La mujer. Ser petrificado en
cualquier espacio y en cualquier época. Ya sea que ésta sólo muestre los ojos cubriendo
en velo el resto de su estampa, o que se le pueda encontrar serena caminando
sobre silicio, cubierta únicamente la espalda con el largo de su cabello
danzante por el viento; sea desnuda o cubierta. Mujer en todos los casos.
En ella no hay dominio de
absolutamente nada, penosa condición de no poder mandar ni si quiera sobre su
cuerpo mismo, es ella prisionera y a la vez expresión total de la naturaleza,
de la vida que siempre tiende a mantenerse, a perpetuar. Puesto que puede
generar en sus entrañas el misterio más grande, la vida, se le ha condenado a
ser relacionada con lo divino, con la ternura y los valores, con esa dulzura
que es consuelo cuando en el mundo de hombres es demasiado árido y es ella la
humedad fortificante.
Mas es curiosa la manera en la que la
mujer tiene ante el mundo dos caras: la primera ya fue mencionada; en la
segunda ella es vista como un ser codicioso y frío, causante de las infortunas
de los hombres, burlona, hipócrita y asquerosa. Es ella el mal, la desventura,
aprovechada de su tosca naturaleza vulgar y llamativa para simplemente y sin
razón alguna descontrolar al hombre quien vive tranquilo en la rutinaria
sequía, es la mujer el caos y la crueldad del incendio.
Ante esto la mujer se petrifica, se
queda inmóvil en el punto medio entre las dos opciones de mujer que se le han
dado, para después oscilar de un lado a otro, esperando el momento en el que de
una u otra manera (normalmente encontrando un hombre) se pueda acurrucar en un
lecho estable para que el mundo la pierda de vista y nunca más la moleste, sin
importar si éste es confortable para ella o si tiene que compartir dicho lecho
sin la capacidad de dirigirse a otro. Es así para la mayoría de ellas.
Vive así, enmarcada en su utilidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario