Entonces, ¿por qué escribo?
Porque, predicador como soy de la renuncia,
aún no he aprendido a ejecutarla del todo.
Fernando Pessoa
El silencio se escurre por las paredes, así como se escurre la piel vieja de las arañas que ya no anidan detrás del cuadro de la última cena. Hay demasiada niebla de cigarro. Ni siquiera ese viejo truco de encender una vela, para que el calor de su llama calcine el humo ondeante de bandera agitada por el país Nicotina, sirve para deshacerse del rastro canceroso de la nostalgia. No hay nada escrito en más de un mes. La gente suele llamar a ese tiempo perdido entre pensamientos y ociosidad: “bloqueo”. Las ideas existen empurando al hombre por haberse sometido durante tanto tiempo a la contemplación doliente, infausta, y azarosa. Las palabras castigan la falta de disciplina; se esconden detrás de las manchas de comida sobre el escritorio, detrás del papel con el teléfono de alguna que ya no responde, en las almas que habitan en mis fotografías; y en el único rincón donde asoman su delicada existencia, es en el canto de la desesperación. Uno no debería preocuparse por la falta de ideas, pues la experiencia nos recuerda que tarde o temprano llegarán; aparecen de la mano de la inspiración, y se esfuman tan pronto se ha tenido el placer de haber plasmado su cuerpo sobre las mentes ajenas que no sabrán cuán trabajoso fue dar esa diminuta aproximación al alma del que escribe. Sin embargo, en esos momentos de resquemor a las palabras, queda la llama punzante del miedo que siempre es más fuerte que la frustración. El temor a que la inspiración nunca vuelva a tocar a la puerta, es igual de intenso que el temor a la muerte; es el temor a un futuro hipotético en donde dejamos de ser lo único que creemos que podemos ser.
Sin sueño, con el corazón vacío como un cántaro de escupitajos, cómo la boca del predicador, o como la sabiduría de los sordos, aquí me inspiro; en la delicada línea de mis tiempos muertos, andando sin pudor y con sólo mi mente como bagaje. No sé si es propio decirlo, pero de cualquier modo es la única letra que en mi lengua habita; una suerte de estigma punzante y acerbo que brilla por todo el cuerpo de lo que un día tuvo más que pena. ¿Qué es esto? Es una buena pregunta. No es nada que no hubiera sido antes, y que no será después. Sólo es una especie de verdad aceda y purulante. Y debe quedar en claro que no es delirio, o un canto obscuro a la desesperación. Nada de eso debe leerse, porque si se ha leído así, se debe volver a leer, y volver a hacerlo hasta que la idea infausta de lo que las palabras significan se salga de nuestras cuencas. Esto es el breve trino del cumplimiento con una misión creada por la imaginación impertinente que siempre termina dominando lo que la razón ya ha demostrado como contrario; esto es una imagen ufana, segura de su veneno; sólo es vida sin forma, en la que no se encontraría nada si se usara un escalpelo; esto no sirve para el lector, como sirve para alguien roto, que lleva semanas contemplando el humo del cigarrillo, henchido por el cadáver de las arañas que frecuentan esto que soy, esto que doy, esto, que como a todo, se lo ha de llevar el viento.
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