Presentación

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lunes, 9 de enero de 2017

Nombre de verdad

Nombre de verdad

Margit Frenk tiene una observación sobre la hora de la muerte de Don Quijote que me parece más que interesante, por no resaltar su evidente cuidado: al momento de abjurar de su identidad en todo el libro, Alonso Quijano es el nombre que él se atribuye al momento de su muerte, pues el narrador nunca se pone de acuerdo con los testimonios de sus propios personajes. No dice Quijote “he vuelto a ser Alonso Quijano”. Sólo dice que fue don Quijote y que ahora –en el momento de su cura- es Alonso Quijano. No existe la reconversión de don Quijote. O al menos hay más de un elemento para dudar acerca de la respuesta más sencilla: curarse de la locura es reconocer la cordura, recuperar la identidad de hidalgo. Recordemos que el libro lo bautiza con el adjetivo, ya eterno para él, entendido en algún grado por todo lector, de ingenioso.
A nadie le importa su nombre verdadero, porque el nombre real era Don Quijote. Nombre real en tanto que todas las contradicciones que encierra el caballero andante jamás lo acercan a lo que quizás fue Alonso Quijano, Quijada o Quesada. Ni siquiera tenemos la certeza de que el momento de su muerte termine con Don Quijote. ¿Nos enseña Cervantes algo sobre el nombre y la realidad de una persona? Sancho fue Sancho Panza. Nunca cambia de nombre salvo cuando piensa en hacerse pastor junto a su amo. ¿Por qué todo esto lío con el nombre sólo le pasa a Don Quijote y, a lo más, a la esposa de Sancho, llamada por éste Mari Gutiérrez, Juana y Teresa Panza, la famosa oíslo? Quizás haya ahí dos formas en las que los juegos del narrador en contubernio con los personajes que manipula y que respeta al mismo tiempo se nos presentan. A pocos importa cuál sea el nombre verdadero de la esposa de Sancho; todo mundo quiere saber el nombre verdadero de don Quijote, para mantenerlo al menos en la memoria, como si eso fuera parte esencial del hombre que se nos presenta. No es sólo cuestión de importancia literaria: es que en verdad al lector poco le importa saber cuál es el nombre de Teresa Panza. Con lo poco que sabemos de ella nos basta.

Con Don Quijote queda esa duda siempre abierta si sabemos lo que sucede al final. ¿Quién es Alonso Quijano? No lo sabemos. ¿Quién es Don Quijote? Un loco. Pero eso nos desconcierta. Juegan con nosotros, con esa mezcla de elocuencia y disparates que a todo hombre desconcierta sobre Don Quijote, y que extravía a veces a Sancho. ¿Quiénes somos nosotros, los interesados en Don Quijote o en Alonso Quijano? ¿Los lectores de una biografía única, o de la parodia de los libros de caballerías o de la novela? Nadie como Cervantes puso en juego la identidad del lector de tal modo. Y es que tal vez no haya otro modo en que podamos convivir quijotescamente. No somos personajes de ese libro, pero al abrirlo nos pasa algo inusitado. No sólo es el gusto y la diversión, no sólo el respeto o la condolencia por su triste figura, la duda por su atrevimiento, la inflamación de nuestros pechos, insospechada por nosotros mismos; es la figura entera de Don Quijote, que nos hace desvariar y creer que Alonso Quijano era el hombre tras la máscara y no ésta su última máscara. La obra hija del entendimiento expone a un hombre que se bautizó y que mantiene su extraño nombre en las obras y palabras. No en coincidencia de obras y palabras, sino en pugna. Esa pugna que nos hace preguntarnos ¿no es verdad que en ese juego entre mentira y verdad somos más reales? Ironía máxima y dulce: que el personaje que todos creemos teatral sea también real. Que a este loco no podamos en verdad ignorarlo por disparatado, ni tampoco saber si lo que creíamos sobre la verdad y la mentira -lo cual se ve en cómo respetamos sin titubeos la identidad que nos da nuestro nombre desde nuestro nacimiento- es del todo certero.

Tacitus 

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