¿Qué es una estrella? ¿puedes tocarla? ¿puedes comértela?
¿puedes matarla?...¿eres una estrella?
Undertale
La peor clase de melancolía es la que te da el anhelo de
algo que no fue. Los pudiera se clavan en la mente como el frío que se cuela
por la ventana abierta. Es un horario tan malsano que sólo se puede pasar
pensando en las decisiones de la vida. Un cigarro muere inadvertido en un
cenicero en la parrilla de la cabina, él tiene la vista clavada en el camino
que se dibuja entre las espesuras de la noche. El trajín es rutinario, con los
ojos fijos en el camino pero la mente deambulando. Nunca en la autopista. Le
parece curioso que en ellas siempre le da la sensación de estar pero no estar.
Usualmente ese pensamiento, para él, siempre desemboca, tarde o temprano, en la
penosa revisión de su pasado. Y el
camino rompiendo al filo de la ventana, el viento frío en la cara, le resonaban
en la cabeza que ya viajaba en el tiempo. Hubo un momento en que todo parecía
que sería fantástico. Incluso lo pareció ya que consiguió este empleo tan
ingrato. La primera vez que vio la carretera, la parte que va de Puebla a Veracruz
y Tamaulipas, se quedó sorprendido. Esta carretera ahora era una parte de él,
tras incontables veces que la recorría. La carretera es la misma, sólo que hoy
es uno de esos días en los que está pensando qué rayos está haciendo de su
vida. Jamás se había sentido tan solo como ahora. Es de noche, hace frío y la
única compañía es la voz de Peggy Lee resonando en la cabina. Ella parece
distante, como una voz que se aleja cuando él se acerca. No es gratuito que los
trailers suelan tener nombre de mujer. Se gana la vida recorriendo distancias,
llevando las cosas del punto A al punto B. Para eliminar la distancia entre
algunos objetos, él pone distancia entre él y el resto del mundo. Nada sucede
sin el mundo. Es el tercer día de viaje
y no tiene sueño. Los hombres solitarios descansan poco y ululan mucho. Hay una
belleza que se cuela tras el tejido de la puesta, acaso sea la canción, la luna
ebria de estrellas o la hermosura
inefable de la melancolía. Entonces presta
atención a la letra de la canción y piensa en lo distinta que sería su vida si
hubiera escuchado esta canción antes de escoger este trabajo. Las decisiones se
toman a la ligera la mayoría de las veces. Sacrificó su tiempo por dinero. Y
piensa en cómo sería su vida si hubiera decidido otras cosas, piensa en aleteos
de mariposas. Pero en el fondo no se arrepiente de nada, sólo es un ocio súbito
que viene cuando los ojos se llenan de líneas blancas que mueren bajo el
ronroneo de un motor. Cuando se tiene mucho tiempo para pensar, convocamos
demonios que se materializan con la facilidad con la que nos damos por vencidos
cuando algo va mal. La revisión de su pasado siempre traía como resultado una
mezcla entre tristeza, melancolía y resignación. Lo peor de todo era la
resignación. Le era terrible tener pedacitos de sí desperdigados por el país.
Sentía que nunca acababa de estar en un lugar. Ganaba mucho dinero pero nunca
había con quien compartir las veleidades de las que la opulencia se jacta. Se
acompañaba por mujeres que le amaban una hora al compás de unos billetes, por
otros traileros tan solitarios como él, de las personas con las que sus codos
se encontraban en las fondas y restaurantes de la autopista. Pero la unión de
soledades no siempre arroja como resultado la compañía. No con cualquiera se
está realmente cómodo. La amistad se vuelve artificial sino se procura o si es
interesada. Pero estaba resignado a sus compañías desechables, era parte del
terrible trabajo que le había sucedido. Incluso ya se había acostumbrado a
ilusión del descanso propia del dormir en un camastro en una cabina de tráiler.
Dormir en algún motel pocas veces era mejor, la venta de droga es escandalosa
en los hoteles cercanos a las carreteras. La clandestinidad es algo que se
incrementa con la noche, sobre todo en los recovecos donde la ley no asoma, no
hay jurisprudencia alguna en mitad de la nada. Un sopor maldito y pegajoso se
abalanza sobre él. Es consciente de cómo su existencia es drenada poco a poco.
La vida está ganando y él está perdiendo. Su inflamable consuelo, el creer que
aún tiene tiempo de vivir, cede conforme la carretera se dibuja frente a él.
Necesita abrir los ojos. Piensa que quizá no sea mala idea parar por un momento
mientras saca, con una habilidad que sólo da la práctica, un cigarro de la
cajetilla sin soltar el volante ni un momento. Lo enciende y sólo entonces
agacha la mirada para presenciar el beso de la flama con el papel. La belleza
dura un instante, sube la mirada y en medio de la carretera divisa un hombre
adelante. Va caminando tranquilamente, como si nadie le hubiera dicho que ya es
de madrugada y que está en medio de una autopista. Él toca el claxon para que
el hombre se quite. No se quita. Insiste. Tampoco se quita. Reduce la velocidad
y pasa al lado de él, es un hombre bien vestido, trae una corbata y un traje
impecable. La autopista no es muy grande y se enarbola alrededor de la sierra
así que representa un peligro pasarla sin llevar el tráiler bien al centro de
ella, un peatón insolente es un peligro en carretera. Por el retrovisor ve al
sujeto, que lleva la mirada fija hacia adelante, con los ojos bien abiertos.
Voltea a la carretera y luego de nuevo al retrovisor. El hombre que camina mira
fijamente al retrovisor. Sus miradas aparentemente se encuentran y él se siente
incómodo. Por alguna razón aquel nimio evento lo dejó sugestionado. Al menos se
alegra de que los terrores que estaban bailando en su mente se disiparon,
distraídos por el prospecto de lo extraño. Decide seguir manejando hasta que el
sueño sea necesario.
La madrugada gobierna la noche para cuando los ojos le
empiezan a pesar. Ha pasado una hora desde que aquel hombre no se quitaba de la
autopista: Puebla ahora en el retrovisor, Veracruz en el parabrisas. La
tranquilidad ha vuelto en forma de modorra. Empieza a ser conveniente conciliar
el sueño. Un motel le va bien. Conoce uno a unos cuantos kilómetros, ha dormido
antes ahí. La espalda no duele demasiado por las mañanas en esas camas y eso es
suficiente para él. Se ha terminado sus cigarros y el prospecto de otra
cajetilla impulsa un poco más su pie en el acelerador.
Una niebla flota en el ambiente. La eme de motel es un hoyo
negro que contrasta con la luz de las demás letras. Todo lo demás es oscuridad.
Cuando el tráiler se detiene, el silencio se vuelve palpable. Sólo cuando baja
se percata de la extrañeza del ambiente. Un auto se rebela contra el tremendo
vacío del estacionamiento; el motel es un cementerio. Ninguna luz canta en el
dintel de las puertas de las habitaciones. Camina hacia la recepción, pasando
por el estacionamiento. Cuando estaba por llegar a la puerta, de atrás escucha
el sonido del metal sobre el metal. Voltea de inmediato y ve a un hombre parado
al lado de aquel auto en mitad del estacionamiento. Los ojos y una sonrisa le
brillan a aquel sujeto de traje y corbata. Si no fuera imposible, diría que sus
ojos son rojos. Se acerca a él y sólo entonces se da cuenta que es el mismo
tipo que vio hace poco más de una hora. Pero es imposible. Y sin embargo ahí
está. Un hola se masculla dentro de su boca y muere tímidamente en la noche
fría. La voz le tiembla, los dientes quieren castañetear. La niebla espesa. No
hay respuesta. Sólo silencio y una mirada fija y encendida. Ninguno se mueve.
El viento susurra durante un minuto eterno. ¿Eres una estrella? La pregunta
resuena en la noche, la voz solemne pero fría que la profirió le causa
desconfianza y da un paso atrás. El hombre de traje se acerca un paso. Cada
paso hacia atrás de uno equivale a un paso hacia adelante del otro. Luce
confuso y tiene un sudor frío en la frente. Se disculpa y camina hacia el
tráiler. No necesita dormir, no aquí, no ahora. Quiere irse. Camina más rápido.
Sus pasos resuenan en el asfalto del estacionamiento. Le reconforta que sólo
escucha sus pasos. No necesita voltear para saber que el hombre de traje no lo
sigue. El confort se incrementa cuando el sonido de las llaves en su bolsillo
es detonado por su mano. Apura las llaves a la puerta de la cabina y entra al
tráiler. Gira la llave en el mecanismo y alza la mirada. Con el rabillo del ojo
derecho ve al hombre de traje afuera de la puerta del copiloto, subido en el
trailer, mirándolo fijamente con una sonrisa plena en el rostro. La puerta está
cerrada y no puede entrar, pero de todas formas él tiene miedo de que lo haga. Entonces,
el hombre de traje le pregunta de nuevo ¿eres una estrella? Con la voz
temblorosa le dice que no, que no lo puede llevar, que se baje y que lo deje en
paz. La sonrisa jamás se borra, aquel hombre de traje baja del escalón del
tráiler y sale la pantalla que es la ventana, siempre sonriendo. El motor
ronronea furioso, las llantas giran bruscamente y el tráiler empieza a comerse
la carretera. Por el retrovisor ve el motel y al hombre de traje. Vuelve sus
ojos a la carretera, suspirando, pero algo dentro de él, una sensación que los
hombres llamamos instinto, le convoca a mirar de nuevo por el retrovisor. El hombre
de traje está corriendo. Bracea pronunciadamente y sonríe, la corbata se agita
en el aire como una lengua. Entonces quita los ojos del retrovisor y mira el
velocímetro: veinticinco kilómetros por hora. Si no fuera inhumana, su
habilidad atlética sería admirable. Acelera un poco más, está nervioso y
asustado. El velocímetro reza cuarenta y cinco. Sólo cuando llega a cincuenta
se atreve de nuevo a voltear por el retrovisor: el hombre de traje sigue ahí.
Incluso corre más rápido, parece más cerca del tráiler. Ahora no sonríe, se
está carcajeando. Eso no es humano. Se toquetea la ropa mientras corre. Es
peligroso no ver hacia adelante pero no puede quitar los ojos del retrovisor.
Lo inaudito es hermoso. El horror del retrovisor maravilla (más que la belleza
del paisaje en el parabrisas). El traje se hace girones, la piel se le agrieta,
se enrojece, se dilata y su fisonomía cambia monstruosamente, las carcajadas se
convierten en chirridos de dientes afilados. El tráiler ahora va a setenta, las
líneas de la autopista mueren tan rápido como las gotas de sudor que encuentran
el funesto destino que es la gravedad. Sigue ahí, corriendo atrás de él, el
compartimento de carga baila con la velocidad, con el camino sinuoso. Llega a
noventa, se crea un registro automático del exceso de velocidad e irá
directamente a su expediente. Qué importa, tiene que huir de esa abominable
criatura, el empleo no le importa tanto como la posibilidad de vivir su vida un
poco más, quizá renuncie al empleo, piensa, ya sin ver por el retrovisor y
empezando a hilar las ideas que de nuevo vuelven a su mente. Los chirridos ahora
se difuminan en la noche. Se da el tiempo de realmente ver de nuevo hacia
adelante, el adelante que ya no es sólo la ruta de escape, sino lo que hay y
que dibuja el prospecto de lo que viene, de nuevo es consciente de dónde está,
de lo que está haciendo. Ahora parece seguro voltear hacia atrás. Lo hace. Objects
in the mirror may seem closer than they appear. Quizá no haya sido del todo terrible lo que le sucedió esta
noche. Fue una especie de bofetada metafórica, una ráfaga de adrenalina. Se
sintió vivo; la experiencia con la posibilidad de la muerte le reivindica con
el ahora y la emoción se replica en las cosas que se ponen frente a él: el río
que corre al lado de la carretera, el agua no se ve enverdecida a estas horas
de la noche, las palmeras osadas que se mezclan entre los matorrales y los abetos.
Saborea la vida. El sueño se le ha ido y está plenamente despierto. Decide
conducir toda la noche, embeberse de kilómetros de carretera y de la naturaleza
antes de volver a dormir.
Pasaron unos días antes de que recordara y se preguntara si
era una estrella, ese día de nuevo hizo una revisión de su pasado. Entonces volvió el hombre del traje.
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