Carta hallada a un ahogado
(Lettre
trouvée sur un noyé)
Guy de Maupassant
Traducción directa del francés por Javel
¿Usted me pregunta,
Madame, si me burlo de usted? ¿Usted no puede creer que un hombre no haya sido
golpeado por el amor jamás, verdad? Está bien. ¡Pero yo jamás amé, jamás!
¿De dónde me viene
esto? No sé. ¡Pero jamás me he encontrado en esa especie de embriaguez del
corazón al que han llamado amor! ¡Jamás he caído en esa lucha, en esa
exaltación, en esa locura a la que nos arroja la imagen de una mujer! ¡Jamás me
persiguió ni atormentó la enfermedad de la avaricia para adueñarme de un ser
que hiriéndome me parezca el más deseable de todos los bienes, la más bella de
todas las creaturas, o lo más importante entre todos los universos! Yo jamás he
llorado ni sufrido por alguna de ustedes. Jamás he pasado las noches con los
ojos abiertos y pensando en alguna mujer. No conozco los rayos que iluminan las
mañanas al pensar y recordar a ese ser. No conozco el enervamiento que nace de
la esperanza al saber que ella viene, ni la divina melancolía que produce su
abandono, el cual deja en la habitación un ligero olor de violetas y jazmines.
¡Jamás he amado!
Sin embargo, también
me pregunto frecuentemente por qué será esto. Y verdaderamente no sé por qué.
He encontrado algunas razones, sin embargo, éstas pertenecen a la Metafísica, y
puede ser que usted no entienda lo esencial.
Creo que juzgo mucho a
las mujeres por sufrir más que nadie sus encantos. Quiero pedirle perdón por
estas palabras. Le explicaré. Hay, en toda creatura, el ser moral y el ser
físico. Para amar, es necesario encontrar entre esos dos seres una harmonía que
jamás hallé. Siempre uno de los dos seres se imponía al otro, ya el moral, ya
el físico.
Así, la inteligencia
que nos guía al amar a una mujer no tiene nada de la inteligencia viril. Esto
es más o menos de este modo: cuando sucede que una mujer tiene el espíritu
abierto, delicado, sensible, en fin, encantador, no tiene la necesidad ni de
poseer ni de nacer en el pensamiento de los hombres, pero inevitablemente, al
contar con el don de la elegancia, de la ternura y la coquetería, esa facultad
de asimilación a la que llamamos razón, así se engaña, y en poco tiempo habrá
un hombre desviviéndose por esa mujer. Por esto, la más grande cualidad de una
mujer debe ser la sutileza, este delicado sentido que es para el espíritu como
la piel para el cuerpo. Éste revela, a menudo, miles de cosas, como los
contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual.
Las mujeres hermosas,
las más de las veces, no poseen una inteligencia que esté en relación con su
persona. Y el menor defecto de concordancia me golpea y me hiere al instante. En
la amistad esto no importa. Pues en ella se han reportado los defectos y las
cualidades. De este modo se han podido juzgar un amigo con su amiga, dándose
perfecta cuenta ambos de lo que esto tiene de bueno, no importándoles las
faltas y así aprecian todo para abandonarse a una íntima simpatía profunda y
encantadora.
Pero para amar hace
falta estar ciego, estar completamente libre de la visión, del razonamiento, de
la comprensión. Hace falta poder adorar las bajezas lo mismo que las bellezas,
renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda perspicacia.
Y yo soy incapaz de
este enceguecimiento, así como un repudiador declarado de la seducción
irracional.
Eso no es todo, tengo,
más que nada, una idea alta y sutil de la harmonía; pero jamás se realizará mi
ideal. ¡Usted me ha de tener por un loco! Escúcheme. Una mujer, a mí parecer,
puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que este cuerpo y
esta alma concuerden perfectamente juntos. A lo que me refiero es que las
personas que tiene la nariz de cierta forma no deben poder pensar de cierta
manera. Las personas gordas, no tienen el derecho de servirse de las mismas
palabras y frases que las delgadas. Usted, que tiene los ojos azules, Madame,
no puede considerar la existencia ni juzgar las cosas o sucesos como si tuviese
los ojos negros. La perspicacia de vuestra mirada viene a corresponderse
fatalmente con la perspicacia de vuestro pensamiento. He podido sentir esto por
un instinto detectivesco que poseo. Ríase si quiere, pero así es.
He creído amar, sin
embargo, sólo una hora, un día. Sufrí necesariamente la influencia de las
circunstancias, de los hechos que me envolvían. Me dejé seducir por la mirada
de una aurora. ¿Le gustaría escuchar esta historia?
Una tarde me encontré
con una hermosa persona, pequeñita, exaltada, que deseaba, por una fantasía poética,
pasar una noche conmigo en un bote sobre el río. Yo habría preferido un cuarto
con su litera; sin embargo acepté el río con el bote.
Era el mes de junio.
Mi amiga escogió una noche de luna a fin de poder llegar a la cima de la pasión.
Cenamos en una pensión
que estaba a la orilla del río y nos embarcamos a eso de las diez. Encontré la
aventura demasiado bestial, pero como mi compañera me agradaba, no me disgusté
mucho. Me senté frente a ella, tomé los remos y partimos.
No podía negar que el
espectáculo fuera hermoso. Llegamos a una isla poblada de árboles, repleta de ruiseñores;
la rivera nos arrojó rápidamente en sus trémulos de plata. Los sapos arrojaban
sus cantos monótonos y claros; las ranas se aglomeraban en la hierba de la
orilla y el fluir del agua que se deslizaba a nuestro alrededor nos envolvía en
una suerte de ruidos confusos que parecían interminables, inquietantes. Todo
eso nos daba una vaga sensación de un misterioso poder.
El encanto de la noche
tibia junto al reflejo de la luna bajo el agua nos penetraba. Hacía buen tiempo
para flotar así y soñar y sentir cerca de sí a una joven mujer atenta y bella.
Estaba un poco emocionado,
un poco turbado, un poco embriagado por la claridad de la noche pálida y por la
figura de mi compañera.
<<Acérquese más
a mí>>, dijo ella. La obedecí. Ella volvió a hablar: <<Dígame
versos>>. Me pareció demasiado; me rehusé; ella insistió. Ella quería
decididamente jugar a lo grande con la orquesta de sentimientos, desde la luna
hasta le rime. Al fin cedí, y le
recité para burlarme una deliciosa pieza de Louis Bouilhet, a quien pertenecen
las siguientes estrofas:
Detesto,
sobre todo, ese muro que humedece al ojo
de
quien mirando una estrella murmura un nombre,
¿y
de quién la naturaleza sería vislumbre
si
en la grupa del mundo no hubiera de Lisette o Ninö [rastrojo]?
Esas
encantadoras personas se abandonan a la pena,
en
fin, ¿para qué interesarse por este pobre universo?
¡Atar
las faldas de los árboles al piso
y
escuchar con atención la blanca trompetería!
¿Qué
entienden de la música divina,
eterna
naturaleza de las trémulas voces,
éstos
que no queriendo ir solos por los cruces de ríos peligrosos
van
soñando encontrar gemidos de mujer en los bosques?
Me
esperé a los reproches. Pero jamás llegaron. Ella murmuró: << ¡Eso es muy
cierto! Me quedé estupefacto. ¿Habría comprendido algo?
Nuestro
barco, poco a poco, se estaba aproximando a la orilla, lo enganché con una
cuerda a un árbol. Por mi parte, enlacé la cintura de mi compañera y muy
dulcemente acerqué mis labios a su cuello, pero ella me rechazó en un
movimiento brusco e irritado. ¡Basta ya de eso! ¡Es usted un grosero!
Intenté
atraerla, pero se sujetó al árbol y los dos por poco caímos al agua. Juzgué
prudente detener mi persecución. Ella me dijo: <<Me gustaría hacerlo
zozobrar. Estoy bien y sueño, eso sí es bueno>>, después añadió hablando
maliciosamente: << ¿Creo que ya olvidó los versos que me recitó?>> Sus palabras eran justas. Lo entendí todo.
Después
dijo: << ¡Vamos, reme!>> Y así recobré mis fuerzas.
La
noche era tan profunda como ridícula mi actitud. Mi compañera me preguntó si le
podía hacer una promesa.
-Sí…
¿cuál?
-Permanezca
tranquilo, propio y discreto, si me hace favor…
-Sí,
diga.
-Mire,
yo quisiera permanecer recostada sobre mi espalda, a su lado, en el fondo del
barco, y mirando las estrellas.
No
lo podía creer, ¡conmigo!
Ella
prosiguió. <<Usted no me comprende, nos tenderemos lado a lado, pero
quiero evitar que usted me toque, o me abrace, en fin… que… que me... acaricie.
Se
lo prometí. Ella me advirtió: <<¡Si usted se exalta, yo hundo el bote!>>
Y
henos ahí recostados, lado a lado, los ojos al cielo, sobre el filo del agua.
Los vagos movimientos del barco nos mecían. Los ligeros ruidos de la noche nos
parecían, ahora en el fondo del barco, diferentes; a veces, esos ruidos nos
hacían temblar. ¡Sentí cómo iba creciendo en mí una extraña y desgarradora
emoción, un anhelo o enternecimiento infinito, algo parecido a una necesidad de
abrir mis brazos para entender, y de abrir mi corazón para amar, tenía
necesidad de entregarme, de dar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida y todo mi
ser a cualquiera!
Mi
compañera murmuró como si soñará, << ¿Dónde estamos?>> << ¿A
dónde vamos?>> << ¿Me parece que dejo la tierra?>> <<
¡Qué dulce es esto! ¡Oh!, ¡¿Si usted me amara… un poco?!
Mi
corazón se comenzó a batir. No pude responder nada; él me decía que la amaba.
No dije nada apasionado. Así estaba bien, estar a su lado era todo lo que
necesitaba.
Nos
quedamos largo tiempo quietos, largo tiempo sin movernos, pero nuestras manos
no resistieron más; una fuerza deliciosa nos paralizó, una fuerza desconocida,
superior, una ALIANZA casta, íntima, absoluta ¡Perteneciente a unos seres
cercanos que aparentemente no se pueden tocar! ¿Qué era esto? ¿Lo sabía? Era
amor ¿Qué más puede ser?
El
día nacía poco a poco, eran las tres de la mañana. Lentamente una gran claridad
invadió el cielo. El bote chocó con alguna cosa. Me levanté. Habíamos llegado a
un pequeño islote.
Yo
estaba maravillado, extasiado. Frente a nosotros todo el manto celeste se iluminaba
rojo, rosa, violeta, manchado de nubes incendiadas que parecían humos de oro.
El agua era púrpura, mansa, y sobre la costa parecía que se incendiaba.
Me
incliné hacía mi compañera, le dije <<Mira allá>>, pero ella me
empujó violentamente. Ya no pude dejar de mirarla pues ella también estaba
rosa, y rosa estaba su carne, sobre la cual también corría un poco del color
del cielo, su cabello rosa, sus ojos rosas, sus dientes, su vestido, su encaje,
su sonrisa, estaba toda rosa, y en verdad creí que había enloquecido o que en
verdad la aurora estaba frente a mí.
Al
fin se levantó toda ella. Dulcemente me acercó sus labios, y yo temblaba,
deliraba; bien sentía que besaría el cielo, la bondad, el sueño convertido en
mujer; besaría el ideal bajado a la carne humana.
Ella
me dijo, <<Tienes una oruga en el pelo>> Y sonreía por eso. Sentí
que había recibido el golpe de un gran mazo en la cabeza, y esto me hizo sentir
triste, solo, como si hubiera perdido toda esperanza en la vida.
Esto
es todo, Madame. Es pueril, osado, estúpido. Es por eso que creí, después de
este día, que no amaría jamás.
Entonces…
¿qué piensa?
El
joven sobre quien se encontró esta carta fue hayado ayer en el Sena, entre
Bougival y Marly. Un amable marinero que se sumergió para salvar al joven,
encontró este papel que apareció publicado en el periódico de ayer y que llevaba
el siguiente remitente:
Para Maufrigneuse
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