A
Carlota se le había hecho muy tarde esa mañana. Despertó con mucho frío y pocas
ganas de ir a la escuela. Sabía que debía ir así que decidió levantarse, aunque
ya había perdido media hora pensando en las consecuencias de quedarse hecha
bolita debajo de las cobijas. Salió corriendo de su casa y caminó hacia la
parada. Ahí pretendía tomar un camión que, según ella, la llevaría rápido. No
acostumbraba irse de ese modo, pero se le ocurrió que sería buena opción. Tampoco
pensó en que tomando otra ruta tendría más posibilidades de evitar el tráfico,
pero el pasaje ya estaba pagado y ella ya se había acomodado en un asiento.
Llegó a su primer destino, bajó del camión y se dispuso a tomar el otro que la
acercaría más a la escuela. Se formó en la fila de la base, subió, pagó y se
sentó junto a la ventana. Éste pequeño camión se llenó rápidamente y arrancó,
fue entonces cuando se dio cuenta de un joven que no había pagado y se proponía
cantar para pedir una ayuda económica. Aunque con vergüenza, ella lo observó
detenidamente: tenía mirada perdida, labios secos, ropa un poco sucia (como la
de los jóvenes cuando simplemente no lavan su ropa y se la ponen una y otra
vez), en la cabeza tenía algo parecido a un gorro y llevaba un pequeño morral.
Pero lo que definitivamente llamó en mayor medida su atención, fueron las cicatrices
que él tenía en el cachete derecho: eran algo largas y parecía (por el color y
la forma de éstas) que en su momento fueron un poco profundas.
Sin
más, el joven empezó a rapear una canción que era suya. Ésta hablaba sobre su
estado actual: mencionaba un perro, un pequeño lugar para dormir donde podía
refugiarse del frío, alcoholismo y un barrio algo marginado. Carlota pensó que
era cualquier rapero que hablaba sobre lo chido que era, sobre cómo había
superado a su competencia del barrio en sus freestyles y cosas por el estilo. Segundos
después su impresión cambió, la razón fue un cambio en el tono de voz a media
canción. Tal vez inconsciente, pero fue más que evidente, haciendo que Carlota
despegara sus ojos del tráfico y volteara a ver al rapero. En este punto de su
canción ya no hablaba del barrio ni de su perro, hablaba de él mismo. Se
describió y se recordó de más joven, cantó sus sueños y su actual realidad. Se
burló de él y dijo que le parecía que todos ahí lo hacían también. Su canción
terminó con un silencio total y sus ojos al suelo. El joven así se sentía,
vacío y tirado. Poco después, recordó lo que estaba haciendo, reaccionó y después
de un “chale” lleno de desánimo empezó a estirar la mano hacia los pasajeros
para la cooperación voluntaria. Carlota no sabía qué hacer, quería darle dinero
pero no tenía cambio. En eso, recordó que había echado un yogurt de manzana a
su mochila y le dijo al joven “¿te sirve un yogurt?” a lo que él le respondió “ahh,
¡sí!” y lo recibió con gesto extraño. Ella no sintió que lo haya ofendido, al
contrario, sintió el gesto más como de agradecimiento. Fue lo único que escuchó de él fuera de su canción. Ese día Carlota reflexionó sobre lo que le había
pasado. No había llegado a ninguna conclusión, ni siquiera había pensado algo
en específico. Sólo se había quedado con una sensación inolvidable, doliente,
desanimada y extraña de un extraño.
La
chica entre dos planos
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