluso volvió a pedirle ayuda al dios que permitió que se llevaran a su hijo. Hicieron una tregua momentánea. Ella se salvó. Escupió mucha agua, pero ahí estaba, su tocado que quién sabe cómo había aparecido ahí, quizá no era casualidad, pero ahí estaba y ella sonrió por primera vez en mucho tiempo.
Llegó la noche y las envolvió con su tersura. Hacía particularmente frío esa noche, vapor salía de sus bocas cada que sacaban aire. La niña moría de frío, así que no quedó más remedio que encender una fogata. Se hizo la luz y se hizo el miedo. La expectativa de que siempre pueden ir peor las cosas embargaba su alma. Su hija ya dormía junto al fuego, la ropa se secaba y sus ojos le pesaban cada vez más. No supo cuándo pero de repente se quedó dormida.
La despertó el olor a comida, el olor inconfundible de un estofado caliente. Abrió los ojos lentamente, su cuerpo empecinado en proseguir con el descanso. La primer forma que vio al despertar fue a esa pequeña anciana, a esa bruja hija de puta que le había robado a su hijo. Sus ojos se abrieron por completo y el cuerpo se le llenó de bilis.  
-       -Te he traído algo de comida. Luces fatal
-       -¡Devuélveme a mi hijo!
-       -Baja la voz, no puedo mantener a tu hija durmiendo por tanto tiempo.
-       -¿Qué le has hecho?
-       -Nada malo. Sólo no quería espantarla, así que le he espolvoreado algo para que su sueño sea pesado y no despierte mientras estoy aquí. A pesar de lo que tú creas, quiero proteger a tus hijos, no quiero que nada malo les pase.
-       -¿Y por eso te llevaste a mi hijo?
-      -En parte. Verás. Mi vida es terriblemente larga y nunca he sabido lo que es tener a alguien, una familia, alguien que se preocupe por ti, como tú por tus hijos. Siempre he estado sola, es parte de mi labor y ahora, después de tanto, tanto tiempo, empiezo a sufrir mi soledad.
-       -¿Qué es lo que quieres de mí?
-       -Ya te lo dije, que me digas cuál de tus hijos amas más. Siento haberte robado a tu hijo, pero así no funcionan las cosas, tú debes querer regalármelo, no puedo tomarlo así como así. Entonces a eso he venido, a que dejes de torturarte, aceptes dejarme a tu hijo y te diré cómo salir del bosque.
-       -Jamás. ¡Quiero a mi hijo de vuelta!
-       -Supongo que eso responde mi pregunta. ¿Y si te pidiera a la niña?
Silencio. Mucho silencio.
-       -No, de ninguna manera. He pasado por tanto para salvarlos de la muerte negra, no puedo…No puedo.
-       -Entonces de verdad lo siento.
-       -Debe haber algo que pueda hacer por ti, por favor – Sentía las lágrimas agolpándose en sus ojos, la sal galopando por la cara que alguna vez fue tan tersa como el terciopelo.
-       -Quizá sí haya algo que puedas hacer. Nadie jamás ha hecho algo por mí. Nunca me han regalado nada, nunca se han interesado por mí.
-       -¿Quieres que te regale alguna cosa?
-       -Mira, si me das tres regalos, te prometo que te dejaré salir de este bosque.
-       -¿Hay algún truco?
-       -No hay truco, mi palabra me ata.
-       -¿Qué clase de regalo?
-       -No lo sé, jamás me han regalado algo. Quiero algo bonito, jamás me han regalado algo que pueda usar, una flor, un sombrero. Mira mi ropa, son meros fiambres. Nunca pude ir a un baile, nunca supe lo que era que un hombre me hablara miel en el oído, jamás he sentido el amor humedeciendo mi cuerpo.
-      -Creo que puedo hacer algo al respecto. Sí, creo que sí – Dijo la madre, limpiándose las lágrimas con la manga de su blusa.
-       -Quiero tres regalos. Tienes tres noches, cada noche vendré por un regalo. A la tercer noche, si todo ha salido bien, te prometo que te diré cómo salir del bosque. ¿Alguna duda?
-       -No realmente. ¿Qué es este lugar?
-       -No preguntes. No podría responder con claridad. Es un lugar especial, es todo lo que diré. Un lugar especial que debe ser protegido.
-       -¿De quién?
-       -De los hombres, por supuesto. ¿Algo más?
-       -Sí, creo que sí – La madre se alejó de la bruja, fue al lado del fuego, donde dormía su hija plácidamente. Tomó el tocado que había salvado del río inclemente. Lo miró fijamente, pensando que era todo el rastro que quedaba de la persona que creía que era. Cerró los ojos, sintió de nuevo las lágrimas en su rostro. Se volvió hacia la bruja y le extendió el tocado.
-       -¿Qué es esto?
-       -Es lo que usé el día de mi boda. Es…parte de mí. Es la muestra de que alguna vez alguien estuvo dispuesto a amarme.
La bruja lo tomó entre sus manos. Parecía gustarle
-Sí, sí. Es muy bonito. Creo que podría zurcirlo y darle unos retoques y quedaría como nuevo. Me gusta mucho. Lo acepto, muchas gracias. Sólo faltan dos regalos más. Entonces tienes dos noches para regalarme más cosas.
- ¿Y mi hijo? ¿Me devolverás a mi hijo?
-Él está bien. Lo prometo.
Fue una respuesta incómoda, no daba certeza alguna. Pero no había nada que hacer. Jugar el juego, sobrevivirlo y salir del bosque.

La bruja se despidió y sólo entonces la madre se dio cuenta que no tenía ni idea de qué podía regalarle a la bruja. Toda esa noche recreó el diálogo con la bruja, la escena, tratando de ver qué podía sacar de todo ello, algo que le pudiera dar una pista de qué sería un buen regalo para ella. Si no le gustaba el regalo, todo se habría perdido. Pensó mucho en la noche, pero sólo cuando estaba por llegar el alba se le vino la revelación. Poesía. Miel en los oídos. Tenía que regalarle poesía, pero la madre no tenía ni idea de poesía. No sabía qué era y mucho menos cómo se hacía. Lloró mucho, de nuevo. Era la mejor idea y estaba imposibilitada a hacerla, por no saber escribir poesía. Pero debía intentarlo, debía hacerlo por sus hijos. Así que hizo memoria, procuró recordar aquellas veces en que escuchaba gente declamando en las plazas, para darse cuenta de que la poesía tenía un ritmo, que sí había escuchado poemas alguna vez, que sólo tenía que escribir con el alma y no pensando en demasía, ser un instrumento para las palabras. Tenía que diseñar al menos un par de poemas, por si alguno gustaba más a la bruja. Dejó el calor del fuego y se puso a buscar hojas entre los matorrales. Hojas grandes y verde claro. Al cabo de un rato tenía un buen número de ellas, así que tomó una rama y empezó a picarse el dedo, a fin de sacarse sangre y poder escribir. Tres pinchazos bastaron para que su dedo enrojeciera. Así que empezó:

Soy la brisa de un sueño
que no tuve
El rumor del agua
sobre las rocas
Soy la espuma
que emana de mi boca
Párpados que no
habrán de cerrarse
Ojos de pez
abiertos para siempre.
Pero no le gustó, sabía que tenía la estructura que alguna vez había leído en uno de los tantos libros que su esposo guardaba, pero más que miel, le transmitía melancolía, se dio cuenta que era porque estaba triste, su alma estaba triste, cualquier cosa que saliera de ella, sería azul.
Empezó de nuevo, esta vez pensando en que quizá la miel venía no de palabras bonitas, sino de transmitirle a la persona la idea de que está escuchando a una persona desnudándose el alma. Le tranquilizó la idea y prosiguió, tratando de recordar un poema que alguna vez leyó. Le tomó gran parte de ese tránsito de la noche a la mañana, pero consiguió recordarlo:
Quemaré mis ojos
con aceite hirviendo
para no tener
la tentación de verte
Llenaré mis oídos
con la cerilla del desdén
para que tu eco
por fin se despida
Me abrazaré
a la saliva
ostentosa 
de otros labios
Mas todo será vano:
sólo reforzaré
tu sombría presencia
en el lobby de mi recuerdo.
Yazgo bajo el amparo
de la luz oscura,
aguardo tu descenso
a mi morada;
que profieras, magnánima, goce
al adolecido vagabundo
que no haya manera 
de acariciarte 
más que en palabras
y anhelos;
que sofoques todo esto:


la rémora de mi olvido.
Era increíble, pudo recordar casi todo el poema. Sólo cambió algunas cosas que sí no pudo recordar, pero era casi igual al poema que alguna vez leyó en un libro de su esposo. No recordaba el nombre del autor, pero era lo de menos. Se sintió feliz, un paso más cerca de lograr su objetivo. El día siguiente tenía que ser bueno. Por primera vez desde que vagaban por el bosque, el sueño vino fácil. Y es que dormir es sencillo cuando se sabe por qué se despierta al día siguiente. Tenía un objetivo, tenía un aliciente. Vivía.
El día siguiente fue largo, quizá era un día cualquiera, pero el ansia de que llegara la noche ralentizaba el tiempo. Releyó sus escritos y se deleitó con la idea de que el suplicio en forma de bosque habría de acabar pronto, de que recuperaría a su hijo al cabo de un par de días más. Comieron frutos de los matorrales, granos y pequeños bocados de esto y lo otro, comieron poco pero comieron, como casi todos los días. Hoy no hubo suerte con el pescado, no había alguna vertiente del río donde el agua fluyera menos. Su hija estaba particularmente parlanchina, casi como si compartiera la misma renovada esperanza que su madre. Pero pues ella no sabía nada al respecto y así tenía que continuar; no quería esperanzarla y después romperle la ilusión, así que mejor no dijo nada y continuaron sus andares por aquel bosque sin fin. Era un bosque monótono, sin nada de especial, sin embargo la bruja parecía tenerlo en alta estima. La madre tenía la impresión de que era un sitio que no necesitaba ser protegido.
La noche llegó, rauda al encuentro del bosque. Cuando hubo de oscurecer, el bosque se llenó del ruido de los insectos. De noche el bosque gritaba que estaba muy vivo. La bruja llegó como la noche anterior, cuando ambas dormían al amparo del fuego. Vestía el tocado que la madre le había regalado, lo había ajustado y el color de la ropa aparecía fulguroso a comparación al día anterior. Sonreía ampliamente, casi con inocencia, con expectativa latente. La madre le dijo que le regalaría poesía. La bruja aplaudió y dio unos pequeños brincos mientras la madre juntaba esas hojas de hierba con poemas. Declamó, recitó lo mejor que le fue posible y como más adecuado le parecía. Todo el tiempo la bruja la miraba con los ojos fijos, con un brillo en el iris que no había estado los días anteriores. Quizá si esos fueran los ojos que hubiera visto el día que se conocieron, quizá todo habría sido distinto, no había amenaza en esos ojos. Cuando acabó de recitar hubo un silencio que se prolongó lo suficiente para darle importancia al regalo. Al final la bruja dijo:
-       -Ahora sé lo que se siente que te regalen un poema. No me lo esperaba, muchas gracias. Ahora sólo falta un regalo y habré de cumplir mi palabra.
-      -Señora, por favor. Dígame qué puedo hacer por usted, sólo quiero que mis hijos y yo podamos salir de aquí. Si no fuera por el día y la noche, no habría diferencia de un día a otro en este lugar.
-       -No conoces este bosque, siempre ofrece novedades. Proteger este lugar es una tarea de tiempo completo.
-       -Es un bosque, no necesita protección.
-       -Ahí te equivocas. Aquí se potencia la magia. Los hombres no lo pueden saber.
-       -Señora, dígame qué puedo regalarle.
-       -Tú sabes qué es lo que quiero.
-       -No puedo... No puedo.
-       -Pero debes. Los largos años de mi vida por fin están por terminar, necesito un aprendiz. Mañana vendré y me has de regalar uno de tus hijos. Sólo te irás con uno, como has hecho más por mí que cualquier persona que haya llegado antes a este lugar, te dejaré elegir a cuál de tus hijos deseas ceder.
-       -¿Ha habido más gente antes que nosotros?
-       -Por supuesto, no eres tan especial. Ha habido muchos como tú. Alguna vez yo fui alguien como tú. Alguna vez vagué sin rumbo por este bosque infinito.
-       -Por favor, no me haga decidir entre mis hijos.
-      -Lo siento. Todo esto es por un bien más grande que tú y que yo. Tu hijo sería un gran guardián del bosque. Es un chico muy perspicaz e inteligente. Debes estar orgullosa. Creo que sé qué decidirás, pero debes saber que tu hijo es especial, si tú me lo regalas, prometo que será un gran hombre, un hombre de bien y al servicio de un bien mayor. Su vida tendrá un objetivo. Y sobre todo, no tendrá que preocuparse durante mucho tiempo de aquello que conflictúa tanto a los hombres.
-       -¿Qué es eso?
-       -Pues que no pueden aceptar el hecho de que han de morir. No soportan la idea de la muerte. Siempre haciendo cosas, siempre ideando la manera de pasar el tiempo, llenarse de actividades que los distraigan de la idea de su propia mortalidad. Y sin embargo con qué facilidad se matan entre ellos, son unas bestias razonantes sin escrúpulos. Tengo que irme. Mañana en la noche volveré. Quiero mi último regalo. No me obligues a que las cosas sean distintas.
No hubo posibilidad de respuesta. Al instante los ojos le pesaron demasiado, sólo sintió el impacto con el suelo, luego vino el descanso.

El día siguiente, había perdido todo el ánimo del día anterior. Su hija lo notaba, pero no podía decirle nada. La mayor parte del día un silencio terrible dominaba el ambiente, no se decían nada. La madre, atribulada en sus pensamientos, la niña confundida y asustada.
No sabía qué hacer, era la decisión más difícil de toda su vida. Pero tenía que decidir. El día entero analizó el último regalo. Todo el motivo del salir del pueblo era perpetuar su apellido, le parecía injusto tener que atentar contra esa meta. Malditos lobos, si no los hubieran atacado, nada habría sucedido. Pero quizá, sólo quizá ella tenía la culpa. Ella misma y no las peripecias, los habían llevado hasta ese momento. Pensó de nuevo que ella era la responsable de todo, quizá sí era ella, después de todo, quizá todavía era ella en tanto que podía decidir qué hacer y qué no hacer. Así que decidió. Decidió decidir, ofertar una última vez, vender su alma.
Así llegó la noche y la bruja llegó puntual a la cita. Esta vez vino acompañada del niño. Hubo una reunión emotiva, llena de lágrimas, abrazos.
-       -¿Has decidido entonces? – Dijo la bruja, solemne y sonriendo. Parecía más pequeña esta vez. 
-       -Sí, señora. He decidido… Le cambio mi vida por la de mis hijos.
-       -….Imposible. Aún eres joven, sí, pero dudo de ti. No creo que pudieses cuidar este lugar.
-       -Lo haré. Por mis hijos, haría cualquier cosa. Lo juro. Enséñeme lo que tenga que enseñarme y seré su fiel servidora. Cuidaré este lugar, de quien tenga que ser cuidado.
-       -Has vivido con las condiciones de hombre por demasiado tiempo, no serías una buena guardiana. Por eso quiero alguien joven, alguien que no haya vivido en el mundo humano por tanto tiempo. Alguien que no sucumba ante la tentación del poder del bosque, alguien que no abandone el bosque. Sin esta noble y sacrificial tarea, los hombres encontrarán en lugar. No puedes ser tú, eres corruptible.  
-       -Usted dijo que algún día fue como yo. Si eso es cierto, entonces usted pudo cambiar. Yo puedo hacerlo también. Estoy decidida. Por favor, acepte mi regalo. Le ofrezco mi vida a cambio de la de mis hijos, sólo déjelos ir.



   Era un día como cualquier otro. Los días se sucedían uno tras otro sin novedad alguna. Todavía extrañaba a sus hijos. No pasaba un día en el que no pensara en ellos. En lo que podrían estar haciendo, en si se habían convertido en personas de bien. Se preguntaba si pensaban en ella como ella pensaba en ellos. Despedirse de ellos fue lo más duro de su vida. Los abrazó con fuerza y les besó la frente. Lloró bastante, pero estaba feliz; feliz porque nada había sido en vano. Sus hijos estarían a salvo, la bruja prometió permitirles salir del bosque. Y así lo hizo, les dio una brújula y les dijo que todos los días caminaran al este y que todas las noches caminaran hacia el oeste. No tenía ningún sentido, sin embargo, ahora sabía que era cierto, que habían salido. Habían pasado treinta largos años y ahora conocía los secretos del bosque. La bruja había muerto. Ahora ella protegía el lugar. Sin embargo, estaba sola. Sufría su soledad. Ahora entendía a la bruja. No tenía con quién hablar. Pasaba todos los días caminando por el bosque, manteniendo invisible el lugar a los ojos de los hombres. La bruja le dijo que de cuando en cuando había personas que podían entrar al bosque, que esos eran los hombres de quienes debía proteger el lugar. Pero ella no quería protegerlo más. Ella quería ir y vivir. Se sentía más encerrada en el bosque que hace diez años. Antes no había posibilidad de salir, ahora sabía que podía salir, pero no podía hacerlo. Liberó a sus hijos, pero se condenó a sí misma. Sin embargo, esa noche fue particularmente hermosa. Para entonces ya conocía todas las constelaciones que danzaban en el cielo, conocía la naturaleza de los astros y no le eran ajenas las cosas pertinentes de la naturaleza del bosque. Pero sobre todo, comprendía más y más la soledad. La padecía a diario, sin pausas y sin ambages. Quería huir, no quería esa responsabilidad, pero sabía -ahora lo sabía- que los guardianes del bosque están sujetos a la palabra, y ella dio su promesa de que cuidaría el bosque.  Así que caminaba, caminaba mucho, caminaba para olvidar. Caminó muchos años, caminó como quien ahora vivirá miles de años y no tiene prisa. Caminó sin rumbo y sin detenerse casi nunca. El bosque lo dominaba todo. Pero esa noche fue especial, distinta al resto de noches. Estaba acostumbrada a todos los ruidos de su bosque, ningún ruido le era inusual. Excepto éste. Era un ruido novedoso pero no era extraño. Lo había escuchado antes, en otra vida, cuando no sabía quién era, cuando se perdió en el bosque. Era el llanto de un niño. Un niño en el bosque, llorando. Era un niño pequeño. Entonces corrió, corrió mucho, corrió con lágrimas en los ojos. Recordó a sus hijos, recordó el rostro de su pequeño hijo, quien ahora sería un hombre en la mitad de su vida. Recordaba su rostro mientras corría hacia el llanto del niño que también le traía el rumor del río, uno de tantos ríos que había en el bosque. Cuando el ruido se hizo escandaloso, se escondió en un matorral. Y entonces lo vio.  Ahí estaba, era un niño recién nacido, sanguinolento y tiritando, de su ombligo salía un pedazo de carne cilíndrico y enrojecido, siguió el pedazo de carne y la mirada llegó a una mujer exhausta, resoplando y visiblemente adolorida, cerca de ella habían maletas rotas, abiertas, sus contenidos esparcidos por la orilla del río. Tuvo un recuerdo de la vez que llegó al bosque. Al instante supo que esa mujer había llegado al bosque como ella alguna vez lo hizo: tras una gran caída. Salió del matorral. Ayudó a la mujer, le ofreció agua y tapó al niño con un manto negro que usaba para cubrir su rostro. La mujer estaba agradecida, casi tan agradecida como agotada. Había sido un parto difícil, inesperado y milagroso, el niño había nacido solo. Sabía que eso era obra del bosque. Así que al instante comprendió todo. La mujer yacía en el piso, pedía ver a su hijo, así que la mujer que alguna vez fue madre tomó al niño entre sus brazos. Lo acercó a su pecho y lo observó por un minuto eterno. La mujer pidió de nuevo ver al niño y entonces la mujer que alguna vez fue madre posó al niño en los brazos de aquella mujer sudada y con el cabello hecho girones. Era una escena hermosa. Ese momento en el que el vínculo entre un hijo y su madre se forman. Y entonces supo lo que tenía que hacer. El río era uno de esos ríos que siempre hacen ruido, cuyo cauce choca todo el tiempo con las rocas. Así que lo demás fue fácil. Se agachó en la orilla del río y metió su mano en el agua. Tomó la piedra más grande que sus manos encontraron…se dirigió hacia la madre. Recordó a su hija, cuando le preguntaba sobre los peces y el sufrimiento. Pensó en peces mientras la roca enrojecía con cada embate. Hubo algunos gritos que se silenciaron demasiado pronto. De repente, así, de súbito, tenía una familia. Un motivo. Ya no estaba sola. Y el bosque tendría guardianes por algunos miles de años.    

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