Presentación

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sábado, 4 de junio de 2016

No surprises

1
Amanecía. Ya los rayos salían de su letargo para acariciar las paredes descarapeladas del edificio veintisiete. Era una bella mañana, casi como cualquier otra, excepto que esta sucedía ahora y ese detalle la resaltaba sobremanera: hoy. Un par de pájaros madrugadores cantan al alba centelleante. Incluso a través de las ventanas cerradas llega el rumor de aquel canto alado de los mil demonios. La gente duerme. Son poco más de las seis de la mañana, la gente decente y afortunada todavía no despega ni la cabeza de la almohada, ni su cuerpo del arrobo del sueño. Sin embargo, hay quienes no han dormido; las noches tortuosas o tórridas provocan ayuno de sueño. En algún departamento del gran complejo de cemento, en el edificio veintisiete, hay un hombre cualquiera que está escuchando música. El sonido es bastante fuerte para las seis de la mañana, sin embargo a nadie parece importarle. Su aliento huele a whiskey barato, tabaco, cebolla y desazón. Danza por su departamento, como bailarina en el Bolschoi, grácil como sólo son los borrachos melancólicos. Los únicos testigos de su ridículo son los recuerdos que almacena en los muebles de su pequeña sala; fotografías, posters, piedras, dibujos, cuadros, juguetes. Los recuerdos se contonean con cada allegro que lo hace brincar de un lado a otro de la sala: es un edificio viejo que se cimbra igual con el amor o con el baile. Está esperando una canción en específico. No ha pegado los ojos en toda la noche, esperando hallar sentido al fondo de la botella antes de anegarse en whiskey. Quizá encontrar algo de alivio, quizá como castigo por ser tan ingenuo. Pero el alivio no llega, es temprano y el alivio se duerme tarde y se despierta más tarde todavía. Y entonces espera en vano. Sólo puede pensar en su hermano, en el riñón que le falta y en la mujer que ha perdido. Y espera. La sensación no se va, sólo se le ha adormecido la cara y el baile no espanta sus demonios que se arremolinan en el cuarto al son de Brahms. Tan terrible es la espera que se abalanza a la cocina. Es un verdadero chiquero cochambroso. Un pequeño rascacielos de platos sucios, con comida tiesa y apestosa coronan el lavabo, muchas tazas con restos de café desperdigadas por la mesa. Pero ahí está lo que estaba buscando. Lo desconecta y lo toma entre sus manos. Es un tostador de sándwiches. Baila con él por un rato, imaginando que está en otro sitio, lejos bien lejos. Donde sea menos aquí y ahora. Maldice a su hermano. Maldice a su mujer. Un riñón acabó con el mundo como lo conocía. Y baila. Baila y procura olvidar los golpes de la vida. La canción está por llegar a su fin, bailando se lleva el tostador al baño mientras la botella de whiskey se columpia en el bolsillo de su pijama. El departamento es pequeño y llega muy pronto al baño, deja el tostador en el asiento del retrete, saca de su bolsillo el whiskey y da un gran sorbo que le inunda la boca con el aroma del roble, malta, vainilla y nuez. Se abalanza sobre la tina y abre el grifo hasta donde puede girar la manivela. La espera deberá concluir en algún momento. Y se está preparando para ello. El grifo escupe agua mientras él se envuelve con el cable del tostador, afortunadamente para sus propósitos, el cable es bastante largo y lo envuelve con suficiencia. Se ha dejado libres las manos, pero la negrura del cable lo rodea casi por completo, puede maniobrar y es lo importante: según sus cálculos, la tina estará llena para cuando salga la canción que espera. Es un dramático. Bien podría cumplir su cometido aventándose de la azotea del edificio, ahorcándose a la Ian Curtis, amarrándose y metiéndose de cabeza a la tina, pero no…vino al mundo tras una explosión sanguinolenta, entre gritos y pujidos; quiere irse del mundo en medio de una gran explosión centelleante…que nadie podrá ver. Quizá alguien algún día escuche, pero no lo sabe con certeza. Por eso la música suena tan fuerte, espera que alguien venga y le reclame, que lo saque de sí mismo. Quizá no ha escuchado la letra de la canción que suena ahora mismo, es una canción perfecta para su cometido, igual o más que la canción que está esperando. Le cuesta mantenerse en pie, da pasos laterales involuntarios, tambaleándose. No ha podido enchufar el tostador al socket, lo intenta infructuosamente una y otra vez mientras Harvey Danger canta una metáfora de los discos de música como la vida misma. Si yo fuera el personaje de esta historia el cuento ya habría acabado; si yo fuera él, me mataría con esa canción de Harvey Danger. En fin, que no consigue embocar el maldito tostador, pero no se rinde; es curioso cómo se ha rendido ante la vida, pero no ante la muerte. Pero ahí está, con su sonrisa torcida por la noche en vela y el alcohol corroyendo sus gestos y sus pensamientos. Canta con mucho sentimiento, “there´s a hole in the middle, you can´t seem to fill”, dice Harvey y él repite religiosamente. Canturrea como sus ebrios labios le permiten, con los ojos llorosos, no sabemos si por culpa del humo encerrado en el baño, que se junta con el vapor del agua caliente que inunda la bañera. Las puertas están cerradas, el humo no tiene salida. Tampoco él la tiene. No hay salida ni para humanos ni para humos en esta casa, al menos aparentemente. Veía sus deseos retozando en los oasis de su mente, el fracaso y la humillación le desdibujaron el rostro. En el puente de la canción de nuevo pensó en aquellos que lo habían herido, decepcionado de la vida. Pensó en su hermano, a quien tras mucho tiempo de no ver, volvía a su vida, sólo para tomar el riñón que necesitaba y largarse con el riñón y con la mujer del hombre que le dio aquel riñón. ¿Cómo levantarse de aquello? No era tarea sencilla, al menos no tan sencilla como envolverse en un cable y aventarse a la tina de tu propio baño. El acabose fue aquella nota que encontró esta misma mañana, escondida en un libro al que sólo recurría en sus momentos más aciagos: Al este del edén de John Steinbeck. Su hermano lo sabía y colocó estratégicamente esa nota en la página donde Kate se suicida. Él lo tomó como un presagio, como un descarado consejo de su hermano. Un libro sobre dos hermanos que se debaten entre el amor y el odio, donde uno se venga del otro llevándolo a conocer a su madre la madrota, la que no siente nada por nadie, que ve su mundo hecho pedazos cuando su hijo la ve como realmente es. Y la nota decía: “quiero vivir, hermano. Tú jamás me habrías dado tu riñón de buena gana. Si de algo sirve, lo siento mucho”. Y lo terrible era eso, que sí lo hubiera hecho, que a pesar de todo el daño que se habían hecho en vida, era su hermano y la sangre es más densa que el agua, que ese vínculo los unía irrevocablemente, que le habría dado el riñón si lo hubiera pedido, pero lo tuvo que tomar con engaños, con estratagemas. Y encima se había llevado a su mujer, a la muy ladina, que se llevó todas las antologías de poemas y los libros valiosos que poseían, junto a sus ganas de vivir. Era insoportable. Y entonces…entonces sonó…reconoció aquel xilófono etéreo que vaticinaba el inicio de la canción y el final de su vida. Sal líquida bajó por sus ojos al encuentro con su boca. A job that slowly kills you, bruises that won´t heal. You look so tired, unhappy. Cantó como nunca había cantado, con el corazón explotando en el pecho, con el alma en el vilo de la muerte, aferrándose a la vida; con la pasión del hombre que ya sólo tiene una canción por vivir. I´ll take a quiet life, a handshake of carbon monoxide, with no alarms and no surprises. No alarms and no surprises. Este sería su último dolor de estómago, sin alarmas, sin sorpresas. Cuando llegara la parte de la casa hermosa, el jardín hermoso (let me out of here! let me out of here!), sería el momento en el que se aventaría a la tina. Estaba todo dispuesto. Sería hermoso, tan hermoso como la canción número diez del tercer disco de Radiohead y mejor álbum de los años noventa.
Y el momento ha llegado. Le precede un pequeño puente musical, se santigua, hace las paces con Dios: such a pretty house and such a pretty garden, no alarms and no surprises. Ahí va, como bólido suicida arrojándose a la muerte. La música acaba, el xilófono corta de golpe, el sonido de la electricidad chocando con el agua nunca llega: se queda ahí, mojado y envuelto en un cable de tostador, con la incertidumbre de quien fracasa hasta en sus intentos por matarse.

2
Había llegado muy temprano, lo extrañaba mucho, una sonrisa, mezcla de alivio y ansiedad se dibujaba en su cara. La ventana del taxi iba abierta totalmente, el viento izaba sus largos castaños al vuelo. El trayecto era largo, no tan largo como el viaje pero la espera le carcomía. Estaba cansada, su vuelo había hecho una escala en Tallahassee y otra en Nueva Orleans; llevaba todo el día anterior viajando, sentada en un avión. Le había ido muy bien, el evento había sido un éxito y su conferencia había sido sonoramente aplaudida. Llevaba un mes fuera de su casa, su país. Extrañaba su cama, el calor de su cuerpo, despertar y ver aquellos ojos cafés que podía sentir perforando su espalda cuando él se levantaba antes que ella. Extrañaba la comida mexicana, la música, sus amigos; pero sobre todo extrañaba la comodidad de no ser una extranjera, la calidez de la jerga mexicana y las mentadas de madre de claxon. Ya quería llegar. Se sentía extraña en aquel taxi amarillo que había tomado en el aeropuerto. A través de la ventana veía  las cosas aparecer y desaparecer tan rápido como sólo puede suceder a una hora tan temprana como la que era. Faltaba poco para las seis de la mañana, la ciudad que la había visto nacer y hacerse mujer se erigía imponente ante las ventanas del taxi. El segundo piso del periférico bajo sus pies, sentía levitar mientras el ronroneo del auto la aletargaba. Cabeceaba un poco, pero quería verlo todo, ver tras la ventana era como ver la televisión. La tele daba en su programación muchos locales cerrados, gente madrugadora deambulando por las calles y el ruido de los autos rodeaba toda la avenida. Recordaba menos contaminada la ciudad, los edificios al fondo del cuadro que veía por la ventana se veían difuminados por una espesa capa de smog que impregnaba el horizonte. Lejos quedaron los limpios paisajes de la provincia estadounidense, el inglés que tanto le gustaba hablar; en ese momento se dio cuenta de porqué había vuelto a la ciudad: si no fuera por él, jamás habría regresado, bien podía vivir sin él, pero no quería. Estaba arraigado en sus pensamientos, incluso los rubios altos que la habían cortejado en su viaje no le podían alejar de la mente a su novio. No se arrepentía de no haber cedido a los coqueteos en inglés que le llovieron aquí y acuyá. Al contrario, estaba orgullosa de su entereza, de su voluntad y sus deseos; ningún calor era equiparable al de él, ningún afecto de una noche valía la pena comparado al amor de él, ningún hombre la hacía sentir como él, querida y valorada. Cuando estaba platicando con cualquier otra persona, las pláticas siempre eran una manera de eludirse del silencio, sin embargo con él todo era distinto, el silencio era cómodo, la plática fluía sin las prefijaciones de las que los hombres solemos dotar a los diálogos con tal de que se hable de aquello de lo que se puede hablar. Quería sus besos, su plática, su oído atento que sabe escuchar. Por él, Estados Unidos y la promesa del sueño americano eran un proyecto desdeñable. Si no duele el dejar algo, no es un sacrificio. El american way of life la seducía, la opulencia enarbola los sueños de quien no tiene nada, como ella que siempre careció de todo, afecto más que nada; un padre ausente y adicto al trabajo, una madre hermosa y vanidosa no supieron darle el cariño y atención que merecía. Entonces se dedicó con fruición a los estudios, el amor de los libros era incondicional, se sentía más cerca de Kavafis que de casi todo el mundo, excepto él, por supuesto.
Al fondo ya se dibujaba el complejo departamental donde vivía. El pulso se le aceleró, el corazón cimbraba el costado de su pecho, la saliva se volatizaba en su boca; una sonrisa amplia le coloreó la cara. En ese momento recordó que no llevaba maquillaje, pero desechó la idea de pintarse, su novio la amaba como era y estaría muy feliz de verla. El taxi se detuvo a orden suya cuando el edificio de su casa estuvo enfrente. Extrañaba los muros descarapelados de su querido edificio veintisiete, incluso descubrió unas ganas insólitas de saludar a los vecinos a los que les evitaba los ojos desde que se mudó ahí con su novio. El taxímetro contaba algunos cientos de pesos; cualquier cosa para ella, que su sueldo durante un mes fue en puros dólares. Pagó y dejó una generosa propina al conductor: ella apreciaba el silencio y él había tenido la decencia de no dirigirle la palabra durante el viaje más que cuando fuera estrictamente necesario. Bajó del taxi con la emoción de quien va a llegar a su casa, al fragor de los besos de quien ama tras un largo periodo de ausencia. Ya lo quería. Cargó su equipaje trabajosamente: se fue con dos maletas y volvía con cinco. Recuerdos de su viaje, regalos para él, su madre, su hermana, ropa, libros y un largo etcétera. Sus maletas estaban repletas de los vestigios de un gran viaje. Apuró los pasos tanto como pudo. No le había avisado de su llegada, quería darle una sorpresa. Él creía que tenía que ir por ella al aeropuerto dentro de cinco días, pero la verdad es que ella le había mentido para sorprenderlo dormido, quería ver esos ojos suyos iluminarse a la luz de ella, quería recordar ese momento en que los ojos de él se despegaran de los brazos del sueño y la reconocieran unos segundos después. Abrió la puerta del edificio. De su interior salía el ruido de una canción que no reconocía, era una música alegre, pero la letra era triste. No reconocía de qué ventana salía pero era algún vecino suyo. Le dio curiosidad la canción, deseó saber su nombre, así como saber quién era ese vecino desvergonzado que tenía la música tan fuerte a las seis y tantos de la mañana. Subió las escaleras de la estancia, cargando como podía sus maletas a través de los escalones; tarea herculeana impulsada por el ansia que la embargaba. Maldijo al portero, por flojo irresponsable. Una miríada de escaleras se desenrollaba frente a ella, subió, cada vez más cansada pero más alegre. Llegó a su piso al tiempo que Brahms disponía las últimas notas de una danza húngara; en las puertas de sus vecinos había coronas de navidad o adornos más ridículos y vainillas. Incluso la caja de fusibles de luz estaba adornada navideñamente. La música de su vecino se escuchaba con más estruendo, las posibilidades se redujeron, ahora estaba segura de que el vecino ruidoso y desfachatado era el hombre que vivía con su mujer en el número 505, probablemente no estaba su esposa, pensó ella. Del departamento emanaba un ligero olor a basura y suciedad, también salía una canción que distinguió al instante: Little round mirrors. Se sintió orgullosa de reconocerla, años de escuchar los discos abandonados de su padre por fin rendían algún fruto, pensó que ahora tenía un vínculo con aquel hombre tan extraño. “There´s a hole in the middle you can´t seem to fill”. Al son de la música recuerdos melancólicos de su infancia empezaban a arremolinarse en su cabeza, afortunadamente la puerta de su casa ya estaba frente a ella para disipar aquellas memorias. 509. Sacó la llave y abrió la puerta lenta, silenciosamente. Lo único que delataba su llegada era el ruido de las ruedas de las maletas y el tímido chirrido de la puerta al abrir. Ante ella apareció su sala, sus estantes de libros, los muebles donde alojaba parte de sus recuerdos y la cocina. Casa. Hogar. Por fin. Por fin. Al fondo veía los burós al lado de la puerta de su cuarto. La puerta estaba entreabierta, cosa rara porque usualmente siempre dormían con la puerta cerrada. Dejó su equipaje en la sala y caminó hacia el cuarto, sonriente. La canción de Harvey había terminado y empezaba a sonar una especie de nana, de canción de cuna. A heart that´s full up like a landfill, a job that slowly kills you, bruises that won´t heal. Los burós afuera de su cuarto se cimbraban, los recuerdos que había en ellos se caían del mueble para chocar con el tapete del piso. Eran fotos con su novio, regalos que le había dado él por mil y un razones. Rápido iban al encuentro del tapete: recuerdos quebrados en el piso. They don´t…they don´t speak for us. I´ll take a quiet life, a handshake of carbon monoxide. Estaba al lado de la puerta y entonces…escuchó: un suspiro cálido que se aceleraba hasta convertirse en un gemido, el sonido de piel chocando contra piel, el piso vibrando, el colchón chirriando, el sonido del vacío siendo ocupado. Abrió la puerta de par en par. Él estaba encima y adentro de una mujer. La desnudez, el sudor, el olor a sexo. Silent. Silence. This is my final fit, my final bellyache. Alarma. Sorpresa. Sueños hechos pedazos. Un grito desgarrador, iracundo y melancólico…Una mujer desnuda que cubre su cuerpo con su ropa recién recogida del piso le dice “lo siento”, corrió del cuarto con los ojos mirando el piso, siempre al piso, y abandonó el departamento. Amor. Odio. Desprecio. Asco. Decepción. Sal. Cosas volando. Una fotografía enmarcada se hace añicos contra la pared, una taza muere después, luego una botella desparrama whiskey por la pared, muñecos de porcelana. Crash. Crash. Crash. Más odio. ¿Por qué? Este no es el sueño americano, esta es la vida real. Crash, crash. La vida haciéndose pedazos por el terrible amor. Una televisión que se cae, un hombre a medio vestir huye del cuarto. Ella lo persigue, aventando toda clase de improperios, todo objeto que encuentra, los recuerdos disparándose contra las paredes, su puntería es muy mala. La puerta del departamento se abre, un hombre sale; ella va a la cocina, toma el tostador y va por él. Es la última bala y la hará valer. Él corre por el pasillo, quiere explicar, pero no hay nada que explicar, se detiene frente a la caja de fusibles, descalzo, con el cierre abajo, sin playera, jadeando; pide tregua con un ademán de la mano siniestra. Ella maldice e hijoputea. Such a pretty house and such a pretty garden (let me out of here!). Un tostador vuela magistralmente, un bólido de odio que va al encuentro de una cabeza. El dueño de la cabeza se agacha, felinamente. El tostador da de lleno con la caja de fusibles, el sonido de la electricidad extinguiéndose aparece. La luz se acaba.



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