Dios
no existe
porque fue a atenderse al
ISSTE. Alain Derbez
Dos hombres están perdidos en una isla desierta. Llevan
más de un año padeciendo aquel terrible lugar. Un día, mientras ambos ven la
inmensidad del mar -ese desierto oceánico que los separa de todo aquello que
conformaba su existencia -, uno de ellos ve humo emanando del horizonte,
saliendo del agua. El espectáculo es inaudito. Al cabo de un par de minutos de
observar el humo, empieza a dibujarse debajo de él la silueta metálica de un
barco estampado en el horizonte. Lo primero que pasa por su mente es
preguntarse si en verdad está ahí ese barco que está observando. Incrédulo,
resuelve tocar el hombro de su compañero náufrago. Le pregunta si ve lo mismo
que él ve. Una vez que el otro náufrago le dice que sí, que él ve lo mismo, que
hay efectiva -realmente- un barco en el horizonte, sólo en ese entonces, el
náufrago se entrega al júbilo. No nos bastamos nosotros mismos para tener
certeza alguna de cualquier cosa. Necesito del mundo. El conocimiento, la
realidad, son un constructo colectivo. Y es que las cosas se mueven dentro del
tiempo, no hay verdades absolutas ni imperecederas. Sin ese vaivén de
movimiento sobre el que reposan las cosas, no sabemos en verdad dar certeza de
ellas. Y ese vaivén, ese movimiento, es el tiempo. En ello pensaba él mientras
tenía los pantalones abajo, a la altura de las pantorrillas; mientras se veía
ese bulto que le estaba saliendo en el huevo izquierdo, pensaba en el tiempo.
En el tiempo que podía llevar ese bulto ahí, en cuánto le había tomado darse
cuenta de que ese bulto estaba ahí. No recordaba haberlo visto esa mañana en su
casa, antes de partir al restaurante. Y sin embargo ahí estaba. Probablemente
no lo vio por la mañana porque estaba demasiado entusiasmado por el prospecto
de la gran tarde que le esperaba a la vuelta del reloj. Y el tiempo seguía
pasando en aquel baño de restaurante. Estaba ahí, parado como idiota,
observando aquel bulto. Seguro si se quedaba el tiempo suficiente observando,
podría ver cómo crecía, pensó. Pero el tiempo oscilaba en su muñeca, corría
raudo a morir y en ese momento recordó que su comida probablemente ya estaría
fría, víctima de la peripecia de la vida que es el paso del tiempo. Nada
permanece como uno quiere, capturar los momentos es algo que sólo le es dado al
recuerdo o a las cámaras Polaroid que tanto le gustaban, y ambas eran
desconfiables. Sacude una imagen
polaroid de esto, cabrón: te está saliendo un huevo izquierdo en tu cáncer,
pensó la voz dentro de su cabeza, sardónicamente. Pero qué importaba la comida,
el tiempo transcurría sumamente lento en aquella cabina de baño. En el baño
vecino, un hombre se estaba muriendo agonizantemente a juzgar por los grandes
pujidos y lamentos que soltaba cada tanto. Pensó en lo mucho que preferiría
tener diarrea a tener un bulto en el huevo izquierdo. Jodido suertudo, murmuró
para sus adentros, pensando en el hombre de al lado. Por primera vez quiso ser
alguien más. Pero luego volvió a sí mismo, lo devolvió al baño la pestilencia
que surgía e invadía el baño al sonido de un plap, el sonido que hacen las
cosas cayendo en el agua. Sofía… pensó románticamente. Llevo mucho tiempo en el
baño, Sofía debe estar esperándome, se dijo. Y entonces, en ese momento, volvió
a pensar en el tiempo. Llevaba cinco años con Sofía, desde la universidad; era
su noviazgo más duradero y sin duda creía que era la mujer con la que pasaría
el resto de su vida, si su huevo izquierdo le daba licencia. Se prometió
recordar el rostro de Sofía hasta la última micro arruga, hasta la última línea
de sus labios, cada armónica imperfección, cada destello de su sonrisa, todos
los gestos que hacía dependiendo su estado de ánimo, los ojos titilantes y
honestos. Y entonces se subió los pantalones, quería crear unos últimos
recuerdos antes de morir (¿acaso la vida no es construir recuerdos?). Además,
necesitaba a algún náufrago que hubiera partido su lomo en la carrera de
medicina, que le pudiera decir, “sí señor, definitivamente ese huevo tiene
cáncer”. Pero él lo sabía, yo lo sabía, tú lo sabes. La vida, la de verdad, no
inicia con ninguna clase de lámpara aplastando la letra i de la palabra Pixar.
En la vida real, en esta jungla desdeñada por Dios, bien puedes un día estar a
punto de casarte y de repente tienes cáncer en un huevo, gracias por
participar. Y entonces se acordó, lo había olvidado, genuinamente lo había
olvidado. Dentro de ese saco alquilado, en la bolsa del lado izquierdo,
reposaba una pequeña cajita negra en la que adentro hubo un anillo de
matrimonio no hace mucho. Definitivamente la velada estaba saliendo muy
distinta a como la imaginaba. Un día lo tienes todo, y de repente, estás
hundido en la mierda más pegajosa y cancerígena. Un día estás salvando la
galaxia y de pronto estás tomando una taza de té con María Antonieta y su
hermanita. Ahora no sabía qué hacer, todo estaba en movimiento, las manecillas
del reloj se estaban moviendo, corriendo como queriendo alcanzarse y el
camarero probablemente ya había colocado el anillo en la copa de champaña de
Sofía: con todo el mal gusto del mundo había decidido proponerse en matrimonio
con un anillo en la champaña, quizá sí merecía tener cáncer. O quizá protagonizar
una película infumable de Joliwud; sólo le faltó contratar a un violinista para
que tocara por una cabeza o algún tango Carlos Gardeloso mientras Sofía veía el
anillo y decía ¡sí! ¡carajo, sí! Sí quiero casarme contigo; luego la gente
aplaudiría, la toma se iría abriendo, salen los créditos y este sueño ha sido
patrocinado por James Cameron, thank you very much. Y en ello pensaba mientras sus
patéticos sueños cedían ante el tiempo y colapsaban en su cabeza, agrietándose
la piel de sus ilusiones, resquebrajándose mientras daba un último vistazo
polaroidesco a aquel tumulto cutáneo tan feo, se subía los pantalones y
abrochaba el cinturón. Suspiró. Abrió la puerta del baño y procedió a lavarse
las manos. En ese momento, mientras el jabón escurría entre sus dedos al
encuentro con el agua, le vino la idea de la muerte, hasta ahora le preocupaba
más la ausencia de las cosas a su alrededor que la suya propia; pero de repente
le vino la idea de que el tiempo en algún momento ya no pasaría por él, le
sería tan ajeno como el respirar. A los muertos les vale madre el tiempo. Tuvo
uno de esos instantes en los que el hombre verdaderamente se da cuenta de su
propia mortalidad. Se procura que a todo hombre le pase pronto, por eso existen
las mascotas, se piensa que el impacto de conocer la muerte pronto puede
exhortar a llevar una vida más adecuada para la longevidad, pero hay gente a la
que simplemente no le importa. Y a él no le importaba, jamás tuvo mascotas y
creyó siempre que vivía su vida al máximo. Y sabemos que cuando se cree que se vive
al máximo, en lo último que uno se detiene a pensar es en la idea de la muerte.
La acción como método para olvidar la muerte. Y ahí estaba, lavándose las manos
y pensando en la finitud de la existencia humana. Algo galopaba por su torso y
subía hasta su garganta. Corrió al baño para vomitar, se abrazó a la taza del
baño durante todo el proceso, se aferró con fuerza a él, como si aquel asiento
de cerámica pudiera curarle su cáncer. Le tomó arcadas y minutos recobrar la
compostura. Estaba abrazado a la taza; el mecanismo anti gente huevona del
retrete le arrojó agua e imperceptibles restos de vómito a la cara. El tiempo
seguía corriendo en su contra, como siempre lo había hecho. Sólo que a veces se
necesita un cáncer para que uno se dé cuenta de que el reloj siempre ha estado
corriendo contra nosotros. Y entonces por fin salió, tras lavarse la boca como
pudo y comerse unos de esos chicles asquerosos de sabores artificiales que
tanto le gustaban. El sabor de la fresa que no es fresa inundó su boca, palió
el olor a vómito pero no la sensación de que la vida se le estaba escurriendo
entre los dedos. Trident no lo puede todo. Salió del baño y al abrir la puerta
le recibió la música, la hermosa tonada de una pieza de música clásica que
estaba demasiado ocupado para poder reconocer, pero que sonó el día que se
graduó de la universidad. Era un lugar muy grande, repleto del murmullo de la
gente, candelabros, columnas de marfil, mesas cubiertas en terciopelo, sillas
vestidas de satín, pinturas pretenciosamente artísticas encuadradas en
arabescos; había mucho movimiento, unas parejas bailaban ese vals ruso en la
gran pista que había al centro del restaurante, camareros en el trajín de su
día a día, llevando comida a toda la gente que se daba cita en ese restaurante
tan exclusivo, repleto del aroma de la gente que vive una mentira ornamentada,
abarrocada por los espejismos que convoca el mundo. Porque claro, si vas a
pedir matrimonio no lo vas a hacer en la mesa de un Vips o un Burguer King, lo
vas y lo haces en un restaurante de la Roma o de Polanco, qué carajos. Y
entonces buscó su mesa. Recordaba estar sentado al lado de una pareja
pretenciosa y una pareja tan vainilla, de esas que se hablan tan bonito que
causan empalago. Y ahí estaba en medio Sofía, aburrida, con la mirada perdida
en el vasto espacio del restaurante, se estaba fumando una plática de Escher y
Hofstadter a las nueve y una retahíla de honey bunnys y cuchurrumines a las tres en punto. Lucía a punto de irse,
fastidiada. Caminó hacia la mesa pensando qué debía hacer, si debía cancelar
todo o si debía dejar que todo siguiera su curso. Todavía podía elegir, el
camarero había tenido la sagacidad de no llevar la copa de champaña mientras él
no estaba y el descaro de no servir comida, así que podía hacerle una seña y
decirle que no llevara nada. Mientras pensaba eso, sus pasos entorpecidos lo
llevaban a su mesa. Se sentó diciendo hola y disculpándose por la tardanza.
Sofía lucía un poco distraída, naturalmente, pero parecía no haberle tomado
demasiada importancia a su ausencia. Su mente extrapoló aquel instante,
pensando si esa sería su reacción eventual cuando él muriera. Pero no quería
pensar en eso. Quería disfrutar el tiempo que tenía con ella, quería disfrutar
la velada. Y entonces tomó la decisión de continuar con el plan. Esta tarde
sería un hombre prometido a una mujer.
Alguna vez alguien me dijo que la peor palabra del
lenguaje es no, pero estaba equivocado. Sin los peros, sin los nos, no hay
diálogo, no hay avance. Coincidir en todo no es divertido. La peor palabra es
no sé. Pero depende a quién le preguntes: la peor palabra es cáncer, sobre todo
si es en un huevo, diría él. Y de nuevo fue consciente de su mortalidad,
mientras Sofía peroraba sobre cómo creía que su relación había llegado a su
fin, sobre cómo ella necesitaba espacio, que necesitaba estar sola un tiempo…mientras,
el anillo que le tomó medio año pagar reposaba al fondo de una copa de
champaña. Casi sentía crecer el bulto mientras Sofía movía los labios y soltaba
ademanes a granel. Pero él no escuchaba, estaba contemplándola. Ahora sabía que
esto es lo que recordaría de ella, el día que ella no se quiso casar con él, el
día que se encontró un bulto en un restaurante carísimo, donde vio los ojos de
la muerte dos veces. Era un maldito melodramático. Y ahí estaba, con una cara
de idiota. No supo qué le sorprendió más, si el bulto o la negativa tan
tajante. Escuchaba cómo se caía a pedazos la endeble construcción ilusoria de
su vida, creía tener la vida resuelta, que sólo tenía que dedicarse a recoger
lo cosechado, pero pues si algo tenía que aprender es que la vida era una lucha
constante entre lo que uno quiere y lo que el mundo ofrece. Y estaba
aprendiendo. Estaba aprendiendo que quizá no llegaría a viejo, que quizá no se
casaría, que quizá, sólo quizá, había estado equivocado todos esos años,
pensando que alguna cosa en el mundo permanece. Pero nada lo hace, todo es
finito, volátil y se dinamita a la menor oportunidad. El tiempo corre y corre,
él está ahí, sumergido en las redes del espacio y el tiempo, sin saber ni para
dónde hacerse, Sofía no se calla y él en lo único que puede pensar es en esas
burbujas efervescentes que salen de la copa de champaña, esas burbujas que se
apuran a su muerte en la superficie, así se le va la vida. Se da cuenta que no
hay gran diferencia intrínsecamente entre él y la burbuja. Se pregunta a qué
altura de la copa va él, quizá si el doctor que visitará mañana le dice que
efectivamente tiene cáncer quiera decir que su burbuja está por estallar, o
quizá le diga que sólo perderá un testículo y que su vida podrá continuar, pero
por alguna razón no puede creer eso, es casi como si en el fondo estuviera
disfrutando la idea. Quiere irse. Y todavía ni siquiera llega la comida. Sofía
pidió langosta, la muy descarada. Él pidió una lasagna que ahora no tiene ni
idea de cómo va a comerse y que seguramente le va a saber a caldo de migas.
Sería una comida bastante rara. No podía pronunciar palabra alguna, pero Sofía
hablaba por los dos. Seguía justificándose, como si necesitara hacerlo. Todo ha
terminado. Un día estaba tan Al Green, tan besos y arrumacos y de repente tan
azul y José José, tan menoscabado todo el ímpetu. Pero pues él tiene la culpa,
ha decidido dejar que todo esto le afecte. Quizá no está viendo que la vida la
está dando una nueva oportunidad de empezar de cero, quizá este sea el primer
día del resto de su vida. Y ella no se calla. Parece que ver un pedazo de metal
al fondo de su copa sacó a relucir la elocuencia escondida dentro de ella. Y
anda y anda, el tiempo avanza. Cada palabra lo va hundiendo más y más en ese
sillón satinado, excesivamente cómodo. Y ella no se calla. No parece tener
intención de hacerlo. Dice algo sobre el tiempo, que su tiempo juntos se ha
terminado, alguna cosa así. Que no le toquen ese piano. No hoy. El tiempo es un
asunto incomprensible. El tiempo no tiene la culpa. Nosotros tenemos la culpa,
por dejarnos sucumbir en los conceptos, cosificaciones que le hacemos a la
realidad en que vivimos. Que no le digan nada del tiempo. Ya sabe cómo
callarla. En algún momento de su vida lo hacía con besos. Qué ganas tiene de
darle un beso, de llevarla a bailar, de abrazarla en medio de un incendio, de
amarla mientras el mundo se va a la mierda. Pero su mundo ya se está yendo a la
mierda. Y ella no estará para ver cómo se va derechito a ella. Y es lo mejor, para
todos. Y ella no se calla. Entonces, le brotan como en un geiser las palabras
que le han estado carcomiendo la cabeza, le salen sin buscarlo, no supo en qué
momento las pronunció, sólo lo hizo: Tengo cáncer en un huevo.
La música se calló. Sofía (por fin) se calló, las parejas
a su alrededor se callaron, su malestar se calló, su cabeza se calló, las
parejas dejaron de bailar. Lo único que siguió haciendo ruido fue el trajinar
irreversible del tiempo en el reloj.
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