Tiempos
de injusticia
La difusión de los casos de
injusticia podrá aumentar la indignación pública, pero no asegura el juicio más
loable de ellos. El aparato del escándalo sólo es el eco del abuso político.
Incluso puede pensarse que, en el esfuerzo de no hacerle segunda a las tropelías
del poder, uno termina envuelto en el sinsentido de la inutilidad de la
política. La línea divisoria entre permitir los abusos e inflamar el ánimo por
el repudio y el escarnio de la escena nacional, convertida en farándula de la
burocracia, es muy delgada. Lo es porque la farándula sólo se mantiene con los
rumores y los gritos. Lo es porque los indignados por las bajezas sociales
creen que está muy claro el límite entre la maldad de los otros y la bondad que
ven en ellos para exigir el desnudo y el azote de aquéllos.
No hay que confundirnos: una
cosa es la justa indignación y la protesta, así como la vida en la discusión
pública, y otra la fatuidad del carnaval que nace del vil decoro por lo
políticamente correcto. La diferencia debe hacerse plenamente. El escándalo es
muy lejano a la discusión: no la admite. Tampoco, por ende, admite el juicio
justo y sabio. El escándalo es el manoseo de la democracia. En realidad, la
democracia tendría que ser algo para manosear, en el mejor sentido posible del término.
Involucra el trabajo y el pensamiento de más de una mano; no son muchas manos
en una sola: son muchas manos, en acuerdo y desacuerdo constante, jugándose el
trabajo político en ese vaivén. Cuando hay una mano determinante, exclusiva, se
extingue toda posibilidad de ella. Por eso no es sólo el poder del pueblo, al
menos no como todo mundo quiere entender la palabra “pueblo”.
La
indignación actual no sabe pedir la verdad, sólo quiere fraguar la desgracia.
El escándalo no pide justicia, pide rabia en contra de la ineficacia. Quiere
que se aplique el fuego de la ira contra el fuego de la violencia, y que se
expanda ese mismo fuego en contra de la política defectuosa. Pero sigue la
lógica del desprestigio; mira bien, sin llegar al fondo, en el mismo pozo del
que brotan las injusticias que repudia, y sólo mira. La ineficacia no es lo
mismo que la tiranía. La eficacia puede ser la tiranía de la “política real”.
La doctrina de la eficacia y el manoseo de la justicia y la democracia van de
la mano: así se vio con la telenovela que escribimos sobre la captura del
Chapo. Así se ve con la indignación por los abusos sexuales.
Que no
se diga que estoy aplaudiendo las vejaciones claramente denigrantes. Digo que,
en realidad, esos casos no nos enseñan cosas que no sepamos. Las muertas de
Juárez y el narco llevan años en el cómodo silencio, en la etérea sepultura de
nuestra “consciencia” justiciera. Y el imperio del escándalo y la indignación
mediática prolongan tal olvido, al no ayudarnos a pensar la injusticia a fondo.
La indignación cae en la burocracia de la burguesía moral, en esa
administración de la intolerancia hacia lo que nos desagrada y duele, sin
llegar a ser compasión genuina ni participación política. Así sucedió cuando
ignoramos el movimiento por la paz con justicia y dignidad, que intentaba
abrirnos el alma hacia la verdad del país. La mediatización de los abusos y la
indignación moderna forman el estatus político perfecto para la inconformidad
en la era del progreso: protesta sin discusión para el extravío del papel del
ciudadano.
En esa
indignación no se sabe de condolencias genuinas. Por eso la tolerancia es una farsa.
Sólo se sabe del escándalo del momento. No conocemos el vínculo entre la paz,
la justica y la dignidad, porque creemos que la política es de soluciones,
incluso antes de tener el problema que nos aqueja bien claro. No queremos paz,
sino progreso. Si quisiéramos paz, sabríamos identificar bien los casos que
merecen indignación, aun los que, en apariencia, son menores. El progreso
intenta abrir las puertas a la inclusión de las “minorías”, pero la paz sabe
ver que la franja de la palabra minorías no es relevante para el desarrollo de
la política, y por eso no necesita del escándalo para ser deseada.
Tacitus
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