Presentación

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martes, 24 de mayo de 2016

La timidez de un Flamenco

Estaba dormitando en el micro. Uno consideraría imposible conciliar el sueño en una caja de zapatos viejos, pero sin duda es posible, es real, es un hecho cotidiano, es costumbre y rutina. Al subir logré bisbisear una pegatina, de esas que suelen decir “la bajada es por atrás”, “toque el timbre, no grite”, casi siempre acompañadas de algún dibujo animado. En este caso el mensaje era “Si piensa dormir, con confianza, pídame la almohada”. Me hizo un poco de gracia y logré olvidarme un rato de la presión del trabajo; los papeles, las fotografías, los insultos. Voy de base a base; de bullicio a bullicio; de donde todo es nada y viceversa. No pude evitarlo, y mis ojos comenzaron a cerrarse. Frente a mí un anciano tenía un férreo olor a orines, a mi lado una pareja de novios se besaba sintiéndose invisibles, y en el aire estaba la música del chofer; tan omnipresente, tan inocua en su vulgaridad. Comencé a irritarme, y no podía ver la hora de llegar a mi casa, quitarme los zapatos, darme un baño, y hasta suicidarme. Pero no, lo último se me olvida con lo primero. Los primeros días calurosos del año. Odio el calor. Odio sentir pegajosa mi piel, y odio ver mi frente brillar mucho más de lo que odio las frentes brillosas de la gente; odio el aroma que expide una axila casi humeante que parece un árbol cuyas raíces comienzan en la mano sujeta del pasamanos, y odio los pantanos de sudor que las rodean volviéndose una espesa sombra, como una bisagra de porquería. Apenas hemos cruzado el viaducto. “Hemos cruzado”, de repente nos hemos vuelto una hermandad, familia, todos odiando a todos, todos compasivos o ignorantes de los otros, todos somos uno hasta que lleguemos a nuestro destino… todos…

Aún puedo recordar la conferencia. Marco estaba ahí, hablando, dando su discurso frente a todos los doctores. Siempre le ha gustado la filosofía, siempre le ha gustado estar saludable, siempre tan distinto, tan audaz, tan perfecto, tan no mío:

Gracias, compañeros. Investigando y ahondando en la abundancia de problemáticas con las que nos enfrentamos nosotros los nutriólogos, me he dado cuenta de que la mala alimentación es impulsada más allá de una mala costumbre, típica y ordinaria, nacida de una ignorancia siempre en constante evolución. He considerado que hay tres o cuatro factores por los cuales la sociedad mexicana- y hablo de la sociedad mexicana, porque es la sociedad en la que vivo, a la que padezco, y a la que he estudiado. Aunque no temería equivocarme al decir que serían prácticamente factores patológicos de cualquier sociedad tercermundista de nuestro globo-. Como les decía, estos casi cuatro factores, ya que uno va de la mano con el otro, se me presentan como un cuadro perfecto donde se encarcela la alimentación de los mexicanos; un cuadro del cual mencionaré sus lados; el primero, sin duda, es la cultura y la costumbre (se escuchan cuchicheos) Como les dije, es un factor, pero no el único. El segundo es, a mi parecer, la economía de los mexicanos; y el tercero, nacido de el segundo, el tiempo de los mexicanos; y por último la naturaleza animal de los hombres; ese viejo motor que hasta nuestros días no deja de catapultar la dualidad de todos nosotros. La naturaleza bífida de nuestro existir, repercutiendo siempre en nuestra alimentación como en toda nuestra vida (Aplausos).

Yo no aplaudía. Mi secreto parecía que hacía vibrar ya de por si toda la sala; cada butaca era movida por mí, por mi fantasía, por el ensueño y la abnegada certidumbre de verme aislada en esa emoción. Pero era en realidad yo quien temblaba, el mundo seguía ahí, quietecito, esperando la catástrofe de siempre; la destruye esperanzas, la amarga y sedienta catástrofe.

Un mensaje me despertó. Estábamos por cruzar el parque de los venados. Al parecer había un choque en la esquina donde están las canchas de basquetbol. Cómo fui feliz en ese parque con mi hermana, y Graciela, mi mejor amiga. En esa esquina di mi primer beso. Muchas cosas pasan en un mismo lugar. Yo no vi el resultado del accidente, estaba dormida. Pero a mi lado la pareja se había marchado, y ahora estaba una anciana hablando con su hija que estaba a un lado; una muchacha de cabello chino, desaliñada, con la frente sudorosas y la nariz chata; en su regazo llevaba a un niño de aproximados cinco años con labio leporino. “Pobres chamacos. Me imaginé a mi niño, nomás porque se les jue la pelota… esa vieja estaba ciega pa’ no haberlos visto. ¡Si eran como tres! Seguro andaba borracha”. Pensé en el folclor de mi entorno y me irritó. Casi me daban nauseas. Revisé mi mensaje; René; hablando de nauseas. Olvidé por qué me casé con René. En un principio el era como Marco. Era un ideal, una belleza en traje sastre con corbatas casi siempre con rombos en el tejido. Su voz, su amabilidad, su lucidez. Podíamos hablar de todas las pendejadas que quisiéramos. Daba lo mismo; yo le hablaba de psicología, de mis pacientes, de mis rencores contra el seguro social, de Skinner y el juego mental del poder; él me hablaba de Julio Cortázar, de Kurt Vonnegut, de Hemingway, de Panero. Siempre compartíamos algo. Siempre construyéndonos el uno al otro. Hoy es diferente. Hoy los mensajes dicen “llegaré tarde”, “compra leche antes de subir”, “saca al perro”. “Yo traeré el vino” decía este último. Hoy es nuestro aniversario de bodas; una fecha como un onomástico. Una de esas fechas que sin marca en el calendario nadie sabría qué es, excepto día de la señora del Carmen o tal vez el recuerdo de mi último periodo menstrual. René hacía eso. Por alguna razón, para él, eso era como decirme “aún te amo”. Me sentía terriblemente cansada y con mucho calor. El que René llevara el vino significaba que yo tenía que comprar la cena. Pensé en cuánto le gusta la comida italiana, y decidí ir al restaurante que está a dos cuadras de la casa; sí, todo sería más fácil así. Tal vez se daría cuenta de que ya no me importa ni cocinarle, y terminaría con esta farsa. Tal vez, pensé, hoy sería el hermano gemelo del día en que nos casamos; el hermano maldito; un nuevo comienzo como lo fue en aquel entonces. Si tan sólo Marco aliviara la soledad póstuma al divorcio. Si tan sólo Marco…

Ahora, ¿Por qué estamos tan seguros de que es una costumbre? Para empezar, ¿quién de los aquí presentes es vegetariano o vegano?(Breve silencio seguido del sonido del movimiento de sacos estirados) Me sorprende un poco ver que haya tantos jóvenes en nuestras filas. Pongan mucha atención. Tal vez después de esta conferencia comprenderán un poco de lo que es la carne sin la carne y por qué (risas).
Primero que nada, hemos confundido en nuestro campo, el hecho de a lo que llamamos una costumbre. Comer carne no es como un día feriado, es más como un estilo de vida. ¿Por qué? Bien, todos quienes hemos leído a Octavio Paz en “El laberinto de la Soledad”, podemos estar de acuerdo en las características aisladoras de nuestro pueblo mexicano. Pero, retomando un poco más la idea de este constante sentimiento de abandono, como el sentimiento de sometimiento silencioso que se rompe en intermitentes lapsus de rabia y personificación de la identidad mexicana, podemos darnos cuenta, que el mexicano no quiere abandonar el consumo de carne, porque para él representa poder. El comer carne no se nos aparece como una costumbre cualquiera, como se nos podría decir. Si no más bien, como un sinónimo de poder, de riqueza, en el que aquel que ha se ha sacrificado para obtenerla la ve como un regalo de su esfuerzo que no está dispuesto a reprimir, puesto que entre más le demuestre a los otros que es capaz de conseguirla entonces el se convierte en el paradigma de los mexicanos típicos; esos que ante la falta de educación se conforman con el poder y la vaga admiración. Así es como comprendemos el porque el consumo de carne no deja de elevar su constante producción en masa, para la satisfacción de la copiosa egolatría simiente de nuestra individualidad mexicana, puesto que el consumo es lo que crea la barbarie. Y claro está que también el control de natalidad en el mundo como en el país es, sin duda, el factor primario de la escasez global de recursos, como de la producción masiva de alimentos provenientes del reino animalia. No por nada es típico referirnos a una taquería algo insalubre, y decir que su carne “ha de ser de perro“, puesto que hablamos de que la carne ahí ofrecida es de baja calaña y por lo tanto una buena carne es símbolo de estatus.

Comencé a sentir una mirada. El microbus estaba lleno. Yo seguía en mi lugar, al lado de la puerta delantera, a la cabeza del asiento comunitario de espaldas a la ventana. A mi lado estaba una estudiante de enfermería, o eso decía su uniforme inmaculado. La mirada provenía de la parte trasera del microbus, frente a la puerta de bajada. Ahí, en el tubo donde está el timbre, un joven de aproximadamente veinticuatro años estaba recargado, con los auriculares puestos, mirando donde me encontraba. Lo miré de reojo, y me sometí a mis pensamientos nuevamente; los aplausos para Marco… No podía evitar sentir la mirada, pero creí que era un error. Volteé nuevamente y era un señor, como de cincuenta años que me miraba y esquivó la mirada cuando nuestros ojos se encontraron. Pero al virar la cabeza un poco, ahí estaba el joven, observándome. Esquivé sus brillantes pupilas antes de ver lo que me pareció una sonrisa. Pensé “¿Qué querrá este imbécil?” ¿Qué querría de mí? Una mujer poco atractiva, de piernas flacas, de pechos caídos, de nariz larga, aunque a veces parece algo fina y distinguida, tan pálida y ojerosa, con estas pecas de antifaz; debe ser uno de esos ladrones bien vestidos; carterista. De otro modo no entiendo por qué me mira, si mi ropa me hace ver como una maldita monja, con esta blusa color hueso con su brochecito en el cuello, y esta falda negra, y mi cabello corto que parece subirá a mi garganta; este color de pelo casi cano, entre negro, cano y pelirrojo, más pelirrojo todavía. Me habrá confundido con alguién. El se veía bien. No era un muchacho muy guapo. Era algo fornido, llevaba un abrigo negro en medio de tanto calor. Cuando lo miré nuevamente se lo quitó y pude ver sus bíceps. Su camiseta blanca pegada al pecho, y su sonrisa media chueca, y ese cabello castaño algo enmarañado, pero sobre todo sus ojos; parecía que me devoraría en el primer instante en que soltara un respiro. Podía presentir mi insalubre agonía si me reflejara en esos ojos tan tristes como calmos y rabiosos al mismo tiempo. Pequeños mares de emociones contenidas que no parecían tener iris, sino más bien parecían los ojos de un perro escrutando la obscuridad, desconociendo, guiándose por el sonido, el sonido de la música que escuchaba, pues de vez en vez los cerraba y movía sus manos al ritmo de lo que me parecía era Jazz. ¿Sería Monk, o Coltrane? Dudo que su gusto llegara a Sun ra. ¿Por qué me preocupaba qué escuchaba? Me miró nuevamente sin parpadear. Por un instante se me figuró a un simio, y alcancé a reírme. El sonrió de manera más confianzuda, pero yo seguía a la defensiva, sin comprender nada. Si tan sólo Marco me mirara así…

El segundo motivo, como lo dije, es la economía. La situación económica del mexicano promedio no se presta para hacer una consulta de nutrición, y aun haciéndola, por obligación aunque sea, se ve privado de la oportunidad de conseguir equilibrar su dieta, puesto que , eso todos lo sabemos, es mucho más fácil encontrar un puesto de tacos, gorditas o tamales, fuera de nuestras casas y empleos, que encontrar un tienda, o un puesto que venda ensaladas. Incluso cuando encontramos fruta, la mayoría la vende con una plasta inmensa de crema chantilly. Cualquiera diría en todo caso “ Eso es un pretexto. Podría comprar verdura y fruta por su cuenta, y preparase algo que llevar de su casa al trabajo”. Pero consideren que el mexicano promedio carece de tiempo, porque carece de una planeación, puesto que su trabajo ya es de por sí demandante. Después de ocho horas de laborar, de al menos una o dos horas en el trayecto de su casa al trabajo (digamos ida y vuelta, si tiene suerte) de la crianza de los hijos, de la comida o la cena, del estrés que se vive por la inseguridad, del trabajo que ya está germinando incluso antes de dormir, díganme ¿Quién tendría tiempo para cuidar su alimentación? ¿Quién para hacer ejercicio? Para cuando tienen una escasa posibilidad, es cuando los hijos crecen, y regularmente, su cuerpo está ya demasiado atrofiado para moverse con la misma ligereza que antes. Por lo tanto, es por eso que pareciera que el vegetarianismo como el veganismo, siguen siendo una especie de contracultura edificada, solventada, inventada y vivida sólo por un sector minoritario con ciertas comodidades y privilegios; el sector petimetre de nuestro país; el ampuloso hombre de la cultura encarcelada en su aula de oro; el quejumbroso acaparador de ideas, que rechaza al ignorante y vive de él; la sanguijuela del buen vivir; el ilustre que no comparta el saber, el que comparte solamente su desprecio; el hombre de cualquiera de estas butacas (Aplausos y abucheos. Gritos y pisadas. El caos de la verdad).

Bajé del micro. La mirada me seguía aún al caminar. No podía negar que me sentía alagada, y excitada de alguna manera. Hace cuanto que no tenía un romance de transporte público. Bellos días de juventud, cuando era la hija y no la madre, la señorita y no la señora, la de las piernas lindas con las mallas por encima de la rodilla y la falda corta. De algún modo u otro, uno adopta las misma costumbres que despreciaba, y no precisamente porque sea un esclavo más del sistema, como solía pensar, sino porque el crecimiento altera las costumbres y los cánones de belleza y la concepción de personalidad. Cuando joven salía con hombres mayores, que se vestían sin preocupación del qué dirán; chamarras de cuero, pantalones rotos, cabello despeinado que no usaban ni un pants para ir al super. Y a esa clase de hombres, ahora más chicos que yo, los veo como tontos, ilusos que creen que una personalidad se manifiesta en la ropa. Cuántos más rebeldes he visto vestidos de traje, y cuantos sodomizados están ahora gritando “libertad”, mientras se someten a la ley de su público, su audiencia, su sector en el cuál son reyes y dechados y al final son capaces de vender a su hermano por un puesto en la burocracia, o la gerencia de alguna empresa. Recuerdo ese libro de “La revolución, y nosotros que la quisimos tanto”. Como los hippies, sucios, predicadores del amor y paz se transformaron en Yippies; los jóvenes que trataban de compaginar la libertad con la labor empresarial y luego se volvieron los Yuppies, los que nosotros podríamos denominar “Juniors”. Es así el cambio. Es así la vida. Ya no soy esa. Por eso me sentí atraída por ese muchacho, tan bien vestido para su edad, tan confiado; sólo otro modelo de la misma estupidez, pero un tanto más cerca de la madurez.

Entré al restaurante de comida italiana y pedí dos órdenes de espagueti, dos rebanadas de lasaña, un poco de pastel de la casa, y para mañana cuatro rebanadas de pizza. Cuando me voltee para tomar un asiento, ahí estaba, en la puerta: Marco. No comprendía que hacía ahí; me pareció una locura. Me dijo que iba a ir a cenar a con una novia (pues el no creía en los compromisos ni las formalidades del matrimonio) que habían bajado por un poco de pasta, pero que irían a casa de unos amigos y por eso estaban de prisa, por lo que me pidió pasar primero. 
-Tú sabes como son las mujeres. Llevo esperando una hora aquí, en su departamento y ella apenas llegó. Me estoy hartando de estar aquí. 
-Adelante. No tengo mucha prisa. Por cierto, me gustó lo que dijiste en la conferencia. No es mi campo, pero me pareció muy interesante. Tus dos semestres en la facultad de Filosofía surtieron efecto.
-Y espero que mis cuatro semestres en derecho también. Alguno me irá a demandar por difamación. Soy un provocador; me gusta convencerlos de que son lo que menos esperan. La verdad se desconoce hasta que los aplausos se transforman en salas vacías. 


La mujer de Marco estaba atrás esperando en el auto porque decía que hacía frío. Sentí una especie de punzada en el estómago. Qué suerte la mía; la amante de Marco vive a dos cuadras de mi casa, en el edificio del restaurante favorito de mi esposo. El mundo no es pequeño, es una mierda. No distinguía bien su rostro. Parecía joven. Supuse que lo era. Siempre buscan a alguien joven. Marco se despidió, me dio un beso, y me dijo que esperaba que cenáramos un par de semanas después, en su casa. Cerdo. Un dulce cerdo. "Claro, nos estamos viendo". Vi que me señaló desde el auto y la mujer que lo acompañaba me hizo un gesto como de saludo. Yo lo respondí por cortesía. El auto arrancó. Yo seguía esperando mi orden. Inesperadamente el joven del microbus entró al restaurante; sentí frío en la espalda, sentí que mis piernas se hacían fideos; tal vez con ellas se haría mi orden.
-Descuide, vengo con ella- le dijo al mesero que volteaba el letrero de BIENVENIDOS, cuando notó que le echaba una mirada inquisidora. No me negué. - Hola, me llamo Arturo. Disculpa el atrevimiento. Pero no pude resistirme. Cuando bajaste sentí que era necesario seguirte. Lo medité una cuadra más y bajé tratando de encontrarte. Caminas muy rápido. Cuando te vi andar hacia el restaurante estaba por entrar, pero vi que mi madre estaba con su novio. El estaba hablando contigo mientras ella estaba en el auto. ¿Lo conoces?. 

El mundo no es pequeño, es una mierda. 

-No, no lo conozco. Llegó a pedirme mi lugar porque tenía mucha prisa y lo cedí… Aunque no veo por qué tenga que darte explicaciones.- Elizabeth, arruinando momentos increíbles con la mezquindad eterna de tu boca. 
-No, disculpa. No era una explicación lo que quería. Sólo preguntaba algo absurdo, porque tengo miedo de lo que estoy haciendo… Sigo sin creerlo. Además, lo cuestionaba, porque esperaba que no fuera así. El tipo es un patán, por eso evito verlo cuando está en casa. Me parece un pendejo pretenciosos pseudo-filósofo y doctor. Relacionando esto con lo otro sin saber cómo. Sin justificar nada. Cuando le dije que yo estudiaba filosofía creyó que seríamos amigos. Los filósofos no pueden ser amigos de filósofos. Y yo, que no soy filósofo, no puedo ser amigo de uno, por el simple hecho de que él tampoco lo es, pero cree que lo es. Lo siento, sigo divagando por el nerviosismo. 

“Me parece impropio que me hayas seguido. No sé, pero supongo que tienes la idea de que no estoy casada. Déjame decirte algo: no soy una de esas mujeres que está buscando una aventura con un jovencito que le sonríe en el transporte público. Deberías buscar a otra víctima a quien seducir por compasión o por esa enfermedad que sufren ustedes los hombres de buscar amantes con edades diferidas. Intenta contagiar de ese instinto vital de la sexualidad a una niña de tu edad, que tenga piernas lizas, los pechos firmes, los ojos brillantes, el cuello estirado y vientre plano, sin estrías ni arrugas alrededor del ombligo. Intenta conseguir una mujer normal, que te atienda y no tenga que disculparse porque su marido le pidió quedarse esta noche junto a él, o porque siempre no se cancelaron las vacaciones o la cena con los suegros. Intenta algo así. Déjame a mí, con mi matrimonio acabado, y las noches de lectura para conciliar el sueño. Déjame aquí, conmigo, y vete por ahí a ser un joven normal; vete a beber a los parques; mucha cerveza, y mezcal. Vete de aquí y no te contamines de mí; no me hagas la madre verdugo de tus futuras fechorías.” Debí decirlo. Pero flaqueé. Sin duda verlo ahí, me inspiraba ternura y deseo. Hacía tanto que no me pasaba algo así. Hacía tanto que la vida no sabía tan bien. La orden estaba lista; la última orden del día. Descanso para todos. 

-¿Por qué estás nervioso?-. Entré al juego. No habría un aniversario común, no habría una cena típica. De ahora en adelante todo sería distinto. No importaba que sólo se quedara en eso, siempre sería mucho más que eso.
-Me pareces una mujer… una mujer muy linda. Hablo de ti, lo que expresas así como eres. Sé que pensarás que estoy buscando una manera de engrandecer mi ego, esperando encontrar una mujer casada que se vea sola y tratando de sacarle provecho de alguna manera, o tan sólo divertirme así, sin pensar, sólo porque sé que tengo la capacidad de hacerlo. Pero, cuando te vi, pensé que una mujer como tú, sin duda representa todo lo que me gusta del sexo opuesto, toda la psicología, la ingenuidad que se esconde en el interés por alguien, sin saber por qué. Tu cabello casi cano, y tu manera de vestir, me hace desear todo lo que se esconde, todo lo que ese frío silencio y esa mirada de ojos azules es capaz de producir en la mente de un hombre sencillo y estúpido como yo. Pero… desconozco el resultado, sólo conozco la potencia de mis actos, sólo eso. Sé qué es algo bueno, porque he contemplado la alegría de verte dormir, sin estar a tu lado para hacerlo-. Me había olvidado que cuando uno es joven es más abierto a expresar incluso lo que otros piensan, acertando sin querer.

El vino está abierto y las manos entrelazadas. Hay velas, y un poco de música relajante. Me siento conmovida.
-Te amo, Elizabeth.
-Te amo, René. Hacía tanto tiempo que no me sentía tan bien. Tan plena, y feliz.
-Lo sé. Hay muchas cosas que ya no he dicho. Muchas cosas que se ocultan al hablar, y que las encuentras de vez en cuando por la noche, esperando el autobús, dentro de él. Las respuestas aparecen.

Siento su erección. René ha vuelto a ser René. Elizabeth es nuevamente Elizabeth. Mi cabello vuelve a tapar su rostro, y mis labios siguen recorriendo su cuerpo, una y otra vez; del pecho hasta los muslos peludos, y de camino al falo un par de besos en el estómago, en el cuello, sin secuencia, todo improvisado; somos un tango. Ha puesto a Gardell. Su lengua ha recobrado fuerza, o acaso estoy muy sensible. Arturo… Arturo… Tan joven, tan lindo, tan dedicado, tan suave, tan perfecto con esos muslos prominentes y esos pectorales suaves como almohada y tan protectores como una piedra ante las bestias del sueño. Arturo, danzando en el desierto, convirtiéndolo en laguna fértil, en mancha sobre la intachable mujer de bien, la que no se queja, la madre compasiva, la esposa incondicional… Arturo, el joven muchacho que guarda vino debajo e su cama, y que me acaricia durante décadas en un segundo; empañando mi candidez, engalanando mi perfidia. Arturo y Mingus; René y Gardell. El mundo no es pequeño, es maravilloso. Ahora me viene a la mente Marco, tal vez no sea tan idiota, pero sin duda ya no es Marco el brillante, el sapiente, el intachable Marco de la camisa color beige, con el micrófono en la cara, con la palabra entre neurona y labios; ya no es Marco, pero viene a mi mente con el final de su discurso… con… el final… de todo…

La naturaleza animal, señores. El humano-y aquí si aseguro que es cuestión humana y no cuestión étnica- está ávido por desatar su naturaleza animal, por complacer sus deseos básicos, disfrazados de oportunidades únicas, que sin duda, sí son fugaces, pero no son necesarias para el espíritu del hombre moderno, más de lo que lo son para el espíritu primigenio de su animalidad. Dentro de esos sentimientos infinitamente primitivos que sólo poseen los humanos, está el instinto por traicionarse, por darse la espalda y faltar a todo en cuanto cree, sólo por desear algo de lo que se ha reprimido. Regularmente, en este acto, los hombres se ven perseguidos por la conciencia, la culpa del homo Sapiens Sapiens. Sin embargo, en algunos casos, la realidad es que la culpa se difumina, y el camino de su vida se abre a otras experiencias, otras virtudes desconocidas hasta entonces; sorpresas antes impalpables son el pan de cada día del hombre nuevo que encontró en su traición interna, la felicidad de él y de los suyos. Viene a mi mente el caso de un hombre que se nutría sólo de vino y pan remojado en manteca de cerdo. Tenía noventa y cuatro años, y se sentía mejor que la mayoría de los que estamos presentes en esta conferencia. El bello placer de la rebelión que causa la esencia individual contra la generalidad médica. La naturaleza es un hecho innegable, pero la personalidad es única, y los deseos que a unos culpan a otros los liberan; así es la vida y no hay remedio, y si lo hubiera, déjenme asegurarles doctores, que ni siquiera ustedes quisieran encontrarlo. La necesidad de la carne; la necesidad de vivir…

-¡Oh, Arturo, la necesidad de ti!
-¿Qué?

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