Nombre de verdad
Margit
Frenk tiene una observación sobre la hora de la muerte de Don Quijote que me
parece más que interesante, por no resaltar su evidente cuidado: al momento de
abjurar de su identidad en todo el libro, Alonso Quijano es el nombre que él se
atribuye al momento de su muerte, pues el narrador nunca se pone de acuerdo con
los testimonios de sus propios personajes. No dice Quijote “he vuelto a ser
Alonso Quijano”. Sólo dice que fue don Quijote y que ahora –en el momento de su
cura- es Alonso Quijano. No existe la reconversión de don Quijote. O al menos
hay más de un elemento para dudar acerca de la respuesta más sencilla: curarse
de la locura es reconocer la cordura, recuperar la identidad de hidalgo.
Recordemos que el libro lo bautiza con el adjetivo, ya eterno para él,
entendido en algún grado por todo lector, de ingenioso.
A
nadie le importa su nombre verdadero, porque el nombre real era Don Quijote.
Nombre real en tanto que todas las contradicciones que encierra el caballero
andante jamás lo acercan a lo que quizás fue Alonso Quijano, Quijada o Quesada.
Ni siquiera tenemos la certeza de que el momento de su muerte termine con Don
Quijote. ¿Nos enseña Cervantes algo sobre el nombre y la realidad de una
persona? Sancho fue Sancho Panza. Nunca cambia de nombre salvo cuando piensa en
hacerse pastor junto a su amo. ¿Por qué todo esto lío con el nombre sólo le
pasa a Don Quijote y, a lo más, a la esposa de Sancho, llamada por éste Mari
Gutiérrez, Juana y Teresa Panza, la famosa oíslo? Quizás haya ahí dos formas en
las que los juegos del narrador en contubernio con los personajes que manipula
y que respeta al mismo tiempo se nos presentan. A pocos importa cuál sea el
nombre verdadero de la esposa de Sancho; todo mundo quiere saber el nombre
verdadero de don Quijote, para mantenerlo al menos en la memoria, como si eso
fuera parte esencial del hombre que se nos presenta. No es sólo cuestión de
importancia literaria: es que en verdad al lector poco le importa saber cuál es
el nombre de Teresa Panza. Con lo poco que sabemos de ella nos basta.
Con
Don Quijote queda esa duda siempre abierta si sabemos lo que sucede al final.
¿Quién es Alonso Quijano? No lo sabemos. ¿Quién es Don Quijote? Un loco. Pero
eso nos desconcierta. Juegan con nosotros, con esa mezcla de elocuencia y
disparates que a todo hombre desconcierta sobre Don Quijote, y que extravía a
veces a Sancho. ¿Quiénes somos nosotros, los interesados en Don Quijote o en
Alonso Quijano? ¿Los lectores de una biografía única, o de la parodia de los
libros de caballerías o de la novela? Nadie como Cervantes puso en juego la
identidad del lector de tal modo. Y es que tal vez no haya otro modo en que
podamos convivir quijotescamente. No somos personajes de ese libro, pero al
abrirlo nos pasa algo inusitado. No sólo es el gusto y la diversión, no sólo el
respeto o la condolencia por su triste figura, la duda por su atrevimiento, la
inflamación de nuestros pechos, insospechada por nosotros mismos; es la figura
entera de Don Quijote, que nos hace desvariar y creer que Alonso Quijano era el
hombre tras la máscara y no ésta su última máscara. La obra hija del
entendimiento expone a un hombre que se bautizó y que mantiene su extraño
nombre en las obras y palabras. No en coincidencia de obras y palabras, sino en
pugna. Esa pugna que nos hace preguntarnos ¿no es verdad que en ese juego entre
mentira y verdad somos más reales? Ironía máxima y dulce: que el personaje que
todos creemos teatral sea también real. Que a este loco no podamos en verdad
ignorarlo por disparatado, ni tampoco saber si lo que creíamos sobre la verdad
y la mentira -lo cual se ve en cómo respetamos sin titubeos la identidad que
nos da nuestro nombre desde nuestro nacimiento- es del todo certero.
Tacitus
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