Presentación

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viernes, 13 de enero de 2017

Carta hallada a un ahogado

Carta hallada a un ahogado
(Lettre trouvée sur un noyé)

Guy de Maupassant
Traducción directa del francés por Javel

¿Usted me pregunta, Madame, si me burlo de usted? ¿Usted no puede creer que un hombre no haya sido golpeado por el amor jamás, verdad? Está bien. ¡Pero yo jamás amé, jamás!
¿De dónde me viene esto? No sé. ¡Pero jamás me he encontrado en esa especie de embriaguez del corazón al que han llamado amor! ¡Jamás he caído en esa lucha, en esa exaltación, en esa locura a la que nos arroja la imagen de una mujer! ¡Jamás me persiguió ni atormentó la enfermedad de la avaricia para adueñarme de un ser que hiriéndome me parezca el más deseable de todos los bienes, la más bella de todas las creaturas, o lo más importante entre todos los universos! Yo jamás he llorado ni sufrido por alguna de ustedes. Jamás he pasado las noches con los ojos abiertos y pensando en alguna mujer. No conozco los rayos que iluminan las mañanas al pensar y recordar a ese ser. No conozco el enervamiento que nace de la esperanza al saber que ella viene, ni la divina melancolía que produce su abandono, el cual deja en la habitación un ligero olor de violetas y jazmines.
¡Jamás he amado!
Sin embargo, también me pregunto frecuentemente por qué será esto. Y verdaderamente no sé por qué. He encontrado algunas razones, sin embargo, éstas pertenecen a la Metafísica, y puede ser que usted no entienda lo esencial.
Creo que juzgo mucho a las mujeres por sufrir más que nadie sus encantos. Quiero pedirle perdón por estas palabras. Le explicaré. Hay, en toda creatura, el ser moral y el ser físico. Para amar, es necesario encontrar entre esos dos seres una harmonía que jamás hallé. Siempre uno de los dos seres se imponía al otro, ya el moral, ya el físico.
Así, la inteligencia que nos guía al amar a una mujer no tiene nada de la inteligencia viril. Esto es más o menos de este modo: cuando sucede que una mujer tiene el espíritu abierto, delicado, sensible, en fin, encantador, no tiene la necesidad ni de poseer ni de nacer en el pensamiento de los hombres, pero inevitablemente, al contar con el don de la elegancia, de la ternura y la coquetería, esa facultad de asimilación a la que llamamos razón, así se engaña, y en poco tiempo habrá un hombre desviviéndose por esa mujer. Por esto, la más grande cualidad de una mujer debe ser la sutileza, este delicado sentido que es para el espíritu como la piel para el cuerpo. Éste revela, a menudo, miles de cosas, como los contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual.
Las mujeres hermosas, las más de las veces, no poseen una inteligencia que esté en relación con su persona. Y el menor defecto de concordancia me golpea y me hiere al instante. En la amistad esto no importa. Pues en ella se han reportado los defectos y las cualidades. De este modo se han podido juzgar un amigo con su amiga, dándose perfecta cuenta ambos de lo que esto tiene de bueno, no importándoles las faltas y así aprecian todo para abandonarse a una íntima simpatía profunda y encantadora.
Pero para amar hace falta estar ciego, estar completamente libre de la visión, del razonamiento, de la comprensión. Hace falta poder adorar las bajezas lo mismo que las bellezas, renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda perspicacia.
Y yo soy incapaz de este enceguecimiento, así como un repudiador declarado de la seducción irracional.
Eso no es todo, tengo, más que nada, una idea alta y sutil de la harmonía; pero jamás se realizará mi ideal. ¡Usted me ha de tener por un loco! Escúcheme. Una mujer, a mí parecer, puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que este cuerpo y esta alma concuerden perfectamente juntos. A lo que me refiero es que las personas que tiene la nariz de cierta forma no deben poder pensar de cierta manera. Las personas gordas, no tienen el derecho de servirse de las mismas palabras y frases que las delgadas. Usted, que tiene los ojos azules, Madame, no puede considerar la existencia ni juzgar las cosas o sucesos como si tuviese los ojos negros. La perspicacia de vuestra mirada viene a corresponderse fatalmente con la perspicacia de vuestro pensamiento. He podido sentir esto por un instinto detectivesco que poseo. Ríase si quiere, pero así es.
He creído amar, sin embargo, sólo una hora, un día. Sufrí necesariamente la influencia de las circunstancias, de los hechos que me envolvían. Me dejé seducir por la mirada de una aurora. ¿Le gustaría escuchar esta historia?
Una tarde me encontré con una hermosa persona, pequeñita, exaltada, que deseaba, por una fantasía poética, pasar una noche conmigo en un bote sobre el río. Yo habría preferido un cuarto con su litera; sin embargo acepté el río con el bote.
Era el mes de junio. Mi amiga escogió una noche de luna a fin de poder llegar a la cima de la pasión.
Cenamos en una pensión que estaba a la orilla del río y nos embarcamos a eso de las diez. Encontré la aventura demasiado bestial, pero como mi compañera me agradaba, no me disgusté mucho. Me senté frente a ella, tomé los remos y partimos.
No podía negar que el espectáculo fuera hermoso. Llegamos a una isla poblada de árboles, repleta de ruiseñores; la rivera nos arrojó rápidamente en sus trémulos de plata. Los sapos arrojaban sus cantos monótonos y claros; las ranas se aglomeraban en la hierba de la orilla y el fluir del agua que se deslizaba a nuestro alrededor nos envolvía en una suerte de ruidos confusos que parecían interminables, inquietantes. Todo eso nos daba una vaga sensación de un misterioso poder.
El encanto de la noche tibia junto al reflejo de la luna bajo el agua nos penetraba. Hacía buen tiempo para flotar así y soñar y sentir cerca de sí a una joven mujer atenta y bella.
Estaba un poco emocionado, un poco turbado, un poco embriagado por la claridad de la noche pálida y por la figura de mi compañera.
<<Acérquese más a mí>>, dijo ella. La obedecí. Ella volvió a hablar: <<Dígame versos>>. Me pareció demasiado; me rehusé; ella insistió. Ella quería decididamente jugar a lo grande con la orquesta de sentimientos, desde la luna hasta le rime. Al fin cedí, y le recité para burlarme una deliciosa pieza de Louis Bouilhet, a quien pertenecen las siguientes estrofas:

Detesto, sobre todo, ese muro que humedece al ojo
de quien mirando una estrella murmura un nombre,
¿y de quién la naturaleza sería vislumbre
si en la grupa del mundo no hubiera de Lisette o Ninö [rastrojo]?

Esas encantadoras personas se abandonan a la pena,
en fin, ¿para qué interesarse por este pobre universo?
¡Atar las faldas de los árboles al piso
y escuchar con atención la blanca trompetería!

¿Qué entienden de la música divina,
eterna naturaleza de las trémulas voces,
éstos que no queriendo ir solos por los cruces de ríos peligrosos
van soñando encontrar gemidos de mujer en los bosques?

Me esperé a los reproches. Pero jamás llegaron. Ella murmuró: << ¡Eso es muy cierto! Me quedé estupefacto. ¿Habría comprendido algo?
Nuestro barco, poco a poco, se estaba aproximando a la orilla, lo enganché con una cuerda a un árbol. Por mi parte, enlacé la cintura de mi compañera y muy dulcemente acerqué mis labios a su cuello, pero ella me rechazó en un movimiento brusco e irritado. ¡Basta ya de eso! ¡Es usted un grosero!
Intenté atraerla, pero se sujetó al árbol y los dos por poco caímos al agua. Juzgué prudente detener mi persecución. Ella me dijo: <<Me gustaría hacerlo zozobrar. Estoy bien y sueño, eso sí es bueno>>, después añadió hablando maliciosamente: << ¿Creo que ya olvidó los versos que me recitó?>>  Sus palabras eran justas. Lo entendí todo.
Después dijo: << ¡Vamos, reme!>> Y así recobré mis fuerzas.
La noche era tan profunda como ridícula mi actitud. Mi compañera me preguntó si le podía hacer una promesa.
-Sí… ¿cuál?
-Permanezca tranquilo, propio y discreto, si me hace favor…
-Sí, diga.
-Mire, yo quisiera permanecer recostada sobre mi espalda, a su lado, en el fondo del barco, y mirando las estrellas.
No lo podía creer, ¡conmigo!
Ella prosiguió. <<Usted no me comprende, nos tenderemos lado a lado, pero quiero evitar que usted me toque, o me abrace, en fin… que… que me... acaricie.
Se lo prometí. Ella me advirtió: <<¡Si usted se exalta, yo hundo el bote!>>

Y henos ahí recostados, lado a lado, los ojos al cielo, sobre el filo del agua. Los vagos movimientos del barco nos mecían. Los ligeros ruidos de la noche nos parecían, ahora en el fondo del barco, diferentes; a veces, esos ruidos nos hacían temblar. ¡Sentí cómo iba creciendo en mí una extraña y desgarradora emoción, un anhelo o enternecimiento infinito, algo parecido a una necesidad de abrir mis brazos para entender, y de abrir mi corazón para amar, tenía necesidad de entregarme, de dar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida y todo mi ser a cualquiera!
Mi compañera murmuró como si soñará, << ¿Dónde estamos?>> << ¿A dónde vamos?>> << ¿Me parece que dejo la tierra?>> << ¡Qué dulce es esto! ¡Oh!, ¡¿Si usted me amara… un poco?!
Mi corazón se comenzó a batir. No pude responder nada; él me decía que la amaba. No dije nada apasionado. Así estaba bien, estar a su lado era todo lo que necesitaba.
Nos quedamos largo tiempo quietos, largo tiempo sin movernos, pero nuestras manos no resistieron más; una fuerza deliciosa nos paralizó, una fuerza desconocida, superior, una ALIANZA casta, íntima, absoluta ¡Perteneciente a unos seres cercanos que aparentemente no se pueden tocar! ¿Qué era esto? ¿Lo sabía? Era amor ¿Qué más puede ser?

El día nacía poco a poco, eran las tres de la mañana. Lentamente una gran claridad invadió el cielo. El bote chocó con alguna cosa. Me levanté. Habíamos llegado a un pequeño islote.
Yo estaba maravillado, extasiado. Frente a nosotros todo el manto celeste se iluminaba rojo, rosa, violeta, manchado de nubes incendiadas que parecían humos de oro. El agua era púrpura, mansa, y sobre la costa parecía que se incendiaba.
Me incliné hacía mi compañera, le dije <<Mira allá>>, pero ella me empujó violentamente. Ya no pude dejar de mirarla pues ella también estaba rosa, y rosa estaba su carne, sobre la cual también corría un poco del color del cielo, su cabello rosa, sus ojos rosas, sus dientes, su vestido, su encaje, su sonrisa, estaba toda rosa, y en verdad creí que había enloquecido o que en verdad la aurora estaba frente a mí.
Al fin se levantó toda ella. Dulcemente me acercó sus labios, y yo temblaba, deliraba; bien sentía que besaría el cielo, la bondad, el sueño convertido en mujer; besaría el ideal bajado a la carne humana.
Ella me dijo, <<Tienes una oruga en el pelo>> Y sonreía por eso. Sentí que había recibido el golpe de un gran mazo en la cabeza, y esto me hizo sentir triste, solo, como si hubiera perdido toda esperanza en la vida.
Esto es todo, Madame. Es pueril, osado, estúpido. Es por eso que creí, después de este día, que no amaría jamás.

Entonces… ¿qué piensa?

El joven sobre quien se encontró esta carta fue hayado ayer en el Sena, entre Bougival y Marly. Un amable marinero que se sumergió para salvar al joven, encontró este papel que apareció publicado en el periódico de ayer y que llevaba el siguiente remitente:


Para Maufrigneuse

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