1
Amanecía. Ya los rayos salían de su letargo para acariciar
las paredes descarapeladas del edificio veintisiete. Era una bella mañana, casi
como cualquier otra, excepto que esta sucedía ahora y ese detalle la resaltaba
sobremanera: hoy. Un par de pájaros madrugadores cantan al alba centelleante.
Incluso a través de las ventanas cerradas llega el rumor de aquel canto alado
de los mil demonios. La gente duerme. Son poco más de las seis de la mañana, la
gente decente y afortunada todavía no despega ni la cabeza de la almohada, ni
su cuerpo del arrobo del sueño. Sin embargo, hay quienes no han dormido; las
noches tortuosas o tórridas provocan ayuno de sueño. En algún departamento del
gran complejo de cemento, en el edificio veintisiete, hay un hombre cualquiera
que está escuchando música. El sonido es bastante fuerte para las seis de la
mañana, sin embargo a nadie parece importarle. Su aliento huele a whiskey
barato, tabaco, cebolla y desazón. Danza por su departamento, como bailarina en
el Bolschoi, grácil como sólo son los borrachos melancólicos. Los únicos
testigos de su ridículo son los recuerdos que almacena en los muebles de su
pequeña sala; fotografías, posters, piedras, dibujos, cuadros, juguetes. Los
recuerdos se contonean con cada allegro que lo hace brincar de un lado a otro
de la sala: es un edificio viejo que se cimbra igual con el amor o con el
baile. Está esperando una canción en específico. No ha pegado los ojos en toda
la noche, esperando hallar sentido al fondo de la botella antes de anegarse en
whiskey. Quizá encontrar algo de alivio, quizá como castigo por ser tan ingenuo.
Pero el alivio no llega, es temprano y el alivio se duerme tarde y se despierta
más tarde todavía. Y entonces espera en vano. Sólo puede pensar en su hermano,
en el riñón que le falta y en la mujer que ha perdido. Y espera. La sensación
no se va, sólo se le ha adormecido la cara y el baile no espanta sus demonios
que se arremolinan en el cuarto al son de Brahms. Tan terrible es la espera que
se abalanza a la cocina. Es un verdadero chiquero cochambroso. Un pequeño
rascacielos de platos sucios, con comida tiesa y apestosa coronan el lavabo,
muchas tazas con restos de café desperdigadas por la mesa. Pero ahí está lo que
estaba buscando. Lo desconecta y lo toma entre sus manos. Es un tostador de
sándwiches. Baila con él por un rato, imaginando que está en otro sitio, lejos
bien lejos. Donde sea menos aquí y ahora. Maldice a su hermano. Maldice a su
mujer. Un riñón acabó con el mundo como lo conocía. Y baila. Baila y procura
olvidar los golpes de la vida. La canción está por llegar a su fin, bailando se
lleva el tostador al baño mientras la botella de whiskey se columpia en el
bolsillo de su pijama. El departamento es pequeño y llega muy pronto al baño,
deja el tostador en el asiento del retrete, saca de su bolsillo el whiskey y da
un gran sorbo que le inunda la boca con el aroma del roble, malta, vainilla y
nuez. Se abalanza sobre la tina y abre el grifo hasta donde puede girar la
manivela. La espera deberá concluir en algún momento. Y se está preparando para
ello. El grifo escupe agua mientras él se envuelve con el cable del tostador,
afortunadamente para sus propósitos, el cable es bastante largo y lo envuelve
con suficiencia. Se ha dejado libres las manos, pero la negrura del cable lo rodea
casi por completo, puede maniobrar y es lo importante: según sus cálculos, la
tina estará llena para cuando salga la canción que espera. Es un dramático.
Bien podría cumplir su cometido aventándose de la azotea del edificio,
ahorcándose a la Ian Curtis, amarrándose y metiéndose de cabeza a la tina, pero
no…vino al mundo tras una explosión sanguinolenta, entre gritos y pujidos;
quiere irse del mundo en medio de una gran explosión centelleante…que nadie
podrá ver. Quizá alguien algún día escuche, pero no lo sabe con certeza. Por
eso la música suena tan fuerte, espera que alguien venga y le reclame, que lo
saque de sí mismo. Quizá no ha escuchado la letra de la canción que suena ahora
mismo, es una canción perfecta para su cometido, igual o más que la canción que
está esperando. Le cuesta mantenerse en pie, da pasos laterales involuntarios,
tambaleándose. No ha podido enchufar el tostador al socket, lo intenta
infructuosamente una y otra vez mientras Harvey Danger canta una metáfora de
los discos de música como la vida misma. Si yo fuera el personaje de esta
historia el cuento ya habría acabado; si yo fuera él, me mataría con esa
canción de Harvey Danger. En fin, que no consigue embocar el maldito tostador,
pero no se rinde; es curioso cómo se ha rendido ante la vida, pero no ante la
muerte. Pero ahí está, con su sonrisa torcida por la noche en vela y el alcohol
corroyendo sus gestos y sus pensamientos. Canta con mucho sentimiento, “there´s a hole in the middle, you can´t
seem to fill”, dice Harvey y él repite religiosamente. Canturrea como sus
ebrios labios le permiten, con los ojos llorosos, no sabemos si por culpa del
humo encerrado en el baño, que se junta con el vapor del agua caliente que
inunda la bañera. Las puertas están cerradas, el humo no tiene salida. Tampoco
él la tiene. No hay salida ni para humanos ni para humos en esta casa, al menos
aparentemente. Veía sus deseos retozando en los oasis de su mente, el fracaso y
la humillación le desdibujaron el rostro. En el puente de la canción de nuevo
pensó en aquellos que lo habían herido, decepcionado de la vida. Pensó en su
hermano, a quien tras mucho tiempo de no ver, volvía a su vida, sólo para tomar
el riñón que necesitaba y largarse con el riñón y con la mujer del hombre que
le dio aquel riñón. ¿Cómo levantarse de aquello? No era tarea sencilla, al
menos no tan sencilla como envolverse en un cable y aventarse a la tina de tu
propio baño. El acabose fue aquella nota que encontró esta misma mañana,
escondida en un libro al que sólo recurría en sus momentos más aciagos: Al este
del edén de John Steinbeck. Su hermano lo sabía y colocó estratégicamente esa
nota en la página donde Kate se suicida. Él lo tomó como un presagio, como un
descarado consejo de su hermano. Un libro sobre dos hermanos que se debaten
entre el amor y el odio, donde uno se venga del otro llevándolo a conocer a su
madre la madrota, la que no siente nada por nadie, que ve su mundo hecho
pedazos cuando su hijo la ve como realmente es. Y la nota decía: “quiero vivir,
hermano. Tú jamás me habrías dado tu riñón de buena gana. Si de algo sirve, lo
siento mucho”. Y lo terrible era eso, que sí lo hubiera hecho, que a pesar de
todo el daño que se habían hecho en vida, era su hermano y la sangre es más
densa que el agua, que ese vínculo los unía irrevocablemente, que le habría
dado el riñón si lo hubiera pedido, pero lo tuvo que tomar con engaños, con
estratagemas. Y encima se había llevado a su mujer, a la muy ladina, que se
llevó todas las antologías de poemas y los libros valiosos que poseían, junto a
sus ganas de vivir. Era insoportable. Y entonces…entonces sonó…reconoció aquel
xilófono etéreo que vaticinaba el inicio de la canción y el final de su vida.
Sal líquida bajó por sus ojos al encuentro con su boca. A job that slowly kills you, bruises that won´t heal. You look so
tired, unhappy. Cantó como nunca había cantado, con el corazón explotando
en el pecho, con el alma en el vilo de la muerte, aferrándose a la vida; con la
pasión del hombre que ya sólo tiene una canción por vivir. I´ll take a quiet life, a handshake of carbon monoxide, with no alarms
and no surprises. No alarms and no surprises. Este sería su último dolor de
estómago, sin alarmas, sin sorpresas. Cuando llegara la parte de la casa
hermosa, el jardín hermoso (let me out of
here! let me out of here!), sería el momento en el que se aventaría a la
tina. Estaba todo dispuesto. Sería hermoso, tan hermoso como la canción número
diez del tercer disco de Radiohead y mejor álbum de los años noventa.
Y el momento ha llegado. Le precede un pequeño puente
musical, se santigua, hace las paces con Dios: such a pretty house and such a pretty garden, no alarms and no
surprises. Ahí va, como bólido suicida arrojándose a la muerte. La música acaba,
el xilófono corta de golpe, el sonido de la electricidad chocando con el agua
nunca llega: se queda ahí, mojado y envuelto en un cable de tostador, con la
incertidumbre de quien fracasa hasta en sus intentos por matarse.
2
Había llegado muy temprano, lo extrañaba mucho, una
sonrisa, mezcla de alivio y ansiedad se dibujaba en su cara. La ventana del
taxi iba abierta totalmente, el viento izaba sus largos castaños al vuelo. El
trayecto era largo, no tan largo como el viaje pero la espera le carcomía. Estaba
cansada, su vuelo había hecho una escala en Tallahassee y otra en Nueva
Orleans; llevaba todo el día anterior viajando, sentada en un avión. Le había
ido muy bien, el evento había sido un éxito y su conferencia había sido
sonoramente aplaudida. Llevaba un mes fuera de su casa, su país. Extrañaba su
cama, el calor de su cuerpo, despertar y ver aquellos ojos cafés que podía
sentir perforando su espalda cuando él se levantaba antes que ella. Extrañaba
la comida mexicana, la música, sus amigos; pero sobre todo extrañaba la
comodidad de no ser una extranjera, la calidez de la jerga mexicana y las
mentadas de madre de claxon. Ya quería llegar. Se sentía extraña en aquel taxi
amarillo que había tomado en el aeropuerto. A través de la ventana veía las cosas aparecer y desaparecer tan rápido
como sólo puede suceder a una hora tan temprana como la que era. Faltaba poco
para las seis de la mañana, la ciudad que la había visto nacer y hacerse mujer
se erigía imponente ante las ventanas del taxi. El segundo piso del periférico
bajo sus pies, sentía levitar mientras el ronroneo del auto la aletargaba.
Cabeceaba un poco, pero quería verlo todo, ver tras la ventana era como ver la
televisión. La tele daba en su programación muchos locales cerrados, gente
madrugadora deambulando por las calles y el ruido de los autos rodeaba toda la
avenida. Recordaba menos contaminada la ciudad, los edificios al fondo del
cuadro que veía por la ventana se veían difuminados por una espesa capa de smog
que impregnaba el horizonte. Lejos quedaron los limpios paisajes de la
provincia estadounidense, el inglés que tanto le gustaba hablar; en ese momento
se dio cuenta de porqué había vuelto a la ciudad: si no fuera por él, jamás
habría regresado, bien podía vivir sin él, pero no quería. Estaba arraigado en
sus pensamientos, incluso los rubios altos que la habían cortejado en su viaje
no le podían alejar de la mente a su novio. No se arrepentía de no haber cedido
a los coqueteos en inglés que le llovieron aquí y acuyá. Al contrario, estaba
orgullosa de su entereza, de su voluntad y sus deseos; ningún calor era
equiparable al de él, ningún afecto de una noche valía la pena comparado al
amor de él, ningún hombre la hacía sentir como él, querida y valorada. Cuando
estaba platicando con cualquier otra persona, las pláticas siempre eran una
manera de eludirse del silencio, sin embargo con él todo era distinto, el
silencio era cómodo, la plática fluía sin las prefijaciones de las que los
hombres solemos dotar a los diálogos con tal de que se hable de aquello de lo
que se puede hablar. Quería sus besos, su plática, su oído atento que sabe
escuchar. Por él, Estados Unidos y la promesa del sueño americano eran un
proyecto desdeñable. Si no duele el dejar algo, no es un sacrificio. El american way of life la seducía, la
opulencia enarbola los sueños de quien no tiene nada, como ella que siempre
careció de todo, afecto más que nada; un padre ausente y adicto al trabajo, una
madre hermosa y vanidosa no supieron darle el cariño y atención que merecía.
Entonces se dedicó con fruición a los estudios, el amor de los libros era
incondicional, se sentía más cerca de Kavafis que de casi todo el mundo,
excepto él, por supuesto.
Al fondo ya se dibujaba el complejo departamental donde
vivía. El pulso se le aceleró, el corazón cimbraba el costado de su pecho, la
saliva se volatizaba en su boca; una sonrisa amplia le coloreó la cara. En ese
momento recordó que no llevaba maquillaje, pero desechó la idea de pintarse, su
novio la amaba como era y estaría muy feliz de verla. El taxi se detuvo a orden
suya cuando el edificio de su casa estuvo enfrente. Extrañaba los muros
descarapelados de su querido edificio veintisiete, incluso descubrió unas ganas
insólitas de saludar a los vecinos a los que les evitaba los ojos desde que se
mudó ahí con su novio. El taxímetro contaba algunos cientos de pesos; cualquier
cosa para ella, que su sueldo durante un mes fue en puros dólares. Pagó y dejó
una generosa propina al conductor: ella apreciaba el silencio y él había tenido
la decencia de no dirigirle la palabra durante el viaje más que cuando fuera
estrictamente necesario. Bajó del taxi con la emoción de quien va a llegar a su
casa, al fragor de los besos de quien ama tras un largo periodo de ausencia. Ya
lo quería. Cargó su equipaje trabajosamente: se fue con dos maletas y volvía
con cinco. Recuerdos de su viaje, regalos para él, su madre, su hermana, ropa,
libros y un largo etcétera. Sus maletas estaban repletas de los vestigios de un
gran viaje. Apuró los pasos tanto como pudo. No le había avisado de su llegada,
quería darle una sorpresa. Él creía que tenía que ir por ella al aeropuerto
dentro de cinco días, pero la verdad es que ella le había mentido para
sorprenderlo dormido, quería ver esos ojos suyos iluminarse a la luz de ella,
quería recordar ese momento en que los ojos de él se despegaran de los brazos
del sueño y la reconocieran unos segundos después. Abrió la puerta del edificio.
De su interior salía el ruido de una canción que no reconocía, era una música
alegre, pero la letra era triste. No reconocía de qué ventana salía pero era
algún vecino suyo. Le dio curiosidad la canción, deseó saber su nombre, así
como saber quién era ese vecino desvergonzado que tenía la música tan fuerte a
las seis y tantos de la mañana. Subió las escaleras de la estancia, cargando
como podía sus maletas a través de los escalones; tarea herculeana impulsada
por el ansia que la embargaba. Maldijo al portero, por flojo irresponsable. Una
miríada de escaleras se desenrollaba frente a ella, subió, cada vez más cansada
pero más alegre. Llegó a su piso al tiempo que Brahms disponía las últimas notas
de una danza húngara; en las puertas de sus vecinos había coronas de navidad o
adornos más ridículos y vainillas. Incluso la caja de fusibles de luz estaba
adornada navideñamente. La música de su vecino se escuchaba con más estruendo,
las posibilidades se redujeron, ahora estaba segura de que el vecino ruidoso y
desfachatado era el hombre que vivía con su mujer en el número 505,
probablemente no estaba su esposa, pensó ella. Del departamento emanaba un
ligero olor a basura y suciedad, también salía una canción que distinguió al
instante: Little round mirrors. Se
sintió orgullosa de reconocerla, años de escuchar los discos abandonados de su
padre por fin rendían algún fruto, pensó que ahora tenía un vínculo con aquel
hombre tan extraño. “There´s a hole in
the middle you can´t seem to fill”. Al son de la música recuerdos
melancólicos de su infancia empezaban a arremolinarse en su cabeza,
afortunadamente la puerta de su casa ya estaba frente a ella para disipar aquellas
memorias. 509. Sacó la llave y abrió la puerta lenta, silenciosamente. Lo único
que delataba su llegada era el ruido de las ruedas de las maletas y el tímido
chirrido de la puerta al abrir. Ante ella apareció su sala, sus estantes de
libros, los muebles donde alojaba parte de sus recuerdos y la cocina. Casa.
Hogar. Por fin. Por fin. Al fondo veía los burós al lado de la puerta de su
cuarto. La puerta estaba entreabierta, cosa rara porque usualmente siempre
dormían con la puerta cerrada. Dejó su equipaje en la sala y caminó hacia el
cuarto, sonriente. La canción de Harvey había terminado y empezaba a sonar una
especie de nana, de canción de cuna. A
heart that´s full up like a landfill, a job that slowly kills you, bruises that
won´t heal. Los burós afuera de su cuarto se cimbraban, los recuerdos que
había en ellos se caían del mueble para chocar con el tapete del piso. Eran
fotos con su novio, regalos que le había dado él por mil y un razones. Rápido
iban al encuentro del tapete: recuerdos quebrados en el piso. They don´t…they don´t speak for us. I´ll
take a quiet life, a handshake of carbon monoxide. Estaba al lado de la
puerta y entonces…escuchó: un suspiro cálido que se aceleraba hasta convertirse
en un gemido, el sonido de piel chocando contra piel, el piso vibrando, el
colchón chirriando, el sonido del vacío siendo ocupado. Abrió la puerta de par
en par. Él estaba encima y adentro de una mujer. La desnudez, el sudor, el olor
a sexo. Silent. Silence. This is my final
fit, my final bellyache. Alarma. Sorpresa. Sueños hechos pedazos. Un grito
desgarrador, iracundo y melancólico…Una mujer desnuda que cubre su cuerpo con
su ropa recién recogida del piso le dice “lo siento”, corrió del cuarto con los
ojos mirando el piso, siempre al piso, y abandonó el departamento. Amor. Odio.
Desprecio. Asco. Decepción. Sal. Cosas volando. Una fotografía enmarcada se
hace añicos contra la pared, una taza muere después, luego una botella
desparrama whiskey por la pared, muñecos de porcelana. Crash. Crash. Crash. Más
odio. ¿Por qué? Este no es el sueño americano, esta es la vida real. Crash,
crash. La vida haciéndose pedazos por el terrible amor. Una televisión que se
cae, un hombre a medio vestir huye del cuarto. Ella lo persigue, aventando toda
clase de improperios, todo objeto que encuentra, los recuerdos disparándose
contra las paredes, su puntería es muy mala. La puerta del departamento se
abre, un hombre sale; ella va a la cocina, toma el tostador y va por él. Es la
última bala y la hará valer. Él corre por el pasillo, quiere explicar, pero no
hay nada que explicar, se detiene frente a la caja de fusibles, descalzo, con
el cierre abajo, sin playera, jadeando; pide tregua con un ademán de la mano
siniestra. Ella maldice e hijoputea. Such
a pretty house and such a pretty garden (let me out of here!). Un tostador
vuela magistralmente, un bólido de odio que va al encuentro de una cabeza. El
dueño de la cabeza se agacha, felinamente. El tostador da de lleno con la caja
de fusibles, el sonido de la electricidad extinguiéndose aparece. La luz se
acaba.
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