Claroscuros de
lo bello
Es crucial que aceptemos que para hablar de lo
bello no sirve nada discutir sobre su intrínseca subjetividad. Pero también es
importante que sepamos lo poco alentador que es hablar de ello desde una
posición privilegiada. Y es que hablar de que el mundo contemporáneo, tan
proclive a la revolución estética, a la preocupación por el discurso
“abstracto” y a la individualización del gusto, no tiene verdadera apreciación
por lo bello, cual se ve en los distintos artes, no es suficiente para afrontar
debidamente la idea del sujeto, fantasma y sombra de las dos trincheras de la
batalla. Por un lado, afrontamos la disolución de lo que se considera un concepto,
uno importante, pero dislocado, como toda noción histórica, pues decimos que no
podemos tener acuerdo al respecto de ella, lo cual la hace evidentemente
transformable; por otro, descuidadamente aceptamos la peligrosa y oscura
relación entre la superioridad de lo bello y la necesaria altura
correspondiente que se requiere en el espíritu para captarla, haciendo en
secreto una traición ligera a la verdad.
Debemos saber, ante todo, que el gusto no es una
noción tan natural como se piensa. Es un conflicto moderno. Está conectada con el
desagrado y el agrado, con el placer. Cuando el placer es entendido en
términos objetivos, como reacción desencadenada por los impactos externos sobre
las facultades de la memoria y, por ende, de la imaginación, lo bello pasa a
segundo término. Al menos así era hasta la revolución romántica. Sin borrarse
el problema del sujeto, la asociación de lo bello con lo sublime pasa a ser
indicio de la dirección ética. La formación es necesaria y hecha posible por
esa misma conexión entre las sensaciones de placer y la imaginación, facultad
incendiara y casa de las apreciaciones estéticas. Según esto, el problema
educativo central es saber guiar correctamente la conexión entre la imaginación
y el juicio. El discernimiento ético es hermano del juicio en tanto que los
preceptos morales no pueden ser universalmente demostrables, pero sí
hermosamente trazados y enseñados. De ahí que se proponga otra noción de lo
natural. El alma romántica no puede vivir con la naturaleza mecánica, sino con
la naturaleza bella, inequívoca, sin teleología, pero valiosa por sí: sabia. La
razón, en realidad, pasa a segundo término esta vez, pues ella no obra por sí
misma, sino que trabaja bajo esos movimientos de lo natural; la razón misma se
modifica gracias al deseo. El gusto burgués de lo decoroso, permitido por los
modales cortesanos de la organización política, es puesto a examen bajo una
modificación radical en la noción de gusto: lo romántico hace de lo burgués una
degeneración del gusto mismo.
Así surge la idea de un hombre superior, distinto al poderoso, necesario
para sortear los abismos de la vida moderna en sus orígenes. La altura del
gusto se mide por la aptitud para apreciar lo realmente bello. Si lo bello no
surge de las costumbres, es porque sin lo bello y su proclividad a la
degeneración por parte del hombre ellas no podrían existir. Confundimos lo
bello, según esto, conforme el paso de la civilización cala en nuestra
formación, en nuestros prejuicios. En el romanticismo la idea de lo bello
termina sirviendo a la irracionalidad del gusto moral y estético: la razón no
sirve para guiarnos éticamente, puesto que la facultad importante es la
apetitiva. Que el gusto sea formado, aunque de acuerdo a una idea de
naturaleza, implica modificación; es una idea del cultivo del alma, como en las
plantas. De ahí surge la importancia del sentimiento, que no de la consciencia.
¿Qué pasa si, en este debate, nos va como a Hipias
cuando era inevitablemente toreado por Sócrates al responder por lo bello? Curiosamente,
es difícil explicar de dónde sale la concordancia en los juicios sobre lo
bello. De eso se aprovechaba el erótico conversador ateniense. La clave que dio
Sócrates para el problema no debe ser olvidada. La clave fue Eros. Pongámoslo
en contraste. La belleza trágica, aminorada mucho ahora, consiste en ver la
gracia que aborda el conflicto del secreto divino con un alma grande; por ella
podemos notar la falsedad de creer en la voluntad individual, salvándonos del
abismo en el ridículo moderno. Es la belleza que los límites paganos vieron y
mostraron con un sufrimiento lleno de sentido, el aprendizaje del padecimiento.
Sócrates, en cambio, propone la segunda navegación dirigida por el amor a la
verdad. La belleza de su vida no está en su reconocimiento trágico del poder de
los dioses, sino en el problema que él encarna: el hombre justo. Perseguía
jovencitos apuestos y talentosos en el camino que la verdad le trazaba. Amaba lo más digno de ser amado. Y
nadie mejor que él sabía del peligro inminente de Eros: la tiranía, la
destrucción y disolución del lógos, en oposición a la filosofía. ¿Qué
sentido tan serio tendrá la elección platónica de hacer de Sócrates un hombre
inteligente, pero pobremente vestido y feo? Tal vez algo nos enseña algo sobre
la altura en relación con la justicia, y no con la diferencia en los
estratos humanos.
Importante para la discusión, aunque demasiado
apresurado por ahora, sería preguntar qué es lo que sucede cuando a la búsqueda
socrática se le une la nota de una tragedia, como la de la Cruz. Una tragedia
que redime, que perdona, que salva para la eternidad, y que no niega la razón. Probablemente,
y lo digo con un tono de adivinación seria, lo bello aquí tendría que ser el
amor mostrado en el sacrificio, en el ejemplo máximo de la humillación Divina.
Lejanas de la versión del “gusto” son ambas, pues ninguna cree en que lo bello
se discuta desde la formación estética. Antes bien, lo que parece “formación
estética” en ambos sentidos, involucra el problema político del bien, de lo que
merece ser visto, más allá de criterios artísticos. Las bondades del amor se
juegan en ello. El buen gusto es la lanza famélica que blandimos en nuestras
empresas malamente quijotescas en busca de salvar nuestra imitación de la nave
socrática.
Tacitus
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