Defensa del milagro
El
amor libre nos ha cegado. Hemos creído que todo deseo, por el hecho mismo de
basarse en la individualidad del que lo alberga, es digno. Nos ha hecho pensar
que el amor no merece apología alguna, por ser bueno sólo por el gusto y el
arbitrio personal. Analicemos esto desde el discurso erótico dominante de
nuestras vidas en público y en privado: el sexo. En él, creo se hayan puestas
nuestras esperanzas de alcanzar una vida libre, genuinamente feliz y pacífica,
sin distinción ni discriminación alguna. Es el estandarte de nuestra paz
amorosa.
Sé
que esto puede confundirse muy bien con la impudicia o con el discurso de los “tabús”.
No se preocupen, no vengo a destapar mis miserias, pero tampoco pienso aceptar
la poca vergüenza del progreso moral moderno. Sé muy bien que todos pensamos
que ya se nos ha demostrado que en el sexo no hay nada más que la expresión
descarnada del hombre: es el fin que todos buscan mediante la natural fogosidad
del amor en nuestro cuerpo.
¿Es
parte de la naturaleza como lo es el comer, o es parte de amar? Son dos cosas
distintas. La pregunta no está exenta de una maña: responderla necesita de
nuestra interpretación de lo natural. Si somos sinceros, tendremos que
relacionar eso con nuestra idea del cuerpo. En el amor libre se debe
sobreentender que todo se debe en el fondo a algún movimiento corporal, por lo
cual no hay que asustarse ante ello. Antes bien, quien reprima la naturaleza,
se envuelve inmediatamente en las injurias de todos.
El
argumento siempre es el mismo: nadie puede juzgar lo que me complace. Si hay
placer, inmediatamente le dejamos campo abierto a la libertad. Es decir, lo que
sea que nos complazca contiene la felicidad. ¿Cuál es el secreto de esto? Es el
racionalismo mismo. Thomas Mann argumentaba que, aunque Freud y sus seguidores
se erguían orgullosos de portar la bandera de lo irracional, que los autorizaba
como defensores de la existencia de las pulsiones y del inconsciente, Freud
mismo era un racionalista moderno más. Creo que se refería a que el
psicoanálisis es otro modo de ejercer el racionalismo moderno, que tarde o
temprano acepta la negación del alma. Si la ciencia moderna se empeña en
demostrar que el amor es parte del cuerpo, Freud sólo refuerza ese dogma sosteniendo
como lo hace la importancia del sexo en la vida del hombre para entenderlo tal
y como es. El sexo es la interpretación racionalista que banaliza la naturaleza
erótica del hombre a través de la idea del cuerpo. Para ambos la moral al
respecto del sexo deviene trivial.
No
es coincidencia que lo placentero, lo bello y lo bueno nos parezcan ahora
asuntos totalmente relativos. Es ahí donde radica el problema sobre el amor.
Eros le muestra al hombre su naturaleza cuando vislumbre y persigue la belleza
en un rostro; sin embargo, eso no significa que Eros sea amoral. Es sólo porque
tenemos noción de lo bueno que podemos extrañar y perseguir al enamorado. El
hombre es erótico precisamente porque cada uno se distingue en lo que desea,
pero eso no los hace a todos los más buenos inmediatamente. Siempre
distinguimos entre lo que nos parece mejor y lo que nos parece peor. Es sólo
que no siempre acertamos, porque la verdad no es tan cristalina en todos los
casos, por eso el hombre es un “ser intermedio”. Curarnos del racionalismo
moderno sólo puede ser posible si nos adentramos a entender la naturaleza con
otra luz que no sea la artificialidad de la materia orgánica. Eros es el
correlato necesario de los principios del mundo para explicar al ser que es
enteramente desigual a las demás cosas creadas: el hombre. Según entendamos esa
relación, nos jugamos nuestra perversión o nuestra posibilidad de ser todavía
buenos.
Tacitus
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