Pudendo
Un
prejuicio común acerca de lo que denominamos como cuerpo es que lo juzgamos
adherido a la vergüenza. Por eso es fácil que predomine el discurso de la
libertad sexual en torno a la mundanidad de este. No hay parte pudenda para
quien sólo ve en la ropa una especie de represión histórica, una imposición a
una desnudez que, más que natural, es deseable por desprejuiciada: en ella se
muestra la libertad de los dogmas religiosos en torno al pudor y se emprende el
viaje a la verdad de la libertad. ¿No es el cuerpo desnudo la mejor imagen que
limita la libertad, en vez de acentuarla? Se cree que el cuerpo no es cuestión
de pudor, pero se olvida la parte integral que tenía, por ejemplo, la religión
acerca de la desnudez de la carne, que es la importancia del amor.
Nadie
se desnuda por originalidad. El desnudo voluntario moderno, al menos en la
carne, es siempre un murmuro de la ideología. Sospecho que rara vez en el mundo
moderno es sincero. Ahí hay algo extraño: no nos desnudamos sin algún motivo.
Don Quijote lo hizo parcialmente, por ejemplo, para mostrar el grado de su
locura sin causa, encerrado en el vientre de la Sierra Morena. Después de la
caída, se dice, se tuvo sentido del pudor. Antes de la desobediencia y de la
ingesta del fruto no parecía haberla. El desnudo, decimos, no se expone ante
nadie extraño porque tenemos prejuicio sobre el cuerpo. Nos encerramos para
lavarnos y para obrar como parte de ese desarrollo de la consciencia sobre lo
corporal. Pero en cada uno de esos actos no está en realidad la constante en
torno a la vergüenza como lo que obliga a encubrirnos. No lo notamos pero no
tenemos nunca la misma idea de eso corporal, al grado de que rara vez existe
una constante. Nuestra desnudez no es nunca la misma.
El
verdadero prejuicio está en creer que lo carnal es vehículo de la libertad a
partir de lo pudendo: lo sexual. Es una falsificación total del aspecto
verdaderamente carnal y, por ello, un prejuicio más fuerte y profundo sobre la
desnudez. Exhibirse no es un delito contra la castidad potencial del alma. Eso
es un modo del fariseísmo, simplemente porque la castidad no se da en potencia.
El aspecto carnal de la desnudez a través de la libertad está en la vanidad. Nos
miramos con la regla de la gimnasia en el espejo del amor propio. Por eso la
vergüenza en torno a lo sexual nos parece fácilmente denostable, sin saber ahí
el motivo por el que seguimos escondiéndonos en la ropa. El deseo de lo
correcto no se resiste a la desnudez que se exhibe como probando ser barrera.
La castidad vaga tras la sencillez de su ropaje, en una inversión del amor carnal:
la mano que se extiende en el desierto a todos nos muestra una calidez
distinta. No vemos la marca de las necesidades ni el resto de la carne porque
en su abrazo, en su roce, sentimos la otra marca de la carnalidad, la que nos
de los amantes.
Tacitus
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