Presentación

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lunes, 22 de febrero de 2016

Claroscuros de lo bello

Claroscuros de lo bello
Es crucial que aceptemos que para hablar de lo bello no sirve nada discutir sobre su intrínseca subjetividad. Pero también es importante que sepamos lo poco alentador que es hablar de ello desde una posición privilegiada. Y es que hablar de que el mundo contemporáneo, tan proclive a la revolución estética, a la preocupación por el discurso “abstracto” y a la individualización del gusto, no tiene verdadera apreciación por lo bello, cual se ve en los distintos artes, no es suficiente para afrontar debidamente la idea del sujeto, fantasma y sombra de las dos trincheras de la batalla. Por un lado, afrontamos la disolución de lo que se considera un concepto, uno importante, pero dislocado, como toda noción histórica, pues decimos que no podemos tener acuerdo al respecto de ella, lo cual la hace evidentemente transformable; por otro, descuidadamente aceptamos la peligrosa y oscura relación entre la superioridad de lo bello y la necesaria altura correspondiente que se requiere en el espíritu para captarla, haciendo en secreto una traición ligera a la verdad.
Debemos saber, ante todo, que el gusto no es una noción tan natural como se piensa. Es un conflicto moderno. Está conectada con el desagrado y el agrado, con el placer. Cuando el placer es entendido en términos objetivos, como reacción desencadenada por los impactos externos sobre las facultades de la memoria y, por ende, de la imaginación, lo bello pasa a segundo término. Al menos así era hasta la revolución romántica. Sin borrarse el problema del sujeto, la asociación de lo bello con lo sublime pasa a ser indicio de la dirección ética. La formación es necesaria y hecha posible por esa misma conexión entre las sensaciones de placer y la imaginación, facultad incendiara y casa de las apreciaciones estéticas. Según esto, el problema educativo central es saber guiar correctamente la conexión entre la imaginación y el juicio. El discernimiento ético es hermano del juicio en tanto que los preceptos morales no pueden ser universalmente demostrables, pero sí hermosamente trazados y enseñados. De ahí que se proponga otra noción de lo natural. El alma romántica no puede vivir con la naturaleza mecánica, sino con la naturaleza bella, inequívoca, sin teleología, pero valiosa por sí: sabia. La razón, en realidad, pasa a segundo término esta vez, pues ella no obra por sí misma, sino que trabaja bajo esos movimientos de lo natural; la razón misma se modifica gracias al deseo. El gusto burgués de lo decoroso, permitido por los modales cortesanos de la organización política, es puesto a examen bajo una modificación radical en la noción de gusto: lo romántico hace de lo burgués una degeneración del gusto mismo.
Así surge la idea de un hombre superior, distinto al poderoso, necesario para sortear los abismos de la vida moderna en sus orígenes. La altura del gusto se mide por la aptitud para apreciar lo realmente bello. Si lo bello no surge de las costumbres, es porque sin lo bello y su proclividad a la degeneración por parte del hombre ellas no podrían existir. Confundimos lo bello, según esto, conforme el paso de la civilización cala en nuestra formación, en nuestros prejuicios. En el romanticismo la idea de lo bello termina sirviendo a la irracionalidad del gusto moral y estético: la razón no sirve para guiarnos éticamente, puesto que la facultad importante es la apetitiva. Que el gusto sea formado, aunque de acuerdo a una idea de naturaleza, implica modificación; es una idea del cultivo del alma, como en las plantas. De ahí surge la importancia del sentimiento, que no de la consciencia.
¿Qué pasa si, en este debate, nos va como a Hipias cuando era inevitablemente toreado por Sócrates al responder por lo bello? Curiosamente, es difícil explicar de dónde sale la concordancia en los juicios sobre lo bello. De eso se aprovechaba el erótico conversador ateniense. La clave que dio Sócrates para el problema no debe ser olvidada. La clave fue Eros. Pongámoslo en contraste. La belleza trágica, aminorada mucho ahora, consiste en ver la gracia que aborda el conflicto del secreto divino con un alma grande; por ella podemos notar la falsedad de creer en la voluntad individual, salvándonos del abismo en el ridículo moderno. Es la belleza que los límites paganos vieron y mostraron con un sufrimiento lleno de sentido, el aprendizaje del padecimiento. Sócrates, en cambio, propone la segunda navegación dirigida por el amor a la verdad. La belleza de su vida no está en su reconocimiento trágico del poder de los dioses, sino en el problema que él encarna: el hombre justo. Perseguía jovencitos apuestos y talentosos en el camino que la verdad le  trazaba. Amaba lo más digno de ser amado. Y nadie mejor que él sabía del peligro inminente de Eros: la tiranía, la destrucción y disolución del lógos, en oposición a la filosofía. ¿Qué sentido tan serio tendrá la elección platónica de hacer de Sócrates un hombre inteligente, pero pobremente vestido y feo? Tal vez algo nos enseña algo sobre la altura en relación con la justicia, y no con la diferencia en los estratos humanos.
Importante para la discusión, aunque demasiado apresurado por ahora, sería preguntar qué es lo que sucede cuando a la búsqueda socrática se le une la nota de una tragedia, como la de la Cruz. Una tragedia que redime, que perdona, que salva para la eternidad, y que no niega la razón. Probablemente, y lo digo con un tono de adivinación seria, lo bello aquí tendría que ser el amor mostrado en el sacrificio, en el ejemplo máximo de la humillación Divina. Lejanas de la versión del “gusto” son ambas, pues ninguna cree en que lo bello se discuta desde la formación estética. Antes bien, lo que parece “formación estética” en ambos sentidos, involucra el problema político del bien, de lo que merece ser visto, más allá de criterios artísticos. Las bondades del amor se juegan en ello. El buen gusto es la lanza famélica que blandimos en nuestras empresas malamente quijotescas en busca de salvar nuestra imitación de la nave socrática.



Tacitus

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