Presentación

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lunes, 12 de junio de 2017

El mar de la memoria

El mar de la memoria
Sospecho que las anécdotas, aunque siempre interesantes, no pueden ser decisivas para recordar a una persona. Hay familiares que conozco sólo mediante ese ámbito de la palabra, y para los que parece que basta lo anecdótico, porque se tiene generalmente el prejuicio de que la cercanía es un privilegio restringido. Como si esa cercanía llenara el lago enorme que se abre sobre nuestro conocimiento de la persona recordada, esbozada mediante el recuerdo anecdótico, familiar. Pero lo que pasa con nuestros familiares pasa con desconocidos. Lo anecdótico limita el intercambio vital, a pesar de abrir quizá la zona del recuerdo privado. Como si recordar lo meramente anecdótico ocultara un prejuicio sobre el sentido de la vida misma, no sólo de los individuos. Al recordar a alguien que sentimos importante, la anécdota oculta que la vida de cualquier persona, incluso las menos interesantes, puede ser pensada para ser entendida. Hablar de los demás es hablar de sí mismo.
La amistad y la educación se convierten en cofradías cuando las traga el mar simpático y meloso del recuerdo que no es diálogo. Cuando alguien muere, lo anecdótico parece llenar la histeria del silencio. Por eso las personalidades que se vuelven culto siempre encubren el desconocimiento de quien les rinde pleitesía al dejar este mundo. Un reencuentro amistoso que se recrea en lo anecdótico tiene siempre el toque amargo de la repetición, de la torpeza de una conversación que se muerde su propia cola en cada silencio que busca asir el próximo recuerdo ensayado, los detalles que añadimos como rescatando el tiempo que estamos perdiendo. Parece normal: la vida nos separa de quienes alguna vez compartieron espacios con nosotros. ¿Hay algo que marque el funcionamiento de la memoria amistosa? No podemos ser tan pragmáticos con algo que, decimos, salva nuestra vida de una soledad eterna. Nos estrellamos contra nuestros prejuicios. Si la vida pasa de esa manera, la palabra, la sensibilidad muestra su pragmatismo. Nos usamos en medio de esos silencios que son fríos porque no contribuyen al ruido que hace un recuerdo histriónico.
Recordar lo mejor (o lo peor) demuestra que la memoria es diálogo. El especialista es un vividor de las anécdotas porque su pensamiento de los demás está manchado por no saber leer su propia vida y, por lo mismo, la de los otros. Piensa que el privilegio sobre el saber, sobre la palabra se adquiere a fuerza de sumergirse en relaciones personales, en coordinar la lectura con la tumba que es la vida privada, en no saber que la obra que lee le enseña sobre él mismo y no sobre algo que pasó. Recordar a Cristo, por ejemplo, nunca podrá ser un acto basado únicamente en la publicidad de sus milagros. La memoria de eso nos separa, en el acto de la admiración escéptica o de la creencia que no es fe, sino conmoción, de la memoria que permite acceder, a través de lo atestiguado, a esa presencia que requiere un creyente: el amor. Recordar el amor no es necesario para convencerse de su existencia, sino para entenderse, verse en el acto amoroso. La humanidad de Cristo es recordada no por su poca credibilidad, sino por su presencia carnal y divina. Separarlo de esa condición es desvirtuar el entendimiento del milagro. Es creer que el mensaje del evangelio es anecdótico en la medida en que enseña de la buena moral de un hombre. Pero, ¿por qué el mundo habría de recordarlo? La memoria cristiana no puede confundir lo apostólico con la exclusividad o con la trivialidad.



Tacitus

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