Leer
a dos voces
Pocas veces se
precisa en qué consiste la labor de un traductor. Quizá la dificultad se deba,
como podrá verse con poca reflexión, a las ambigüedades que llevar los efectos
de una lengua a otra produce, así como al hecho de que no todo mundo busca lo
mismo en la traducción de un idioma. El problema, creo yo, no se resuelve del
todo si lo desviamos a las oscuridades evidentes de traducir, pues cualquier
estudiante competente de una lengua extranjera las nota cuando se topa con
construcciones que ignora, sin que ello lo vuelva traductor, ni tampoco
podremos dar respuesta satisfactoria subiéndonos al árbol del conocedor
privilegiado, pues eso da pompa, no sabiduría en la comunicación humana.
Lo que hace a un buen
traductor no es sólo el conocimiento del vocabulario: Google (aunque no es
persona y, por ende, no se puede decir que tenga conocimiento de algo) es un
pésimo traductor. Se acerca, pero no es suficiente, el conocer las reglas de la
gramática y la sintaxis: no siempre los eruditos brindan las mejores versiones
en su lengua. Ahora bien, es cierto que no podemos hablar traducción
indistintamente, sin atender al género que se quiere ligar con el idioma
propio: no es lo mismo traducir cualquier tipo de prosa, a intentar la
conversión de unos versos de Shakespeare o de Catulo, o de unas páginas de
Nietzsche. La traducción, al menos la buena traducción, requiere,
evidentemente, de un lector cuidadoso, cauteloso, mejor dicho.
Si la traducción y la
lectura van ligadas, esto quiere decir que el fenómeno no es suficientemente
abarcado por las explicaciones sociales de la lengua, ni por la visión moderna
de las traducciones, como transliteraciones. En la traducción va imbuida parte
del traductor. No obstante, a veces la inclusión de algo personal en la labor
del traductor no debe concebirse simplemente como limitación hermenéutica,
histórico-lingüística, sino como quien trata de concebir un texto digno en su
lengua, sabiendo que tiene sobre sí el peso de un texto que ya es grande en su
original. Esto, obviamente, será en el caso de obras grandes y decentes. Pero
ellas ilustran lo que sucede en casos menores. Lo importante es que lo común se
nota cercano. Las hazañas del ingenio que mezclan erudición y caballería en la
dicción, logran su efecto en nosotros cuando notamos y apreciamos en lo nuestro
lo que parece lejano. Así, por ejemplo, las pronunciaciones dramáticas, suaves
o violentas que los efectos de las palabras o las oraciones pueden hacernos
percibir en un momento oportuno de algún texto. La labor del traductor está
quizás en hacer el viaje lo más audazmente posible para su lengua. Debe ser
audaz aún en los momentos lúgubres. No audaz como aristócrata, sino como
conciliador. Su audacia debe ser extraída tanto de sus cualidades, como de las
potencias mismas de las lenguas que somete a su conciliación.
La comunidad en el
lenguaje, que hace comunicación, es posible por nuestro contacto con el mundo,
contacto que nunca es lo suficientemente caótico para hacerse inexplicable,
aunque sí diverso como para complicar siempre los acercamientos. Las cosas
intraducibles, excelsamente producidas a veces por ser tan simple o tan bien
pensadas, no demuestran sólo que el lenguaje es arbitrario. Que sean
intraducibles no las hace ilegibles. Quizá en dados casos no existan los
elementos en la lengua propia que me hagan posible ni deseable traducirlo, pero
eso marca diferencias que sólo se pueden notar por una unión íntima: la de la
inevitable relación de la palabra con lo que señala, así como de las palabras
entre sí.
Nunca dejaré de
agradecer las posibilidades que han sido puestas en cada lengua. Babel podrá
haber sido un castigo, pero un castigo muy justo. Quizá desde la perspectiva de
lo insoportable que se vuelve lo ajeno, sea un motivo de desesperación, pero la
sabiduría que poco a poco he ido descubriendo en dicho episodio me ha inclinado
más a la maravilla. Sin la diferencia de lenguas, quizá jamás habría ahondado
más en el conocimiento de la mía. Seguramente deberíamos preguntarnos lo que
sucede en nuestro acercamiento a otras lenguas cuando los traductores
instantáneos reinan sobre la comunicación. No digo que sea ése un signo del imperio
de las máquinas, digo que es una manifestación de lo que concebimos por la
lengua, siendo nuestra versión más reciente del acceso a ella, y siendo también
una manifestación de nuestra humanidad.
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