Presentación

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domingo, 20 de agosto de 2017

La tumba fabulada

La tumba fabulada
Parece que admitir que la muerte es el único punto claro (porque es lo único cierto, sin importar el modo en que ésta acaezca) del futuro es toda la sapiencia que se necesita para entenderla como un fin natural. Como dijo el narrador del Quijote, ningún hombre está exento de ese efecto de la ley natural, ni siquiera el caballero andante. En el último episodio de esa gran novela, ese mismo narrador no ceja en su empeño de llamar al personaje por el nombre que todo mundo recuerda a aquel loco: Don Quijote. Para esa voz, Don Quijote sigue siendo quien es hasta su último aliento. Recordemos que el nombre, cosa extraña, no se lo puso el narrador, sino el mismo personaje. Visto así, decir que Cervantes fue el creador de Don Quijote es tan satisfactorio como una tautología. Para los presentes en esa hora mortal, amigos, familiares y el fiel escudero, la muerte dolorosa del amo, tío, vecino y amigo extravagante tiene un origen claro: muere por un abatimiento melancólico. El doctor es quien lo confirma. Pero el lector hará mal si no nota que la causa de su muerte no es esclarecida, y esa observación tiene que ir hermanada con la capacidad para notar que el único que no dice que Don Quijote muere es el mismo Don Quijote, ya que el que despierta del sueño febril dando gracias a Dios por la recuperación de su entendimiento es Alonso Quijano, alguien hasta entonces desconocido para el lector. ¿Cómo esclarecer estos vericuetos y enredos en que se debaten la hidalguía y el caballerismo?
El empecinamiento del narrador indica que para él no existe diferencia personal. Don Quijote es el hombre de carne y hueso que yace enfermo y delirante en sana claridad, pidiendo sacramentos, y también el que llegó a La Mancha derrotado. Muere, en efecto, Don Quijote. ¿Por qué Alonso Quijano podría ser el mismo, además de la coincidencia material en los huesos, el rostro y el talle ya derruido? Hay, al menos, dos respuestas posibles: Don Quijote ha sanado, en efecto, y Alonso Quijano sólo es la comprobación de ello; o, en otro caso, Don Quijote permanece siendo él bajo la máscara de Alonso Quijano. En ambos casos, no se puede evitar pensar en el hecho de que el que muere, al menos según el testimonio del personaje, no es Don Quijote, aunque el narrador le siga llamando así. Resalta el hecho de que, en otro sentido de la palabra, el verdadero personaje parece ser Alonso Quijano, quien nace del sueño de Don Quijote prácticamente para morir. Contradicción aparentemente superficial: Alonso Quijano es joven (casi un neonato si consideramos que no había un nombre fijo para el hombre que existió antes de Quijote) en los términos de la temporalidad novelística, pero lo suficientemente viejo, sano y racional para morir; Don Quijote, el viejo enfermo, ha recorrido parte del terruño español, mostrando mejor lo que un hombre es con vitalidad insuperable. ¿Cómo es, pues, la melancolía un motivo serio para morir en su caso? Viene insoslayablemente otro elemento a agudizar el enigma quijotesco: la locura del caballero manchego nunca dejó de expresarse con una racionalidad impecable. Sus dones retóricos, su entendimiento superior es fundamento del vaivén que él mismo parecía representar: el valor de las armas, nunca usadas en una guerra convencional, y el brillo lógico de la palabra. Se vuelve difícil aceptar que el personaje de Alonso Quijano muere en medio de una racionalidad sana, pues lo que apenas vemos de él son una sarta de plegarias, disparates en primera instancia para sus amigos, la solicitud de confesión y la organización de su testamento, que organiza lo que de él quedará, abominando de su pasado como justiciero.
Difícil es que el final de un personaje que parecía idealista no nos tiente a pensar en la hipótesis de que Don Quijote vence a la muerte, hipótesis romántica. El inicio del capítulo nos hace pensar en la pertenencia del héroe a los movimientos naturales, pero los aspectos ya señalados nos llevan a pensar si la última lección de don Quijote es que en el caso de un hombre esa ley natural de la muerte se vuelve infinitamente compleja. El alma de Alonso Quijano es la que queda confesada, lista para dejar este mundo, habiendo sellado su voluntad en cuatro cláusulas. Si don Quijote se deja morir, como dice su escudero, resignándose a la derrota, que lo privaba de tomar las armas en un año, y al dolor de no ver a Dulcinea desencantada, ¿por qué escogería Cervantes esa muerte y no en batalla? ¿Es el alma de Don Quijote la misma que se confiesa? Otra extrañeza en este laberinto: Alonso Quijano pide que, de ser posible, le pidan al escritor del Quijote apócrifo lo disculpe por haberle dado motivo para desvariar. ¿Por qué no pide que se queme ese otro tomo con el que fue educado su amigo Sansón Carrasco? El repudio a las aberraciones de su vida pasada no parece ya tan extremo. Lo de Quijote no es una sanación ni reconversión, porque quien abjura de la vida de caballero es Alonso Quijano, quien nunca en su breve vida fue caballero. Si don Quijote no muere, eso no lo convierte necesariamente en una idea. El problema de su inmortalidad, creo, no puede juzgarse sin es hecho extraño de que los extremos de salud y enfermedad parecen coincidir con los de Alonso Quijano y Quijote.

Si el hombre moribundo no rechaza las obras ya escritas de don Quijote, no puede uno tomar del todo en serio tal supuesto encono. ¿Por qué morir negando la verdad de la caballería al tiempo que se permite la vida de la obra? Alonso Quijano no desea para su sobrina un caballero andante, porque sabe que tal persona no sirve para esposo. Ni siquiera pide que se borren de la memoria de su escudero aquellos tiempos en que defendió las causas nobles de la caballería andante. La muerte de Alonso Quijano desdice sólo en parte a don Quijote, sin rastro de elocuencia, sino lleno, como ya mencioné, de prisa mortuoria. La lección moral de Alonso Quijano se prueba con la muerte. La compleja lección moral de don Quijote subyace a esa muerte. A don Quijote se lo llevó el sueño, al menos si creemos la supuesta transformación: fue sepultado en un sueño reparador del que nación el hombre sano: ¿no es ese un dramatismo quijotesco de pura cepa? Como si no nos pudiera dejar en claro que la división entre sueño y vida en la obra quijotesca es clara, como si no pudiéramos atender a lo que oímos cuando vemos a Alonso Quijano surgir de ese sepulcro para encontrar otro. Se abre un interrogante profundo para el lector que tiene que decidir si esa muerte deshace todas las esperanzas que el ingenio de ese hombre de la mancha trazó para él, o si es ese fin el mejor de todos para esa superficial contradicción entre el hombre y el personaje, en donde no existe barrera que divida claramente a ambos, porque esa es una de las máximas enseñanzas de la novela y de Don Quijote mismo. 


Tacitus 

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