Por fin. Por fin cedía el desierto y salía el Sol; empezaba
a haber más verdor en el camino: muy al fondo del horizonte, se veía un
asentamiento difuminado. El aire bailaba frente a él, las grandes ondas de
calor azotaban inmisericordes. La boca le sabía a tierra y a sal y su
respiración era accidentada. Tenía sed, hambre, sus pensamientos se volvían
redundantes y cada vez más tenues. Caminaba porque quería vivir, porque, a
pesar de los dedos de los pies hinchados, los callos reventados, a pesar de la
pústula tortura, de los brazos llenos de grietas con sangre -intento sin duda
desesperado de su organismo por enfriar el cuerpo-, a pesar de todo, seguía
caminando. Uno, dos, tres, cuatro. A la marcha necia por sobrevivir le iban
espolvoreadas las arenas del suelo y del recuerdo. El gran viento propulsaba
toda esa arena a su rostro, dibujaba caminos serpenteantes en las grandes dunas
que se extendían alrededor de ese gran océano café. También, con sus últimos
pensamientos asidos por completo a algún atisbo de razón, convocaba las grandes
memorias de su vida, aquellos momentos con los que estaba dispuesto a irse al
sueño eterno. Ya no albergaba la misma convicción de sobrevivir, al menos no
era una fe tan arraigada como cuando huyó de aquella masacre, de aquella vez en
que todo lo que conocía se borró de la existencia, el día en que fue el único
sobreviviente de un pueblo entero, aniquilado e incendiado por hombres salvajes
de costumbres atroces y rasgos toscos. Y caminaba. En aquel pueblo habría
ayuda, alimento, seguridad, podría descansar, recuperar sus energías, tenía que
aferrarse a ello. Se dio un leve sopapo en la cara como un castigo por estar
pensando si sentiría los picotazos arrancando su carne, si habría dolor o eso
se habría extinguido cuando cerrara los ojos. Alzó la vista y los vio, todavía
al acecho, una rotonda alada y mortal que flotaba como aureola sobre su cabeza.
“Malditos bichos”, pensó, “todavía no me muero”, dijo. Pasó la casi nula saliva
que había en su boca y continuo su andar por las dunas sin mirar hacia arriba,
siempre sin mirar hacia arriba. No te asomes, Orfeo. Eurídice viene vestida de
negro y con los ojos muertos. Sólo ve hacia adelante, aférrate a la mano de la
muerte y que te impulse adelante. La vida es deliciosa porque es febril. La
idea de morir nos incita a la acción. El hombre vive porque va morir, este
hombre camina porque no quiere morir.
Le llevó algunas horas llegar al pueblo y salir de la
espesura del desierto. Cuando tuvo plena visión del pueblo, sendas gotas
colmaron las enaguas de sus ojos, quién sabe cómo era posible que llorara.
Estaba sumamente deshidratado, hundido en la mierda: parecía imposible el
llorar. Y ahí estaban de todas formas, insolentes brevemente y cada vez más
tímidas, pero ahí estaban, la emoción rezumando salinamente por su cara. Todo
estaba muerto. Había gente tirada por el suelo a diestra y siniestra, puertas
rotas, piel magullada a granel y el olor penetrante de la muerte. Continuó
caminado, contemplando la carnicería, la sangre en las paredes, la desolación
que recorría la gran avenida de aquel pueblo. Un viento cálido murmuraba
mientras sus pasos se adentraban más y más en aquel lugar. Entonces, llegó a la
plaza del pueblo, había muchas más personas que en la calle, algunas no tenían
ropa, otras estaban ya descomponiéndose. Debían ser cientos de ellos. Algunos
buitres se daban un festín con los cuerpos. Había algunos cuerpos crucificados
de cabeza. Vio que a algunas personas les faltaban dedos, miembros completos,
vio personas mutiladas a tajos, gente con las cuencas de los ojos vacías, gente
desollada, tanta gente inocente asesinada vilmente. No había ayuda alguna, sólo
perdición. No sabía qué hacer. Nunca se había sentido más derrotado en su vida.
Lo que en un inicio parecía un regalo, sobrevivir la matanza de un pueblo,
ahora se convertía en una gran broma de la vida. Preferiría haber muerto con
conocidos a su lado, en vez de con extraños. Parecía todo ser obra de los
mismos clanes de salvajes, excepto que aquí había crucificados. Anduvo buscando
comida, agua entre las casas, pero no había nada. Encontrar comida habría sido
milagroso, desde que el mundo vivía las secuelas de la Guerra de los
Champiñones las comidas enlatadas eran unicornios.
Estaba en lo alto de
una colina en las laderas del pueblo. Decidió continuar al norte, como todo el
tiempo había estado haciendo desde que su mundo se acabó por segunda vez. Pensó
que podría encontrar algún otro pueblo si continuaba al norte, además ya era
más probable encontrar alimento en este nuevo paisaje que se abría ante él. Le
sorprendía intentar con tanta fiereza el sobrevivir. Toda la experiencia lo
había amargado con la vida. Se habría matado hace mucho si el revólver que
cargaba tuviera alguna bala. Dos veces todo lo que conocía desapareció. Primero
vino la guerra y luego vinieron los salvajes. Creía tener el derecho a sentirse
agrio y pesimista. Sin embargo, su resolución de vivir era cada vez mayor. Este
era un mundo muy violento, no sobreviviría sino se adaptaba a él. Sabía que
tenía que continuar caminando, estaba muy cansado pero el riesgo de morir si
dejaba de moverse era muy grande. Prosiguió el camino, pensando en aquel
pueblo, en toda esa gente muerta, en si habría habido alguien como él.
Unas horas después escuchó un hombre cantando. Era una
canción incómodamente alegre, demasiado feliz para los tiempos que arreciaban
en el mundo. Siguió aquel sonido, aquella mala voz llena de sentimiento, siguió
al hombre que cantaba a placer. Cuando lo vio, se sintió salvado. Un hombre con
una sonrisa abierta de par en par, un hombre que caminaba al ritmo de su voz,
contoneándose con todo el descaro que sólo puede dar el estar feliz. Iba
cargando un gran bulto en su espalda, probablemente bastante comida. Se acercó
a aquel hombre de cabello negro, nariz aguileña, de dientes chuecos y baja
estatura; cuando estuvo cerca de él, le saludó. La canción terminó. El hombre
saludó a su vez con un gran entusiasmo en su voz y un ademán pronunciado:
-¡Hoooola, extraño! ¿Cómo estás? Vaya que hace un día
hermoso ¿no es cierto? ¡Ahh! Qué maravilla de día, el Sol luce precioso, el
calor me hace sentir tan vivo, el aire llena mis pulmones. Me comería el mundo
a mordiscos. No luces muy bien ¿tienes hambre? Come algo, anda. Espera que ya
te doy algo de comer y algo de beber. Es un pan delicioso, sabe a mantequilla y
te llenará la boca de saliva. Anda, toma, toma -. Le extendió un grueso pan y
él lo comió al instante. Una bota de agua apareció en las manos a aquel hombre
tan extraño. Le daba desconfianza, pero le dio las gracias por su alimento y su
bebida. Le pidió ayuda pero aquel hombre se negó, alegando que prefería viajar
solo “sin ánimo de ofender, amigo”, dijo aquel hombre que en todo el rato no
había alejado nunca aquella sonrisa de su rostro. Entonces le pidió que le
diera más agua, que le diera alimento para poder continuar el viaje, al menos
un poco. A esto se negó nuevamente aquel hombre, pues no tenía suficiente
comida para los dos, le dijo que se alegrara de estar vivo, que disfrutara lo
que tenía ahora, que le regalaba aquella bota de agua y ese pan, le dijo que “la
vida era un juego de lotería”. Pensó que
era un hombre muy extraño y que si lo dejaba ir se iría probablemente su única
esperanza de sobrevivir, así que insistió. La respuesta se mantuvo igual y
aquel hombre volvió a sus andares y a su canción, a su felicidad inaudita. Lo
vio alejarse mientras se debatía. Cada paso que tardara en decidir, lo
convertía en una decisión más y más difícil. Pasó un minuto muy largo, metió la
mano izquierda debajo de la playera, sacó el revólver y corrió para alcanzar a
aquel hombre. La canción se interrumpió a golpe de culatazo en la cabeza. Uno,
dos, tres, cuatro. El cráneo de aquel hombre eclosionaba en una flor roja. El
sonido de los huesos cediendo al impacto llenó el paisaje y silenció aquella
canción tan feliz. Reinaba de nuevo el silencio en aquel mundo sumido en la
barbarie, un mundo donde matar para vivir es cosa de todos los días. Se cansó
pronto de aquello, su energía era limitada, necesitaba más alimento y beber más
agua. “Era él o yo”, se justificaba mientras abría su nuevo equipaje y empezaba
a buscar desesperadamente. Había muchas latas de comida, botellas y botas de
agua, ropa, un libro; al fondo de aquella mochila encontró una bala para revólver,
al verla sonrió y la guardó en la bolsa de su pantalón; también encontró un
pequeño pedazo de papel, doblado cuidadosamente. Su curiosidad se despertó al
instante, así que desdobló aquel papel, doblez tras doblez, hasta que al fin
estaba al descubierto y vio lo que había ahí. No era algo que tuviera sentido,
era un número, el número mil ciento once. Tiró el papel al piso, guardó todas
las cosas, salvo una lata de comida, y prosiguió su camino. Anduvo todo el día,
hasta que el cansancio volvió a él, cuando el entusiasmo de ver la posibilidad
de la vida reivindicado se sosegó y volvió a sentir todo el peso de los días
pasados. Ese día durmió emulando la sonrisa del hombre que mató.
Lo despertó el
olor a orina, la sensación líquida en su cuerpo, en su cara, las risas y las
carcajadas. Cuando abrió los ojos vio muchos hombres a su alrededor. Eran
salvajes y varios lo estaban orinando. Se levantó llenó de miedo, con la cara
traicionando su sorpresa mientras los hombres se regodeaban con su miedo y
aquel líquido se escurría por su cuerpo. Un silbido cruzó el aire y las risas
se silenciaron de golpe. Se abrió un
espacio en aquel círculo de salvajes que le rodeaban y un hombre, que en nada
se distinguía de los otros - salvo que llevaba una chamarra de mezclilla sin
mangas y que estaba perfectamente rasurado- apareció ante él. Se puso enfrente
suyo y le pidió que se arrodillara. Él lo hizo y agachó la cabeza cuando estuvo
en el piso.
-¿Te gusta el arte? -preguntó aquel hombre que lo miraba
fijamente con unos ojos que no reflejaban sentimiento alguno.
-…¿Qué? – Aquel hombre, el líder de los salvajes, le dio
una cachetada que le habría dibujado la palma de una mano en la mejilla, si
hubiera sido dada con la palma.
-Que si te gusta el arte. Te pregunté si te gusta el arte
¿eres un puto sordo?
- No, señor. Sí, señor. Me gusta el arte, creo.
-No creas, quiero un sí señor o un no señor -dijo mientras
le asestaba otra cachetada de nuevo, ahora en la otra mejilla y con la otra
mano.
-Sí, me gusta el arte, señor -Dijo mientras pensaba en
aquellos bellos recuerdos que había en su vida, eran pocos, pero quería que
fueran lo último que pensara antes de morir.
-Qué bueno -dijo el líder de los salvajes- A mí también me
gusta. Y mucho. Dime algo más: ¿pasaste por un pueblo hace poco? Es uno que
está a un día o día y medio de aquí, al sur.
-Sí…sí, señor. Estuve ahí -Dijo él, con la mirada fija en
el suelo, en las botas que llevaba aquel hombre.
-Precioso ¿no es cierto? Es una obra sublime. Yo la he
creado. Yo y mis hombres. Juzgamos aquel pueblo lleno de impíos. Los juzgamos a
todos y los matamos por sus crímenes. Quisiera que todavía existieran las
cámaras, para tomarle fotos a esa plaza. Seguro que ya hay buitres comiendo mi
obra de arte. Qué bueno que la viste. De nada sirve el arte sino es contemplado
por alguien más que quien lo crea. Por eso nos trajo a este mundo Dios, no para
conocerlo a él, sino para que observemos su obra de arte y creemos las nuestras
propias, siempre y cuando sean admiradas. Hermoso. La vista en ese pueblo es
hermosa. Quiero ir a ver esa plaza de nuevo.
-¿Qué crímenes cometieron esas personas, señor?
-Eres un maldito ignorante – el puño de aquel hombre le
dejó un beso violento en la boca – eran todos unos malditos lascivos, borregos
entregados al vicio, incontinentes, de voluntad débil, de mente débil, cobardes,
corruptos. Más de la mitad de las casas eran prostíbulos, mujeres y niñas eran
obligadas a satisfacer los deseos más obscenos de esos hombres malnacidos. No
merecen el regalo de la vida. Así que los matamos. Pero nosotros no somos salvajes,
no. No, no, no. Teníamos que darles una oportunidad de salvarse, darles un
juicio. Así que le dije a mis hombres que alinearan a todas las personas del
pueblo. Les dije que contaran cuatro personas y que a la quinta, la arrastraran
al centro de la plaza. Nadie intentó salvar a las personas elegidas, nadie
levantó la voz, nadie estuvo dispuesto a morir por alguien más. Viven en
sociedad pero no son una comunidad. El hombre es realmente un convenenciero,
una bestia capaz de lo mejor y lo peor. Así que después de ver que nadie estaba
dispuesto a morir, que nadie se rebelaba, los juzgué a todos débiles,
miserables y pervertidos. El nuevo orden del mundo no puede permitirse hombres
como esos. Se trata de reestablecer la civilización y no entorpecer el progreso.
Somos la síntesis, hermano. La tesis fue la energía nuclear, la antítesis la
Guerra de los Champiñones y nosotros tenemos que erigir la síntesis de este
nuevo mundo. No volver a caer en los mismos errores, no engendrar al mismo tipo
de hombre que destruyó este bello mundo que Dios nos ha prestado. Un par de
siglos antes de la guerra de los champiñones, un hombre ya había hablado de
este proceso dialéctico que le da forma a la historia. Para que surja lo nuevo,
lo viejo debe perecer. Las cosas no son buenas ni malas por sí mismas, sino
hasta que nosotros les dotamos ese carácter. Y los hombres de ese pueblo, yo
digo que son malos, son raíces malas que debían ser cortadas para que el nuevo
árbol del hombre no crezca torcido, son hombres que se aferraban imbécilmente
al mundo que las bombas sepultaron. Somos quienes van a reconstruir el mundo,
hermano. Somos quienes impedirán que los hombres destruyan por completo el
mundo, protegemos al hombre de sí mismo. Y para ello deben morir todos los
hombres como los de ese pueblo y otros que también están entregados al vicio. No
es nada personal. Es dialéctica Hegeliana. El conflicto entre tesis y antítesis
es inevitable y necesario. La síntesis no tiene las fallas de sus predecesoras.
El mundo es una obra de arte. Y si no lo
salvamos, no habrá quién quede para contemplarlo, pues la contemplación es
humana. Y por eso es que te dejaré vivir, para que contemples la obra de mi
vida. Así como dejé vivo a un solo habitante de aquel pueblo de mierda. Soy un
líder justo. Les di la misma oportunidad de salvarse a todos. Hicimos un sorteo
y les dije que quien sacara el número mil ciento once se salvaría, todos los
demás morirían. Deberías haber visto la horrible cara de aquel pequeño sujeto,
tenía la nariz afilada y no podía disimular esa sonrisa de dientes torcidos.
Supongo que debe estar no muy lejos de aquí, espero que viva y aprecie lo que
haremos por el mundo. Ser la síntesis, no es fácil, no. Pero es un trabajo que
debo hacer de aquí hasta que mi obra misma cree una nueva antítesis que después
mejore lo que nosotros logremos. Te dejaré ir, sólo porque de repente te has
quedado muy sorprendido, sólo porque estoy de buen humor y porque de nada
habría servido todo mi discurso si te mato ahora mismo. Sólo tomaré tus latas
de comida. Así que anda, vete, vive y no entorpezcas el florecimiento del nuevo
orden del mundo. Y lávate la cara, hueles a orina.
Aquellos hombres se fueron, lo dejaron atrás. Sólo cuando
estuvo solo dejó que las lágrimas cayeran en su cara: de alguna manera se había
matado a sí mismo. Había matado al único sobreviviente de una masacre, al
hombre que creyó tener tanta suerte por sacar aquel maldito número repleto de
unos, había matado a un hombre que había pasado casi por lo mismo que él. Ahora
entendía el júbilo desmedido de aquel hombre que creía haber ganado la lotería.
Vaya suerte. Vaya vida. Golpeó el suelo con los puños, furioso y sumamente
triste. Se sentía muerto. No quería contemplar ninguna síntesis, ninguna obra
de arte, ¿quién carajo es Hegel? Había terminado con la vida de un hombre que
quizá podría haber apreciado la belleza de la vida. Nada tenía sentido.
Entonces, recordó la bala. Esa bala que el hombre que ganó aquel sorteo macabro
llevaba en su mochila y que él guardó cuando lo mató. Sacó el revólver y hundió
la mano en el bolsillo de su pantalón. Sus dedos alcanzaron la bala. La sacó y
la miró fijamente, mientras las lágrimas poco a poco se secaban. Abrió el
tambor del revólver, metió la bala y cerró el compartimento, martilló el arma y
se puso la pistola en la boca. Pensó de nuevo en aquellos recuerdos bellos que
le quedaban, a final de cuentas, quería morir pensando en algo bello, no en lo
que le había pasado estos últimos días, no quería pensar en dialécticas, en
sorteos de vida o muerte, en la decadencia o en la guerra; quería pensar en sus
seres queridos. Quería estar con ellos. Esos recuerdos bellos galoparon su
mente hasta que un gran estallido se disparó contra el cielo... alguien más
habría de sobrevivir y contemplar la síntesis que se estaba creando.
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