El gusto por la lectura va acompañado del uso de la
lectura, pues todo lector usa para algo sus lecturas. Distinguir si hay buenas
o malas utilidades no me parece una preocupación de todo lector, pues
regularmente no se encuentran distinciones entre leer a Cervantes o a
Benedetti, ya que ambos son escritores. Lo anterior va enlazado con las cadenas
de los más sólidos prejuicios que enfatizan la misma valía para toda escritura.
Todos somos igual de buenos escritores al igual que somos buenos lectores. Si
hay algún modo de distinguir a los escritores es por la capacidad de estos para
entretener a un ávido y numeroso público; el más entretenido es el mejor. Si de
entretenimientos hablamos, la literatura es derrotada en desigual batalla si se
le quiere confrontar con el cine.
La experiencia de la lectura nos permite reflexionar
en ella, encontrar los diversos problemas que nos dificultan reflexionar
mediante la lectura. Un problema constante, o barrera para realizar lo anterior,
es nuestro gusto por la distracción: cuando leemos cualquier ruido o imagen nos
distrae, si sorteamos lo anterior, salen a molestarnos los pendientes, la
evocación de escenas pretéritas (a algunos nos distrae la imaginación de las
escenas futuras); nos sentimos como apresados por nosotros mismos para movernos
en el contenido del libro tan cercano a nosotros. Esto pasa cuando leemos
literatura (novelas, cuentos o relatos), pero cuando nos enfrentamos a textos
compuestos de contenido conceptual es mucho más difícil hilar palabras,
oraciones, vislumbrar párrafos y tener la idea completa del capítulo. A lo
anterior hay que agregarle la prisa por pensar, ese monstruo deseoso de que no
pensemos con calma asuntos cuya naturaleza es complicada. Tenemos una inquieta
necesidad por apresar rápidamente las ideas de un texto, que no vemos que no sólo
se trata de tener una frase llamativa en la mente; debemos reposarla,
reflexionarla, cuestionarla, comprender si dicha frase contiene ideas con las
cuales podamos entender mejor nuestra
realidad.
Intentar escalar las dos barreras antes mencionadas ya
debería preocuparnos, si es que queremos entender mejor lo que ante nuestros
ojos posamos. Hay una tercera cuya naturaleza es más escurridiza, se desliza
entre nuestra alma como la astuta serpiente del paraíso. Quizá ya no haya que
llamarla barrera, sino muro sólido, como el de una cárcel de máxima seguridad.
Dicho obstáculo consiste en comprender algo, sea incipientemente o con cierta
maestría, y querer acoplar ideas distintas a la ya conocida. Por ejemplo, no es
difícil aceptar la idea de la inevitabilidad del deseo, es decir, todo deseo por ser deseo
debe ser satisfecho; lo cual nos puede impedir entender la famosa historia de Romeo y Julieta, pues quien acepte dicha
idea del deseo, creerá que Romeo y Julieta se suicidaron porque no les permitían
estar juntos en una alcoba. Quien acepte dicha idea, además, le causarán aberración
los Mandamientos de la Biblia; no hará el mínimo esfuerzo por entenderlos. Otro
ejemplo lo encuentro entre quienes no distinguen entre la causa de una acción y
la acción misma; o el análisis de las causas de una acción y la acción misma. Evidentemente quien quiera limitar la comprensión de la
realidad a un ramo de ideas apenas dilucidadas, tendrá la tentación de afirmar
sobre los distintos autores ideas que estos ni siquiera tenían en mente. El
muro no se derrumba una sola vez, la tentación de comprender la realidad a
partir de lo poco que comprendemos (o de lo que creemos comprender) es más
fuerte que un muro, quizá sea mejor decirle laberinto. Aunque cuando logramos
darnos cuenta de que nos encontramos en el laberinto, si es que no nos sentimos
cómodos ahí, hemos de probar distintas maneras de salir, distintos medios, ser
pacientes y, quizá, darnos cuenta de que no podemos encontrar la salida
individualmente.
Fulladosa
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