Presentación

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domingo, 25 de junio de 2017

Fatuidad y verdad

Fatuidad y verdad
El conocimiento de la naturaleza no se obtiene de la observación. Se obtiene sólo el conocimiento de las cosas naturales. Se sabe, por ejemplo, que todo lo vivo muere, sin necesidad de comprobar esa oración como los escépticos más superficiales lo querrían: agrupando el infinito. El lenguaje no es así. La experiencia de la verdad, que no se da sin él, tampoco. Por eso los sistemáticos positivistas son malos pensadores. Las evidencias en torno a lo vivo son un conocimiento limitado del alma. La experiencia de la verdad es lacónica: de la muerte no se sabe más que su ocurrencia, porque no existe experiencia de ella; la vida es algo que se ve en otros y en nosotros, pero eso no es suficiente para conocer lo que el ser vivo es, más allá de las diferencias evidentes entre individuos y especies. Por eso las definiciones son posibles. La ciencia requiere de lo universal para llamarse así. Las demostraciones matemáticas son infalibles por lo mismo. Los argumentos sobre el movimiento y de la causalidad en el mundo no requieren de pruebas múltiples para corroborarse.
El hombre es el único ser natural en el que la causalidad parece complicarse. Sus acciones no pueden ser objeto de teoría, porque no hay manera de establecer necesidad en ellas. Su ser político, que indica naturalidad, no es ajeno a ser explicado en términos de causalidad, pues su actuar es racional: toda empresa suya se explica en función de un bien que se desea. Nada en la naturaleza se conoce en el ámbito de la práctica además de la acción humana. Conocemos la acción de otros sólo hasta que la vemos, a pesar de poder imaginarlas, como hacen los poetas. Conocemos, como en el caso de lo natural, a media luz: su actuar no siempre revela la intención entera, el ser del hombre. No sirve de nada ahondar en la conexión entre su cerebro, sus músculos, su proceso digestivo y el movimiento de la sangre: la acción no pertenece al conocimiento de la materia. El conocimiento que tenemos de la acción viene tanto de lo observado en otros como en nosotros: sabemos de nuestros deseos de manera parcial también. La literatura, por ejemplo, ofrece conocimiento de la acción del otro en el juicio que hacemos de ella, que es un juicio que involucra nuestro propio ser.
El ser político del hombre se expresa en la acción, pero no en sentido individual. Su ser político no puede explicarse si no es en relación con su lugar en una comunidad o fuera de ella. Las injusticias y la depravación no lo hacen menos político. Podría pensarse fácilmente que la ciencia o el conocimiento de la política depende de qué tan predecible se vuelva la acción de los demás. Pero la práctica es el campo de la acción en tanto que se distingue de la causalidad de otros seres. No es un conocimiento analítico, o un conocimiento de principios en torno a las razones de cada acción en cada individuo. El conocimiento de la acción es limitado si no se sabe de ética y política. El conocimiento de la política, en tanto distinción del hombre, está en la pregunta sobre el mejor modo de vida, mejor ubicada en la constante fricción entre las comunidades como son y el mejor modo posible de ser. Se creería, por ello, que la confrontación con la sapiencia moderna que, según se dice, se basa en la cuestión técnica del dominio, que tiene que hablar del hombre como es (de ahí el conocimiento de la naturaleza), se reduce fácilmente al problema del bien en la acción humana y al problema de la retórica en él. Pero, ¿qué sucede si esta misma idea, la de la fricción entre la pregunta por el mejor modo de comunidad y las acciones recurrentes iluminan no sólo la pregunta por la virtud en la política, sino también la idea de que la naturaleza está en lo que se puede dominar? El conocimiento de la política permanece como un problema agudo, si pensamos que la idea más común del político está ligada con la posibilidad de prevenir, prever, domeñar la tempestad para acertar. ¿No esa definición superficial del conocimiento de lo político nos ha sido enseñada gracias a que entendemos del bien en un sentido meramente pragmático? ¿Puede el pragmatismo ser una losa constante sobre la reflexión de lo político y de lo ético, en cada acción que tomamos, en cada palabra que decimos, en cada pensamiento que nos ilumina en sombras?

La ciencia política no requiere de demostraciones posteriores para externar la verdad. Quien entiende de política distingue cada régimen en función de sus hombres, sus leyes, pero ese entendimiento no sería posible si cada habitante fuera un átomo, si la ley careciera de sentido en común. El conocimiento de los tipos de regímenes se obtiene de la manera en que se organiza el hombre, porque en eso consiste, en gran parte, su ser político. Pero ese conocimiento no se usa como regla: entender la democracia va más allá de pensar en el poder aglomerado; entender la aristocracia va más allá de entender las cualidades “superiores” de los que mandan. De ahí surgen casi todos los malentendidos actuales. Por eso podemos observar nuestra ignorancia para pensar algo que no nos es lejano, sino que se articula en palabras, instrumentos propios del género humano. Se cree que el racionalismo es idealismo cuando no entendemos que el bien es fundamento de lo real, no imposición de la razón misma. Por eso los científicos de la política se confunden fácilmente con los críticos de los políticos.


Tacitus

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