Vivir con heridas
Con ligera esperanza
El
perdón empieza por las heridas más profundas, no por las superficiales. No se
hace porque los demás se lo merezcan o lo necesiten, en el sentido de que sea
inexorable. El valor del perdón está en que no es lo primero que nos viene a la
mente, como el hambre una vez sentimos los retorcijones en el vientre. Debe
empezar por las heridas profundas, porque ellas son la fuente de la que mana la
sangre de las más pequeñas. Comienza por las cuestiones más dolorosas, porque
no es simplemente olvido.
No
hay método para llegar a él. Pero digo que comienza por los dolores profundos,
porque es en ellos en donde más difícil nos es pensarlo. Y es en los dolores
profundos en donde hallamos la razón por la cual no sabemos encontrar su
camino. No quiere decir que sólo una vez desgarrados podamos renacer en él:
podemos encontrar la profundidad de nuestras heridas sin haber tocado fondo.
Porque siempre involucran a la gente más cercana. Porque es a esa gente a la
que le notamos sus errores, con dolor en el corazón, al desilusionarnos
vanamente por no saber ver nuestra parte, o porque estábamos seguros de que
hacíamos lo justo mientras mirábamos la injusticia.
En el
Padre Nuestro, una de las cosas que se le pide al Señor es que perdone nuestras
ofensas, al tiempo que decimos actuar consecuentemente con las ofensas hechas a
nosotros. No creo que sea gratuito que sea el perdón una de las cosas que se le
pide al Padre. El cristiano sabe que se refiere al Padre del hombre, a su
Padre, pidiéndole como un hijo mortal le pide a su padre natural que le otorgue
lo que requiere de él. En esta relación entre el Padre y el perdón quisiera
ahondar por ahora, por ser el cristianismo algo definido a partir de nuestra
condición de criaturas y creaturas, por alcanzar algo sobre lo paterno para lo
cual no basta la visión de la paternidad natural, pero que a la vez sí se
relaciona con ella.
Un
padre natural podrá fallar en ser como lo esperamos siempre. Un amigo también
lo hará, porque no siempre sabremos juzgar del modo más certero lo que en
realidad esperamos de una amistad. Al padre se lo pasamos por alto con mayor
dificultad. Quizá sea que exigimos demasiado; quizá sea que estamos acostumbrados
a exigir. Estamos tan seguros de que el dar la mitad de la vida es un vínculo
que debe obligar a algo. La importancia de la paternidad es que, en sentido
estricto, no obliga por naturaleza a nada. Por eso existen los “padres
desnaturalizados”. Podemos achacarle su falta de amor, pero la oración del
Padre Nuestro nos señala con verdad que fallaríamos en algo al hacerlo, así como
él (el padre natural) ha fallado hacia nosotros.
Hemos
sido hechos a imagen del Padre, lo cual puede parecerse a la herencia, salvo
por la diferencia enorme entre la procreación y la creación. La diferencia es
tan grande, tanto como la hay entre la perfección divina y la perfección
humana, que no siempre se logra. Pero, para alcanzar a rasgar con la
inteligencia la perfección divina, uno debe conocerse. Perdonar las ofensas de
un padre natural requiere que veamos cómo él también es criatura. No se trata
de dejar pasar las ofensas como lo haría un escéptico, sino de aceptar que sin
amor sólo nos dejamos en el tránsito de la injusticia. El perdón requiere de la
fe, porque sin ella sólo vemos actos malignos sin cabida alguna, insoportables.
Por eso no se da de verdad en la desesperación. Si uno espera que el otro
cambie por el hecho de perdonarlo, ha esperado mucho sin entender el perdón, pues
uno no escoge el perdón porque sea un medio de comodidad. El principio con el
que esa frase citada del Padre Nuestro se mantiene es el mismo de aquel de “con
la misma vara”. Si el perdón inicia con las heridas profundas, es porque las
ofensas anidan ahí. Si uno se queda con las exigencias de lo natural a los
padres, jamás podrá ver lo divino, la luz de la misión perenne por soportar el
calvario, como lo hizo el Hijo. Dije que quien no se conozca, no podrá llegar
al Padre. También se sabe que el Hijo vino para mostrarnos la alianza, en la
que perdón es requerido como medio para saber la cruz que cargamos, y saber que
en la crucifixión está lo que el Padre pidió del Hijo.
Tacitus
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