"...a veces hay tantísima belleza en el mundo que siento que no lo aguanto,
y que mi corazón va a colapsar."
American beauty (1999)
y que mi corazón va a colapsar."
American beauty (1999)
Ves aquel rojo, sientes aquel rojo dentro de tus parpados, la tibieza de mirar al Sol con los ojos cerrados te hace olvidar que el agua de la tina está por desbordarse. Los pómulos te cosquillean por el beso del los rayos solares, sientes como sus bigotes mal rasurados te irritan la piel, pero el calor es tan agradable que permaneces ahí sentado, los ojos cerrados y el cuerpo bañado en calor matutino. Saboreas el calor que sostienes en las manos, esa taza de buen café que disfruta el último roce de tus dedos. Escuchas el agua desbordarse.
En el baño inmaculado, el agua ha comenzado a saltar juguetonamente por todo el piso, permaneces en el umbral contemplando el movimiento y el juego de luces, desfalleces ante la escena. Después de unos segundes se escuchan tus propios pasos chacualenado en el delgado cristal de agua, cierras la llave que ha vomitado todo aquel líquido y observas la belleza del mismo centelleando coquetamente por los rayos de luz que se han inmiscuido por la ventana. Sin duda, no es el escenario que habías planeado, hay demasiada luz. Cuando te decidiste por aquel brillante (¿notas la ironía?) plan no contabas con que sólo encontrarías una bella tina de porcelana blanca de las medidas exactas para tu sucio y deplorable cuarto de baño. Ahora que miras aquel blanco perfecto no te parece tan bella, como al principio, la imagen de la sangre contrastando con el níveo cuarto, al menos no con toda esa luz que se burla de ti haciendo de aquel cuadro algo casi celestial. Es curioso como una pequeña decisión provoca un desfile de concatenaciones que se place en marchar airosa frente a nuestros ojos, ¿será eso la vida? Mírate, una "sencilla" decisión te llevó a comprar una tina, luego a remodelar el baño completo para que no desentonara aquella tina, después a perder algunos kilos, no podías suprimir tu vanidad ni en aquel escenario, todo está montado y, sin embargo, la luz no es la adecuada, no se puede montar un teatro así. Sí, un teatro, ¿qué pensaste qué era? Eres un hombre, como los más de siete mil millones más que habitan la Tierra, no podías vivir ni morir como la mayoría, querías sentirte especial. Te has llegado a sentir tan incomprendido, tan no amado y lloraste de sentirte tan solo, lloraste de miseria, de no tener a quién leerle en las noches, lloraste al ver al pobre morir de hambre, lloraste cuando viste como asaltaban a aquel hombre en la entrada del metro, pero lloraste porque segundos después viste como lo navajeaban y huiste a su auxilio, más que nada huiste a esos ojos desesperados que se encontraron con los tuyos ¿recuerdas? Lloraste siempre solo y te secaste hasta convertirte en el ser seco y estéril que decidió comprar una tina para montar una poética escena. Efectivamente, así parece que son los hombres, siempre creyendo que están solos en el mundo, viviendo cosas que nadie más comprende. Lloraste al ver que tu vida era un fracaso, lloraste cuando aceptaste que eras infeliz, lloraste cuando te convenciste que no podías hacer nada por el mundo, lloraste cuando tus sueños saltaron de tus manos y corrieron con sus sonoros zapatos bostonianos, ¡cómo si fueras el único con sueños no realizados! Eres de todos, el hombre más común y sin embargo ahí estábass, pensando que la vida no valía la pena ser vivida.
Aquel terrible Noviembre en el que perdiste la más gruesa y representativa de tus lágrimas parece ahora muy lejano, no pensante que la remodelción del baño llevarías tantos meses, y el tiempo que te ha llevado ponerte en forma ¡qué ridículo! Tardaste demasiado tiempo con los preparativos, el primer día de Primavera hace de todo esto una parodia, no hay comparación con lo gris de los días invernales, ese era el tipo de luz que necesitabas. Ahora en vez de un sublime poeta mártir -melancólico-incomprendido parecerás un ridículo bufón afeminado.
La cafetera emite ese sonido que te alerta que ya está lista tu nueva taza de café, la escena que ha montado el agua te tiene tan hipnotizado que casi olvidas que es es el gran día, el día que elegiste, el que marcaste en el calendario con patética ceremoniosidad. El perfume del café te llama, sales del baño y caminas hacia la cocina con los pies mojados. Te sirves otra taza de ese buen café veracruzano y vuelves a salir al balcón, justo en esa banca que compraste para cavilar sobre tu suicidio durante las noches y ahora estás ahí, bañándote de Sol matutino y disfrutando el momento, tú el que no le hallaba sentido a la existencia porque todo era demasiado insípido ahora estás bebiendo un excelente café, de ese cuya crema es tan espesa como un capuchino, de ese que sólo puede prepararte una cafetera de once mil pesos
y es que te resultaba tedioso pasar las noches en vela en aquella banca, en aquel balcón, en aquella ciudad mustia, en aquel mundo desahuciado, con el sabor del Nescafe en tu paladar. Otra vez esas pequeñas decisiones que van como eslabón, una tras otra, creciendo como una bola de nieve rodando por una pendiente para llegar a aquel momento donde descubres que planear suicidarse es algo que llena la vida de significado. Estar sentado ahí, engolosinado con el Sol sobre tu rostro, sobre tus ojos cerrados, viendo el color naranja dentro de ti, con el canto de las aves inundando todo, es casi demencial. Se ha vuelto fantasmal el recuerdo de los días donde te levantarse de la cama daba los mismo que salir al mundo.
La mañana en que lo decidiste, se parecía a todas tus demás mañanas, era una mañana gris, había amanecido con una imperceptible pero constante llovizna. La débil luz apenas lograba iluminar la habitación. Respirabas con hastío mirando el techo blanco sobre ti. Sentías una mezcla de bochorno y frío, esa mezcla de ansiedad y pereza que sólo conoce la gente deprimida y que hace de la respiración algo dificultoso. Sentías ese calor en el pecho que se extiende como bochorno viviente por todo tu pensamiento. Sentías que te ahogabas, te quitaste todas las cobijas de un movimiento, pero el calor seguía, ese calor que oprime el pecho y hiede a incomodidad, constante incomodidad que habías arrastrado toda la vida. No era una sensación nueva. Esa incomodidad de no pertenecer a ningún lado, esa que ibas arrastrando por la vida como una capa de superheroe fracasado, tan raída como tu esperanza. Mirabas al techo suspirando, siempre suspirando como si con ello quisieras desesperadamente inhalar más vida. Mirabas fijamente un hoyito en el techo, aquel que conocías perfectamente, mucho más que a ti mismo. Por aquellos entonces te desayunabas (y comías y cenabas) la pregunta de toda tu vida, esa cuyo fétido sabor estaba ya incrustada en tus amalgamas, esa pregunta de sabor sartriano: ¿qué diablos hago de mí? Porque sabías que en ti estaba el universo de posibilidades, pero te resultaba imposible saber qué era lo que querías de ti. ¿Qué eras?, ¿a dónde te llevaría el impulso de la existencia? Tal vez a ese colchón fastidiado de sentirte retorcer en las noches sin poder conciliar el sueño, enfadado de que pasaras la mayoría del día sobre él.
Ahora, el perfume del café lamiendo cada orilla de tu boca es algo que merece ser disfrutado, segundo a segundo. Valorar, esa es la clave para morir, te dices, ¿cómo podría abrirme las venas sin antes disfrutar ese perfecto instante que te estaba obsequiado el Universo a modo de despedida! Abres los ojos y el corazón te late emocionado porque todo se ve gris, se ve gris por que has permanecido demasiado tiempo mirando al Sol con los ojos cerrados, sonríes, sonríes ligeramente porque el mundo es muy bello, porque ese momento es extraordinariamente bello, no necesitas leer la Critica del juicio para sostener que ese instante es universalmente bello, porque lo es. Sonríes y amas tu sonrisa, esa sonrisa que creías muerta y ya putrefacta. Tu mente de artista siempre perfeccionista estalla, debe existir un Dios, piensas, no puede haber semejante obra en anonimato. Tragas el último charco de aquella taza de buen café, inhalas el perfume tibio que ha dejado en la taza y suspiras. Te dices que tal vez mañana lo hagas, tal vez mañana te abras las venas en la tina de porcelana, hoy en cambio, hoy te parece un día que vale la pena ser vivido.
y es que te resultaba tedioso pasar las noches en vela en aquella banca, en aquel balcón, en aquella ciudad mustia, en aquel mundo desahuciado, con el sabor del Nescafe en tu paladar. Otra vez esas pequeñas decisiones que van como eslabón, una tras otra, creciendo como una bola de nieve rodando por una pendiente para llegar a aquel momento donde descubres que planear suicidarse es algo que llena la vida de significado. Estar sentado ahí, engolosinado con el Sol sobre tu rostro, sobre tus ojos cerrados, viendo el color naranja dentro de ti, con el canto de las aves inundando todo, es casi demencial. Se ha vuelto fantasmal el recuerdo de los días donde te levantarse de la cama daba los mismo que salir al mundo.
La mañana en que lo decidiste, se parecía a todas tus demás mañanas, era una mañana gris, había amanecido con una imperceptible pero constante llovizna. La débil luz apenas lograba iluminar la habitación. Respirabas con hastío mirando el techo blanco sobre ti. Sentías una mezcla de bochorno y frío, esa mezcla de ansiedad y pereza que sólo conoce la gente deprimida y que hace de la respiración algo dificultoso. Sentías ese calor en el pecho que se extiende como bochorno viviente por todo tu pensamiento. Sentías que te ahogabas, te quitaste todas las cobijas de un movimiento, pero el calor seguía, ese calor que oprime el pecho y hiede a incomodidad, constante incomodidad que habías arrastrado toda la vida. No era una sensación nueva. Esa incomodidad de no pertenecer a ningún lado, esa que ibas arrastrando por la vida como una capa de superheroe fracasado, tan raída como tu esperanza. Mirabas al techo suspirando, siempre suspirando como si con ello quisieras desesperadamente inhalar más vida. Mirabas fijamente un hoyito en el techo, aquel que conocías perfectamente, mucho más que a ti mismo. Por aquellos entonces te desayunabas (y comías y cenabas) la pregunta de toda tu vida, esa cuyo fétido sabor estaba ya incrustada en tus amalgamas, esa pregunta de sabor sartriano: ¿qué diablos hago de mí? Porque sabías que en ti estaba el universo de posibilidades, pero te resultaba imposible saber qué era lo que querías de ti. ¿Qué eras?, ¿a dónde te llevaría el impulso de la existencia? Tal vez a ese colchón fastidiado de sentirte retorcer en las noches sin poder conciliar el sueño, enfadado de que pasaras la mayoría del día sobre él.
Ahora, el perfume del café lamiendo cada orilla de tu boca es algo que merece ser disfrutado, segundo a segundo. Valorar, esa es la clave para morir, te dices, ¿cómo podría abrirme las venas sin antes disfrutar ese perfecto instante que te estaba obsequiado el Universo a modo de despedida! Abres los ojos y el corazón te late emocionado porque todo se ve gris, se ve gris por que has permanecido demasiado tiempo mirando al Sol con los ojos cerrados, sonríes, sonríes ligeramente porque el mundo es muy bello, porque ese momento es extraordinariamente bello, no necesitas leer la Critica del juicio para sostener que ese instante es universalmente bello, porque lo es. Sonríes y amas tu sonrisa, esa sonrisa que creías muerta y ya putrefacta. Tu mente de artista siempre perfeccionista estalla, debe existir un Dios, piensas, no puede haber semejante obra en anonimato. Tragas el último charco de aquella taza de buen café, inhalas el perfume tibio que ha dejado en la taza y suspiras. Te dices que tal vez mañana lo hagas, tal vez mañana te abras las venas en la tina de porcelana, hoy en cambio, hoy te parece un día que vale la pena ser vivido.
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