El mar de la memoria
Sospecho
que las anécdotas, aunque siempre interesantes, no pueden ser decisivas para
recordar a una persona. Hay familiares que conozco sólo mediante ese ámbito de
la palabra, y para los que parece que basta lo anecdótico, porque se tiene
generalmente el prejuicio de que la cercanía es un privilegio restringido. Como
si esa cercanía llenara el lago enorme que se abre sobre nuestro conocimiento
de la persona recordada, esbozada mediante el recuerdo anecdótico, familiar.
Pero lo que pasa con nuestros familiares pasa con desconocidos. Lo anecdótico
limita el intercambio vital, a pesar de abrir quizá la zona del recuerdo privado.
Como si recordar lo meramente anecdótico ocultara un prejuicio sobre el sentido
de la vida misma, no sólo de los individuos. Al recordar a alguien que sentimos
importante, la anécdota oculta que la vida de cualquier persona, incluso las
menos interesantes, puede ser pensada para ser entendida. Hablar de los demás
es hablar de sí mismo.
La
amistad y la educación se convierten en cofradías cuando las traga el mar
simpático y meloso del recuerdo que no es diálogo. Cuando alguien muere, lo
anecdótico parece llenar la histeria del silencio. Por eso las personalidades
que se vuelven culto siempre encubren el desconocimiento de quien les rinde
pleitesía al dejar este mundo. Un reencuentro amistoso que se recrea en lo
anecdótico tiene siempre el toque amargo de la repetición, de la torpeza de una
conversación que se muerde su propia cola en cada silencio que busca asir el
próximo recuerdo ensayado, los detalles que añadimos como rescatando el tiempo
que estamos perdiendo. Parece normal: la vida nos separa de quienes alguna vez
compartieron espacios con nosotros. ¿Hay algo que marque el funcionamiento de
la memoria amistosa? No podemos ser tan pragmáticos con algo que, decimos,
salva nuestra vida de una soledad eterna. Nos estrellamos contra nuestros
prejuicios. Si la vida pasa de esa manera, la palabra, la sensibilidad muestra
su pragmatismo. Nos usamos en medio de esos silencios que son fríos porque no
contribuyen al ruido que hace un recuerdo histriónico.
Recordar
lo mejor (o lo peor) demuestra que la memoria es diálogo. El especialista es un
vividor de las anécdotas porque su pensamiento de los demás está manchado por
no saber leer su propia vida y, por lo mismo, la de los otros. Piensa que el
privilegio sobre el saber, sobre la palabra se adquiere a fuerza de sumergirse
en relaciones personales, en coordinar la lectura con la tumba que es la vida
privada, en no saber que la obra que lee le enseña sobre él mismo y no sobre
algo que pasó. Recordar a Cristo, por ejemplo, nunca podrá ser un acto basado
únicamente en la publicidad de sus milagros. La memoria de eso nos separa, en
el acto de la admiración escéptica o de la creencia que no es fe, sino
conmoción, de la memoria que permite acceder, a través de lo atestiguado, a esa
presencia que requiere un creyente: el amor. Recordar el amor no es necesario
para convencerse de su existencia, sino para entenderse, verse en el acto
amoroso. La humanidad de Cristo es recordada no por su poca credibilidad, sino
por su presencia carnal y divina. Separarlo de esa condición es desvirtuar el
entendimiento del milagro. Es creer que el mensaje del evangelio es anecdótico
en la medida en que enseña de la buena moral de un hombre. Pero, ¿por qué el
mundo habría de recordarlo? La memoria cristiana no puede confundir lo
apostólico con la exclusividad o con la trivialidad.
Tacitus
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