Presentación

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lunes, 4 de abril de 2016

Tiempos de injusticia

Tiempos de injusticia
La difusión de los casos de injusticia podrá aumentar la indignación pública, pero no asegura el juicio más loable de ellos. El aparato del escándalo sólo es el eco del abuso político. Incluso puede pensarse que, en el esfuerzo de no hacerle segunda a las tropelías del poder, uno termina envuelto en el sinsentido de la inutilidad de la política. La línea divisoria entre permitir los abusos e inflamar el ánimo por el repudio y el escarnio de la escena nacional, convertida en farándula de la burocracia, es muy delgada. Lo es porque la farándula sólo se mantiene con los rumores y los gritos. Lo es porque los indignados por las bajezas sociales creen que está muy claro el límite entre la maldad de los otros y la bondad que ven en ellos para exigir el desnudo y el azote de aquéllos.
No hay que confundirnos: una cosa es la justa indignación y la protesta, así como la vida en la discusión pública, y otra la fatuidad del carnaval que nace del vil decoro por lo políticamente correcto. La diferencia debe hacerse plenamente. El escándalo es muy lejano a la discusión: no la admite. Tampoco, por ende, admite el juicio justo y sabio. El escándalo es el manoseo de la democracia. En realidad, la democracia tendría que ser algo para manosear, en el mejor sentido posible del término. Involucra el trabajo y el pensamiento de más de una mano; no son muchas manos en una sola: son muchas manos, en acuerdo y desacuerdo constante, jugándose el trabajo político en ese vaivén. Cuando hay una mano determinante, exclusiva, se extingue toda posibilidad de ella. Por eso no es sólo el poder del pueblo, al menos no como todo mundo quiere entender la palabra “pueblo”.
La indignación actual no sabe pedir la verdad, sólo quiere fraguar la desgracia. El escándalo no pide justicia, pide rabia en contra de la ineficacia. Quiere que se aplique el fuego de la ira contra el fuego de la violencia, y que se expanda ese mismo fuego en contra de la política defectuosa. Pero sigue la lógica del desprestigio; mira bien, sin llegar al fondo, en el mismo pozo del que brotan las injusticias que repudia, y sólo mira. La ineficacia no es lo mismo que la tiranía. La eficacia puede ser la tiranía de la “política real”. La doctrina de la eficacia y el manoseo de la justicia y la democracia van de la mano: así se vio con la telenovela que escribimos sobre la captura del Chapo. Así se ve con la indignación por los abusos sexuales.
Que no se diga que estoy aplaudiendo las vejaciones claramente denigrantes. Digo que, en realidad, esos casos no nos enseñan cosas que no sepamos. Las muertas de Juárez y el narco llevan años en el cómodo silencio, en la etérea sepultura de nuestra “consciencia” justiciera. Y el imperio del escándalo y la indignación mediática prolongan tal olvido, al no ayudarnos a pensar la injusticia a fondo. La indignación cae en la burocracia de la burguesía moral, en esa administración de la intolerancia hacia lo que nos desagrada y duele, sin llegar a ser compasión genuina ni participación política. Así sucedió cuando ignoramos el movimiento por la paz con justicia y dignidad, que intentaba abrirnos el alma hacia la verdad del país. La mediatización de los abusos y la indignación moderna forman el estatus político perfecto para la inconformidad en la era del progreso: protesta sin discusión para el extravío del papel del ciudadano.

En esa indignación no se sabe de condolencias genuinas. Por eso la tolerancia es una farsa. Sólo se sabe del escándalo del momento. No conocemos el vínculo entre la paz, la justica y la dignidad, porque creemos que la política es de soluciones, incluso antes de tener el problema que nos aqueja bien claro. No queremos paz, sino progreso. Si quisiéramos paz, sabríamos identificar bien los casos que merecen indignación, aun los que, en apariencia, son menores. El progreso intenta abrir las puertas a la inclusión de las “minorías”, pero la paz sabe ver que la franja de la palabra minorías no es relevante para el desarrollo de la política, y por eso no necesita del escándalo para ser deseada.


Tacitus

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