Miraba al espejo y éste le regresaba la imagen de una mujer que si bien resultaba delgada en demasía, también parecía bastante digna y elegante. Sabía que resultaba un tanto superfluo sentirse tan animaba por invertir tanto dinero en el salón de belleza, sin embargo era lo que encontraba más viable para llenar ese agujero en su autoestima y disimular el rostro enjuto que le había obsequiado la desnutrición. Resulta increíble como unos miles de pesos pueden dejar a cualquier mujer muy satisfecha de sí misma. Es importante ser un tanto superficial cuando no hay remedio para lo que uno lleva dentro. Es que el hecho de conseguir una buena estilista que pueda teñirte el cabello, maquillarte y hacerte un corte estupendo se soluciona en cualquier salón decente, pero encontrar una maquina del tiempo o un espacio en la agenda apretadísima de Dios para solucionar una vida mal llevada no es una solución factible.
A sus cincuenta y tantos años era difícil sentirse hermosa. Era duro despertarse todos los días y ver su rostro demacrado después de haber sido una mujer muy solicitada en sus "buenos años" y es que los veintes siempre son unos buenos años. Y, en un pueblo pequeño, como había sido el de ella es fácil ser el centro de atención cuando se nace con gracia. Su madre le había enseñado a valorar su belleza como la máxima posesión, gracias a ella podría elegir entre todos al mejor de los pretendientes y con ello a la mejor de las vidas: conseguiría un esposo apuesto y bien acomodado, para después tener hijos hermosos a los que no les faltara nada y así de simple, esa gracia con la que Dios la había bendecido era la llave a la felicidad. Recordaba los consejos de su adre cada mañana que se veía frente al espejo y veía aquel rostro más moreno, con más paño, más arrugado... más muerto. Sus ojos apenas y se animaban a mirar más abajo, odiaban encontrarse con unos pechos caídos, un vientre flácido y un sexo desierto. Suspiraba por su marido muerto, ese hombre que había sido el único hombre (como debe ser), añoraba el amor y los deleites de la cama, pero los añoraba resignada y pacíficamente. Lo que extrañaba enardecidamente era el sentirse adorada del modo en que son adoradas las mujeres hermosas, llena de obsequios y lisonjas. Envejecer es algo muy duro para una mujer hermosa, los "hay que envejecer con dignidad" y "la belleza es interior" son frases vacías de gente que jamás ha sentido lo que es hipnotizar a un hombre sólo con parpadear, que jamás han sentido el poder de caminar y voltear los rostros de las personas con una fuerza magnética, como si se fuera un gran imán de deseo. Hoy, a su edad apenas y podía lograr un trato educado por ser casi (por meses) de la tercera edad.
El maquillaje empezó a correrse, las lágrimas eran lo único sincero en aquel rostro oculto en la parafernalia de las sobras, el rímel y las pestañas postizas. En el espejo sólo podía ver a una niña muy asustada, asustada de vivir y de haber vivido. Una niña vestida con la piel de una mujer madura que le quedaba bastante grande, lo cual formaba pliegues en los brazos, el cuello y los muslos. No podía contener las lágrimas, su nieta (de unos perfectos veintes) se apresuró a su lado y miró a la estilista que permanecía sorprendida e incómoda. La nieta se disculpó y comenzó a explicar que su abuela acababa de llegar la tarde anterior de un rancho donde la habían maltratado sobremanera...
Mientras la nieta se disculpaba y contaba la historia. Ella la escuchaba en la lejanía, con el sonido de la voz menguada por el peso de la realidad. Era atroz escuchar lo que había vivido, era atroz cuando alguien más lo narraba; para ella todo eso había sido un infierno, el hambre, el calor, el cansancio, pero cuando su nieta lo decía, todo sonaba más terrible, más crudo, más ajeno. El "lo peor es que estaba con mi tío, con su hijo. ¡Su propio hijo!" fue lo que terminó de aguijonearla. Llevaba un día en la ciudad y no terminaba de asimilar bien lo que había pasado en los últimos seis meses, en aquel rincón de Puebla. De hecho, antes de irse, cuando le recetaron aire fresco para su condición delicada, no asimilaba muy bien lo que había sido de su vida y de sus cinco décadas. Muy a pesar de que no había dejado de exonerar a su hijo desde que había llegado al departamento de su nieta, y de culpar completamente a la nuera, en el fondo de su corazón algo le decía (y ella ya lo intuía) que había hecho las cosas mal. Lo terrible no es envejecer, lo titanicamente terrible es ver los años que han pasado y ver que se han vivido mal. Ella había criado a dos hombres que no merecía la pena nombrar, había traído hijos al mundo como la mayoría de mujeres: sólo porque sí. Sus hijos no valían un centavo y eso decía mucho de lo que valía ella como madre. Tal vez debió dejar de dedicar tantas horas a mirar y acariciar su cuerpo frente al espejo cuando era joven. Lo que sea que hubiera hecho o dejado de hacer ya estaba tan firmemente definido como las arrugas que le cortaban el rostro. Tal vez por eso no dejaba de llorar, tal vez ni siquiera era consciente, tal vez lloraba para callar esa intuición que le maullaba que lo había arruinado y de paso había expulsado a dos seres al mundo que arruinarían probablemente otras vidas y así cíclicamente como una cadena infinita de estupidez humana y "amor" humano.
El día que se escapó del rancho de su hijo, se miró en los pedazos de espejo que había roto previamente en un día lluvioso, un día en el que odió su debilidad y lo lívido de su alma que se manifestaba perfectamente en una faz quemada por los rayos del sol que le golpeaban atrozmente en aquel mentado rancho. Ese día hizo una improvisada maleta y miró todos los reflejos que exhibía aquel espejo roto, al verse flaca (por el único pobre plato de frijoles que recibía al día) y vieja (porque así es la vida) empezó a gimotear sin control. Dudó en irse, se dijo que ya no estaba en posición para exigir nada, que ya no estaba en edad para sentirse digna y mucho menos para aspirar a la felicidad. Tal vez ese era el precio por una vida fácil de mujer complacida y mimada a la que los hombre le dan las cosas muy fácilmente. Su padre, que solía regalarle un caballo en cada cumpleaños y la llamaba "Mi reina", su esposo que cada día le daba obsequios haciéndola jurar que sólo a él daría sus cariños, hombres que la hicieron creer que la vida era muy sencilla, que sólo bastaba pedir las cosas y sonreír encantadoramente. A ellos les debía que ahora recoger huevos de gallina durante diez horas y limpiar la casa de su hijo vestida como criada le pareciera una vejación. Dudó un segundo un segundo que pareció alargarse tanto como los seis meses que llevaba ahí, y que siguió estirándose hasta parecer otro lustro. Sin embargo, logró desenterrar los pies de aquella tierra caliente y huyó, más por instinto de supervivencia que por convicción. Se encaminó hacia la Ciudad de México con el dolor de haber criado a un mal hombre y con el peso de cien años sobre sus cansados hombres de mujer que ha pasado a ser cadáver.
La nieta terminó de narrar la peripecia de su abuela, mientras la mujer de cincuenta y tantos años sentada frente al espejo miraba su reflejo con aire letárgico. Había dejado de llorar y había comenzado a despertar de ese pesado sueño que había sido su vida. Aún sentía cien años abrazados a su cuello y se sentía más cansada que nunca. Miró su rostro y le pareció muy feo. Sus ojos fueron a su nieta y luego a la mujer que la había transformado de un piltrafa a una mujer de apariencia sobria por el módico precio de mil trecientos pesos. Ambas la miraban con un poco de ternura y otro tanto de lástima. La lástima era a lo único que ahora podía aspirar, esa lástima que era lo que había hecho a la nieta estar ahí para ella, incómoda y comprometidamente la había llevado con su estilista de confianza e intentaba ayudarla en todo lo posible, no por amor sino por caridad. Después de escuchar la explicación de la nieta, un par de mujeres que estaban escuchando la narración se enjugaron las lágrimas, conmovidas. Pasmosamente eso hizo sentir bien al fantasma de mujer que seguía sentada frente al espejo, ¡todas esas miradas de conmiseración! Infló su pecho de paloma y recibió aún con un velo de sopor sobre las pestañas los "qué valiente", "qué fuerte" incluso los "pobrecita" le resultaron reconfortantes. Después de todo, no podía desaprovechar aunque fuera un fugaz instante, volver a ser el centro de atención.
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