Presentación

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lunes, 31 de octubre de 2016

La falacia de la práctica

La falacia de la práctica

De Sócrates se recuerda el afán por establecer una conversación. Ese afán que hacía enfurecer al vanidoso y dudar por un instante a las almas jóvenes. Ese afán que era muestra de algo que él disfrazaba según su interlocutor. En él se funde un misterio. Un ignorante podría hacer preguntas como las suyas, pero no podría conducirlas como él, lo cual mostraría la diferencia. Esa diferencia que es propia de saber y de la verdad: que nunca se acaba de perseguir. Una diferencia que mostraba que las disposiciones prácticas no podían ser tomadas a la ligera, que la falsedad era algo por lo que un alma amorosa tenía que preocuparse de ver en sí. Una vida consumada en la palabra, lo mismo avocada a su defensa propia, que era discusión de su actividad, que a la meditación de lo intrincado en lo metafísico. Una constante en torno a la importancia de la sofística para la política y el conocimiento. Porque la virtud debe buscarse con esfuerzo y no con esoticismo.
El amor a la verdad no es el gusto por saber. El gusto por saber y por pensar son manifestaciones de ese amor. Amor que está basado en un deseo humano. Ese deseo que permite que haya ciencia, técnica y guías prácticas. Ese deseo que permite que se hable de la búsqueda de una vida, una que consideremos buena. Ese deseo que permite que nos equivoquemos. Decía Chesterton que lo que más debería de preocuparnos en un hombre tendría que ser su filosofía, porque todo lo que él hace y es brota de ella. Un hombre moderno debe preocuparse por entender lo moderno, para saber si su vida tiene sentido viviendo y pensando de tal modo. No sólo si tiene sentido, sino también si está en lo cierto. El hombre debe discutir filosóficamente en el sentido en que lo marcan sus creencias personales. El error de la modernidad está en creer que puede haber un mundo en donde eso sea una cuestión secundaria.
Eduardo Nicol observaba que la filosofía nunca fue útil. No nació como técnica. Las preguntas morales y metafísicas no nacieron históricamente a la par que ella. Si llegó a existir la palabra, esa herencia perpetua de la magnificencia griega, tuvo que haber brotado de otra instancia que no fuera una disciplina tradicional, como lo quieren entender en la universidad. Platón, mejor que nadie, entendió más que a la perfección que hay algo en la palabra y la verdad que puede elevar al drama una conversación. Una instancia que plantea un laberinto con lo poético. Esa instancia que nos traslada a ver en las tiranías históricas que son parte de un problema profundo que, en esencia, no se transforma. Nos lleva a pensar y a apreciar lo que la tiranía es y lo que la justicia encierra para comprenderla. Problemas que nos pegan en la cara y nos empujan a dejar atrás nuestra perplejidad en torno a ellos. Problemas presentados siempre en la acción, como si mostrara un correlato constante entre lo hecho y lo pensado o lo dicho, un correlato bruñido con arte en la naturaleza del hombre.
Uno puede navegar en lo poético porque las observaciones y descripciones de un poeta están hechas para que mediante la imitación uno se guíe. Ese viejo problema sobre el original y la copia que todos dicen que Platón creyó a pie juntillas no es sino un remedo de la experiencia de lo imitativo, que muestra lo pobre que es nuestra experiencia de la verdad. El misterio que hace la tensión es ¿por qué el poeta no es lo mismo que el filósofo? Señalar que son dos modos de expresión distintos es apenas el comienzo. Si hay algo como filosofía, la pregunta debería ser más radical del simplismo que aparenta. Su radicalidad se ve cuando uno trata de encontrar la verdad sobre sí, en ese espejo que está forjado a partir de la misma naturaleza de la palabra y el actuar del hombre.
Si lo anterior es cierto, quiere decir que la felicidad es un verdadero problema. ¿Por qué vivir para pensar las preguntas que todo mundo sospecha pero que responde de manera relativamente fácil? ¿No basta la “práctica”? La virtud sólo se da en la verdad, lo cual quiere decir que el problema del deseo no está en su satisfacción, sino en su naturaleza. Hay metafísica porque toda pregunta gira en torno al autoconocimiento. La pregunta por la mejor vida organiza la política, y ella no puede ser respondida sin filosofía. Dicen los que se ven filósofos que es ella la mejor vida. La aspiración más alta reside en lo común, como Chesterton demostraba en El hombre eterno. La vida en la verdad brota del hombre: un ser intermedio. Sólo de ahí puede decirse que se busca la mejor vida, como deseo de lo mejor, porque saber es bueno para el hombre. Sócrates confundía a los interlocutores con la pregunta por lo bueno, porque todos creían saberla. Todos creemos saber lo que es bueno para nosotros, hasta quienes dicen que el término “bueno” no debería de existir. En la crisis, el pensamiento se requiere con una exigencia especial: evitar confundir la libertad con la estulticia. Por eso cada hombre puede también tener su filosofía, para ser discutida y esgrimida: para que pueda acceder, desde su lugar, al problema que siempre nos picará las costillas.




Tacitus

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