Muchos
dicen que cada lectura es ocasión de vivir otra vida, de vivir otras vidas.
Esto suena como propósito de la lectura, pero más bien es requisito de la
misma. Quienes hablan de vivir vidas por medio de la lectura usualmente parecen
pensar que ésa es la virtud final de la lectura. Quieren que la lectura les dé
vidas qué vivir, tal vez porque no pueden o no quieren o no saben conformarse
con su propia vida. Podría pensarse que ellos sienten que su vida es tan
miserable o tan aburrida que necesitan de una fuente externa de buenas
emociones que hagan la vida más pasadera. Pero si ello sucede o no, no es lo
que quiero discutir ahora. A fin de cuentas me parece que muchos de ellos
simplemente quieren enriquecer su vida con la lectura, tener más experiencias
para poder aprender más de la vida. En realidad en este momento me interesa
discutir cómo es que la lectura nos permite vivir
otras vidas y también mi afirmación del comienzo, de que esto es más bien
requisito que propósito de la lectura. Pues he notado que cuando leemos es
mejor hacerlo tratando de apropiarnos del sentimiento de cada personaje, en la
medida que sea posible.
Si estamos leyendo una novela podemos tener en primer
plano una voz más bien neutral, la de un narrador externo a los sucesos que se
relatan. En tal caso, tratar de apropiarnos de ese personaje —pues el narrador
ciertamente es un personaje, aunque no participe como tal en la historia
narrada— puede resultar innecesario en el sentido de que no habría,
generalmente, mucho relieve emocional por explorar en él. Ahí no hay una vida que vivir, pues el
narrador no nos viene a contar su propia historia, sino la de otro. Pero en
muchos casos, el narrador de una novela o de un cuento logra materializarse con
cierta claridad ante el lector, debido a la manera en que narra lo acontecido.
Pues hay narradores que deslizan varios juicios morales a la hora de narrar un
suceso o describir un personaje. Hay narradores que se involucran
emocionalmente con sus personajes y nos dejan ver cuáles son sus simpatías
personales y sus actitudes ante determinados sucesos.
Además de que no todos los narradores son por completo
externos a los asuntos que nos narran. Ejemplo de ello es el narrador de Los hermanos Karamazov, que no sólo
existe en el mismo universo en que se
dan los eventos que él relata, sino que incluso llegó a verlos en persona, pues
vivía en el mismo pueblo en que se desarrollan la mayoría de los sucesos de la
novela. Constantemente interviene con algún comentario en la narración,
expresando su admiración por el modo de vivir de Alexei Karamazov o tratando de
ser justo con Dimitri o expresando su desaprobación por el modo de vivir de
Fyodor Pavlovitch, lo cual se vuelve más evidente hacia el final de la novela,
donde su óptica nos permite vivir
como espectadores de la audiencia judicial que ahí toma lugar. Y ejemplos más
extremos de esto abundan entre las novelas contemporáneas —donde es muy
frecuente encontrarnos con un narrador que es al mismo tiempo el protagonista
de la historia— o en casos como el de Las
cuitas del joven Werther, donde el formato de cartas personales al mismo tiempo
nos permite personificar a un amigo entrañable del protagonista y apropiarnos,
por la lectura, de las experiencias e impresiones personales del mismo
protagonista.
De modo que estos niveles
de cercanía de la narración en distintas obras literarias determinan
también en cierta medida nuestro modo de involucrarnos, como lectores, en los
sucesos narrados. En ellos varía el modo de estimularse la empatía del lector. Pues
cuando un personaje se nos presenta por medio de un testimonio compuesto en
tercera persona, nos resulta más ajeno que cuando se nos presenta con su propia
habla y exponiendo por sí mismo sus reacciones y sentimientos ante lo que le sucede
en el relato. En el primer caso, el personaje se presenta como alguien que está
ahí afuera y de cuyos hechos nos enteramos, pero sin vivirlos, mientras que en el extremo opuesto podemos llegar a tener
incluso la posibilidad de enfundarnos en su propia personalidad y apropiarnos
de sus palabras, repitiéndolas, al leer, como si fuesen nuestras.
Este último modo de experiencia de lectura no sólo es
posible en el caso de las novelas cuyo narrador es al mismo tiempo protagonista,
sino que es posible en otros ámbitos (dependiendo de la disposición que uno
tenga hacia la lectura) como la poesía lírica e incluso al leer un ensayo
literario en donde la voz del ensayo (que quizás no siempre sea la del autor) puede
mostrar un involucramiento muy directo con el asunto sobre el que está
reflexionando; pero sobre todo es posible en el caso de los textos dramáticos,
en donde todos o casi todos los personajes intervienen con su propia voz y
hablan directamente. De hecho, es justamente ése el efecto deseado en esos
textos, que el lector sea capaz de enfundarse en el ser del personaje y se
apropie de sus sentimientos e ideas.
Pero esto es también, justamente, lo que marca la
distancia más importante entre la experiencia de leer una obra dramática y la
de verla representada en el teatro. Pues en el teatro, a pesar de la habilidad
que tengan los actores o intérpretes dramáticos para apropiarse de cada
personaje, al público se le presentan los personajes como alguien ahí afuera (encarnado en la figura del actor), lo cual
impide que los espectadores puedan apropiarse a su vez de los personajes. En
ese sentido, puede decirse que cuando uno va a leer una obra dramática, va a vivir otras vidas, mientras que cuando
va al teatro, va a ver otras vidas.
Claro está que aquí también interviene la disposición de cado uno como público
de teatro, pues no es lo mismo ir al teatro con intensión de entretenerte un
rato con un espectáculo ameno, que ir con la intención de vivir el drama de un
personaje.
En unos ámbitos y en otros, la disposición del lector —la
disposición empática— es importante en tanto que es la que determina la
posibilidad de que se dé el vivir otras
vidas. Pero más aún, podemos decir que el hecho de que se dé este suceso en
la lectura es a su vez importante por ser el que enriquece las posibilidades de
interpretación de la obra que se lee. Pues sin apropiación de los personajes
por parte del lector, no hay posibilidad de apreciar el conflicto en que ellos
se encuentran inmersos. Y sin tal apreciación, la obra no se comprende.
L.
Pulpdam
En toda tu entrada hablas como si la lectura, la dramática principalmente, fuera algo con lo cual nos encontramos y en lo cual nos vamos fundiendo, según nuestra disponibilidad y capacidad empática. Pero tu presupuesto, el estar separado de lo que se lee, me parece raro y cuestionable, pues es como si nuestra formación anímica, que nos permite empatizar con algún autor, y la de la de los personajes se dieran por separado; esto lo noto como consecuencia exagerada. Por otro lado, en ningún renglón veo que exista la posibilidad de que un autor vaya describiendo a alguna persona que lee, es decir, que la lectura nos permita autoconocernos.
ResponderEliminar¿Podrías ampliar un poco tu comentario, para comprender mejor a qué te refieres?
ResponderEliminarSobre la primer idea (la exagerada): supones que estamos totalmente desconectados de cualquier formación cultural propuesta por los libros, es decir, que en nuestra cotidianidad no nos desenvolvemos con algunas ideas provenientes de las novelas. Sobre la segunda: me parece que en tu entrada cancelas, voluntaria o involuntariamente, la posibilidad de que en las novelas se muestren características que nosotros ya tenemos.
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