En esta ocasión me gustaría continuar
hablándoles acerca de la censura. Tengo intención de aclarar y discernir qué
entendemos y malentendemos por ella. Usualmente denunciamos censura, por
ejemplo, cuando nos sentimos intimidados por el gobierno en turno o nos
quejamos por las mentes estrechas de la Iglesia. Aunque, antes de continuar, quisiera
disculparme en dos sentidos. En primer lugar, no tengo la inteligencia tan
profusa y rica para poder brindar conclusiones trascendentales. Cuánto desearía
ser lo suficientemente profundo para que su tiempo no fuera malgastado. Debo
confiarle, lector, que mi vergüenza es tanta que escribo esto sin poder mirarle
a los ojos. La piedra de la pena echa mis ojos hacia abajo, al lugar natural
que pertenezco: el Hades terrible. ¡Oh,
musa, tú que favoreciste al bardo ciego de la bella y humana Grecia, ahora te
pido que no abandones a este mortal miserable!
Por mi deficiencia siempre me gusta prepararme. Aunque no lo crea, una hora nos basta para el presente blog. Procuro hacer notas y esquemas, a veces hasta he realizado pequeños ensayos de treinta cuartillas que luego debo sintetizar en una entrada (quizá si el administrador me pagara, tendría un incentivo para dedicarme de lleno a esta página). Para mi desgracia, esto no ocurrió con esta entrada. Justamente ayer tenía mis notas y recursos preparados, sin embargo me descuidé y luego de unos segundos desaparecieron. No fue muy difícil averiguar qué había sucedido. En mi casa, desde el primer día, siempre he padecido de fantasmas. Frecuentemente nos esconden las frutas, las llaves hasta mis preciados libros. Desconozco si es uno o varios, no acabaría de contar tantas travesuras y maldades que he sufrido por ellos. Triste, decepcionado y, nuevamente, sí, avergonzado, me acosté sin poder dormir. Tenía la angustia en la garganta sobre qué haría. Quizá podría ir a un café internet, pero tiene razón Talio: me baño esmeradamente para pisar uno de sus lugares. Súbitamente se apareció frente a mí Virgilio. Sí, el poeta de la Eneida. No lo podía creer, ¿acaso él era mi único fantasma inquieto?
¿Quién demonios eres?, pregunté al espectro (no quise que fuese osadía, en realidad quería presumirle que había leído su relato dantesco). Don Virgilio tomó su dedo índice y lo llevo a sus labios, indicándome que no hiciera ruido. Abrió una fisura luminosa en mi techo e hizo descender una escalera dorada. Yo me calmé y dejé de hacer ruido, en parte por la orden del latino y por la impresión causada. Virgilio subió los escalones y yo lo seguí. Entramos a un sitio demasiado luminoso para describirlo. La luz hacía que mis ojos vieran nada. Hubiera creído que estaba en una especie de limbo hasta que escuche una voz grave y dulce, profunda y reconfortante. Virgilio me susurró que era Dios y había sido escogido para poder escucharle verdades fundamentales, claras e indubitables del hombre. Me dijo que la vida humana tiende a la felicidad y el hombre naturalmente debe estar libre de pecado. Que no había mayor autoridad que la Biblia y todo estaba dicho, al pie de la letra, ahí. La verdad se desplegaba y era recibida por el mortal desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Yo, perplejo, callaba ante lo dicho.
Después de un rato, volví a mi recámara. Descendí
en solitario por la escalera y al voltear ésta había desaparecido. Debo confesar
que aún no termino de comprender y asimilar esta experiencia mística. Citando a
Dios, me ha sido desplegado lo que debía saber. Quizá profundice en lo que me
fue dictado o cuente alguna otra peripecia que me vaya sucediendo. Así
que, lector, sugiero que esté al pendiente de mis próximas entradas. Uno
desconoce lo que le tiene deparado la fortuna.
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