Silencio ante el bien
Los
silencios, sean recalcitrantes o prudentes, siempre tienen explicación. Es
decir, siempre tienen una causa que los origina y los sostiene en su ausente
ser. Por ejemplo, el mantenerse silencioso ante una afrenta puede ser evidencia
de pusilanimidad, o de que el honor no es rebajado tan fácilmente; de igual
modo, podemos permanecer en el mutismo durante una conversación, pasando a ser
espectadores de los estoques argumentales, debido al reconocimiento de nuestra
ignorancia, o a nuestro poco interés. Pasa, también, que guardamos silencios
cómodos aún frente a los asuntos que más nos duelen. Eso nos sucede, como
hombres modernos, cuando reconocemos con incomodidad y frustración la presencia
del mal. No nos callamos los gritos de dolor, ni mucho menos nuestra
cuestionable indignación; nos callamos frente a la posibilidad de explicarlo
sensatamente. Al menos así me parece, cuando le reducimos la dimensión
teológica y filosófica que tiene, para hacerlo un problema menor de política
moderna. Sumergimos en el frío y hondo mar de nuestro silencio el verdadero
problema del mal, y eso, como se podrá adelantar, tiene forzosamente una
explicación; una que no es muy afortunada.
El
reconocimiento de lo malo no puede provenir del mero sentimiento. Reconocemos
lo malo a partir de la ausencia de lo bueno. La ausencia de lo bueno, no
obstante, no puede ser reconocida sin conocimiento moral, sin conocimiento del
bien y la virtud en el caso de la práctica. Admitir que el hombre es malo no es
explicación suficiente si se acepta este razonamiento, puesto que no estaríamos
justificando la instancia desde la que aventuramos este juicio: debe haber un
bien que reconozcamos para hacerlo. No es cuestión de contrarios. He ahí el
problema de la superficie. No son contrarios porque los contrarios siempre
están presentes. La mayoría de las veces conocemos el bien de manera parcial,
gradual. Por eso los niños difícilmente poseen nociones éticas, lo cual no
quiere decir que, por ser aprendidas éstas, sean históricas.
La
cuestión de la maldad natural en el hombre se lleva bien con la idea de lo
natural propia de nuestros tiempos. Una vez eliminada la idea del fin y de la
perfección de la creación, por ejemplo, la Ley revelada no tiene sentido. No lo
tiene más allá de la mera sensatez de una ley cualquiera. El mal, incluso, es
un concepto dudoso. Las que existen son las fuerzas, “espirituales” o
materiales. En cambio, la Ley no habla de fuerzas ni a las fuerzas, sino a la
consciencia. Por ella se nos hace patente lo malo de nuestros actos a través de
la revelación. No obstante, conocer la Ley no es suficiente, al menos no lo es
de manera efectiva, para desear lo bueno. Podemos saber lo malo del hurto, y no
obstante desearlo y cometerlo; podemos, también, ignorar los peligros del deseo
de la mujer ajena. La Ley no es efectiva, porque el conocimiento moral no trata
de efectividades. Nos enseña que el bien que pensamos propio no siempre es
acorde a lo mandado, por lo cual nos incita a conocer el bien y desearlo, para
así poder cumplirla sin segundos pensamientos. Nadie es bueno sin conocimiento
de causa; así como una golondrina no hace verano en cuestiones de virtud
política.
Aceptar
el pecado no es resignación, sino piedad. Esa aceptación tiene una luz distinta
y a la vez definitiva a partir del
perdón y la encarnación. Este pensamiento tiene como fundamento el fin de la
Ley en Cristo. La idea de la salvación requiere de la aceptación del pecado,
pero el cristianismo no es justificación del mal, es alegría ante el bien para
todos los tiempos, cosa bien diferente del progreso técnico y estructural. Si
nos cuesta trabajo aceptar y convencernos de la presencia del amor al bien, es
porque la mayoría de las veces nos contentamos con identificar cualquier tipo
de placer con lo bueno. Esa es parte del daño que ha hecho la teoría del
progreso. El cristianismo no es repetición del estoicismo, debemos aclarar. Por
eso el perdón no es renuncia ante la grandeza del cosmos, sino posibilidad de
amar rectamente, por conocimiento del bien.
En
nuestra indignación, difícilmente nos atrevemos a considerar la Revelación como
parte fundamental de este problema. Nos incomoda vernos pecadores. Cuando nos
atrevemos a aceptarlo, sentimos que peligra nuestro sentido del decoro.
Omitimos la aceptación del mal con el discurso moderno, y nuestro silencio se paga
caro. La compleja idea de la naturaleza moderna y su asociación con el
historicismo moderno nos sumergen en penumbra, haciendo inviable la necesidad
de la revelación.
Tacitus
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