Presentación

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lunes, 4 de enero de 2016

Cincelando con mi estrella


EL ARCA DE LO IMPOSIBLE


Cincelando con mi estrella

Hace poco tiempo había escrito las siguientes palabras pero, sinceramente, ya no sabía cómo incluirlas en este espacio. Su nacimiento era distinto del de ahora, pero las considero adecuadas según mi experiencia estos últimos meses. Además, quiero comenzar el año con mejores entradas para mis pocos lectores, y continuar así el resto del mismo. Hoy les escribo, cómo diría Urbina, telescopiando las imágenes interiores a través de la pluma, fuego de la imaginación y humo de las ilusiones. Y es que, hay ocasiones en las que he oído decir, ¿de qué puedo escribir?, ¿lo que escribo será apropiado para mis presuntos lectores?, ¿sucede algo a mi alrededor que sea digno de caer bajo mi pluma? Es decir, de lo que pasa en mi experiencia, ¿qué cosas se prestan mejor para escribir? Considero que el único remedio para este mal es hablar de lo que uno lleva en el fondo de su espíritu. Esto no quiere decir que me haya quedado árido de ideas, queriendo urdir de mi experiencia un adagio o aforismo, sino todo lo contrario, una idea me resonó como campana catedrática y he querido detenerme para pensar. Escribiré dejando el libre correr de la pluma, única diferencia con respecto a mis pasadas entradas. Pero esto, me parece, debe explicarse con lo siguiente.

En español tenemos una frase que dice: “las palabras se las lleva el viento”. Es verdad. Toda palabra, una vez dicha y expulsada del aparato laringo-bucal, se pierde y diluye en el pasado. De ahí que al senado romano se le haya dicho: verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, lo escrito permanece). Borges parece pensar lo contrario, es decir, que más bien la palabra que vuela es más importante que la escrita, pues los verdaderos maestros jamás nos legaron libro alguno. Sin embargo, el lenguaje a veces se porta travieso y en ello parece radicar su constante mutabilidad. Pero también sucede que aquellas palabras diluidas en el aire son conservadas por un accidente del lenguaje, la escritura. De modo que, parafraseando e invirtiendo la frase anterior, debería existir un modo en el que podamos escuchar al viento hablar.

Parto del hecho de que la escritura no sólo es un medio de comunicación lato o simple, sino una compleja imagen o retrato de la naturaleza humana, de lo racional y sensible en él. Aquí me detengo a escribir no sólo para poder acercarme a esa naturaleza, sino para disfrutar de ese pequeño aliciente de la vida, la mudanza, pues, como dice mi amigo, llorando y riendo pasamos el rato. Gustamos del palique. Diario decimos y hacemos, y hablamos de lo que hacemos y decimos, con uno mismo y con los demás. Y la vida se nos va en ello. Que la palabra se haya volcado al papel no sólo le dio firmeza a la cuestión jurídica (que por ello se le acuñó al senado romano, que hoy sufrimos bajo el desesperante “papelito en mano”, y peor aún, que para constar mi identidad requiero de un papel, es decir, de un Acta), sino que abrió una brecha a las musas menores, como dice Alfonso Reyes, a la escritura. Para el senado lo escrito sólo era una evidencia más certera, pero dudo que realmente sirviera de mucho. Basta con que tres personas intenten narran un mismo suceso. No me refiero a eso, lo que estoy diciendo es que hay un hacer del hombre bastante misterioso, la palabra. Pero la palabra, como se dice, se la lleva el viento.

Hace un año le dije a una persona que para mí la escritura era como el espejo del alma. No sé si entendió lo que quise decir con ello. Ojalá puedas entenderme mejor con esto. Dante dice que la palabra es un signo de lo mortal y divino en el hombre. Transmitir la palabra es un dón propio de dicha creatura, que lo único que consigue es alabar a su creador. Pero basta de citar a tantos autores, como dice Montaigne, que yo sólo cito lo que he vivido, de lo que tengo experiencia, ut ne quis nimis (en todo evita la demasía).

De algún modo el contenido de la palabra escrita escapa a toda explicación científica, es decir, a una explicación clara y distinta. Por ejemplo, de aquellas veces que andaba en el camión, y no en la combi, rumbo a mi casa, escuché que ya se había descubierto en alguna universidad norteamericana el lugar donde se hallaban los recuerdos en el cerebro, que eran como “globitos”. Atónito, lo miré consternado, pero devolviéndome la miraba como si fuese algo muy sabido callé. Dudo mucho que eso sea verdad, pues sería como juntar los índices, de una manera bastante superficial, en La creación de Adán de Miguel Ángel. Como luciérnagas, buscamos diariamente aquello que nos mantiene vivos, que si se pudiera tomar como la manzana del árbol, de nada servirían los grandes tratados escritos por magníficos pensadores. Es verdad que los grandes problemas requieren de grandes pensadores, pero tan verdad es que un gran poder requiere de una gran responsabilidad. Lo sé, quien dijo eso no estaba pensando en lo que ahora me ocupo.

Nuestra vida es una vasta colección de experiencias. Comiendo con amigos nos dieron unas pastillas de menta al pagar la cuenta. Tomé una que decía en su envoltura: “De joven, de ilusiones, de viejo, de recuerdos”. ¿Qué sucede si lo invertimos?, ¿no es verdad que también de jóvenes estamos llenos de recuerdos, así como los viejos llenos de ilusiones? Los años de vida no siempre corresponden a la experiencia adquirida. Hay quienes conocen el mar hasta los veinte o treinta años. De modo que si pudiésemos, podríamos vivir más que una persona de noventa y cinco años. Y son esos pequeños detalles, como huellas inciertas, los que llenan cada uno de los instantes de nuestra vida. ¿Y no es verdad que lo que vivo te lo puedo transmitir con estas mis palabras? Tengo la impresión de que, en la mayoría de las veces, la palabra encierra nuestros mayores deseos y anhelos, todo aquello que clavamos en el cielo como una estrella de inmortal esperanza. Nuestros sueños suelen evaporarse con cada día transcurrido. Nuestros anhelos, esperanzas e ilusiones se depositan lentamente como reloj de arena en eso que llamamos experiencia. Los colocamos, si se quiere, en un arca, pues son llevados a un lugar del que difícilmente pueden salir, siendo resguardados en el lugar de lo imposible, pues son cosas que nunca sucederán. A menos que iluminemos el arca y les demos salida, viéndolas a través de un telescopio, se vuelven tan reales como un beso. Ahora bien, esta salida, evidentemente, consiguió hacerse presente con la palabra, pero esta palabra nada tiene que ver con lo que depositamos en el arca.

Por eso, pienso que escuchar al viento hablar es entrar al arca de lo imposible, de lo que cada uno guarda íntimamente en su espíritu. La escritura, en efecto, es un andamio firme para eso que llamamos verdad, pero también se convierte en nuestra musa incierta que nos acompaña a la hora de escribir; la que me vio escribir mis enlodados primeros ensayos, como dibujos de un niño de tres años; la que, celosa, me vio escribirle inútilmente a esa chica de la que me enamoré con sólo verla (que si acaso tu tierna mirada tropieza con estas mis mal pergeñadas palabras, no me arrepiento de haberte dicho que, cuando tu imagen se apartaba de mi lado, la tristeza y amargura se apartaban de donde suelen esconderse para quedarse en mi corazón); la que, con lágrimas en el rostro, me vio escribir una nota de despedida.

Estas palabras que resonaron en el viento dieron en mi campanario, del que, afortunadamente, tengo la dicha de compartir. Por eso escribo, porque la palabra, además de eternizar, da vida, y mejor aún, vivifica nuestra arca de lo imposible.


Aurelius

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