Humanidad y feminismo
¿Será
cierto que la vejación de las mujeres es un resquicio de un pasado bárbaro? No
puede negarse que hay dogmas por pensar en ese camino, y que ellos provienen en
verdad de voces que parecen resistirse al embate del progreso. Pero definir
nuestros problemas morales con renitencia al pasado de esa manera nos aclara
poco, porque se torna complicado aclarar lo justo: sacrificamos la razón en el
altar turbulento de los enfrentamientos ideológicos sobre nuestra naturaleza y
nuestra historia. Puede que nuestros dogmas progresistas requieran siempre de
crítica o, al menos, de pensarse lo suficiente para no errar sobre lo que más
nos importa; puede que la radicalidad, que es cada vez más seductora, disfrace
pero no reflexione adecuadamente sobre nuestro aburguesamiento, que permea la
indiferencia. Puede que los dogmas cuyo perjuicio atribuimos a su pertenencia a
un pasado anacrónico tomen esa máscara para ocultarnos su base eminentemente
moderna. Puede que hablar del progreso sea posible sin ponernos una venda en
los ojos, sobre todo al afirmar rasgos con los que nos identificamos, como es
el supuesto cambio en la manera de pensar a la mujer.
Hasta
donde veo, la radicalidad que se atribuye el feminismo consiste en superar el
dogma de que no hay igualdad entre el hombre y la mujer. El feminismo deplora
los “estándares” de vida que los hombres supuestamente instauraron para las
mujeres: la crítica social y la protesta tienen que desmontar los prejuicios
sociales. ¿Con qué fin puede eso sostenerse, si al mismo tiempo se acepta que
la base del feminismo es social y, por lo tanto, relativa? Creo que el asunto
no se aclara hasta que uno se da cuenta de que la humanidad de la mujer es algo
que nunca se ha puesto en duda. Es decir, para saber lo que es justo para la
mujer, lo cual implica que se le piense en tanto ser político, tiene que verse
que su distinción del hombre no le resta humanidad. ¿Eso es algo que requería
de la dialéctica histórica, en tanto que sin el descubrimiento de la igualdad
natural y la negación del derecho natural como su contraparte, sería
impensable? Ahí tenemos que comenzar a meditar nuestras palabras, porque la
humanidad pensada así nos lleva de manera burda a un callejón que no parece
tener salida: se desconoce la manera en que la modernidad caló de manera
profunda en la consciencia del hombre y, sobre todo, se oscurece el significado
de lo humano. La igualdad natural no es lo mismo que la humanidad, porque la
humanidad no es igualdad sino especialidad: la diferencia de la mujer con el
hombre no impide notar que ella es también un ser racional.
Pero
¿qué significa esa palabra para nosotros? ¿No es también un dogma del pasado? ¿No
la racionalidad se modificó conforme se logró modificar la idea que el hombre
ha mostrado de sí mismo y de lo natural? Probablemente sería mayor progreso el
lograr que la razón no permanezca en oscuridad. Es decir, reconocer lo natural
y lo racional en la mujer no es necesariamente un retroceso; racionalidad y naturaleza
no son lo mismo que prejuicios sociales, que roles de género. Hablar de
naturaleza no es hablar de igualdad, porque para comprender la naturaleza hace
falta que la razón logre articular una explicación sobre ella. Hablar de
naturaleza no es renunciar a la razón, porque la naturaleza no se limita a las
orientaciones teleológicas de las facultades reproductivas del hombre. Se es en
verdad injusto cuando se hace del mal una estructura justificada únicamente en
el oscuro desarrollo de la moral, sin aclarar el vínculo de esta con el ser humano,
más allá de la admisión de la variabilidad de sus manifestaciones.
Contra
la naturaleza nunca puede ir el hombre. Pero sí puede equivocar sus juicios
sobre ella. La humanidad de la mujer la hace distinta a la vez que semejante al
hombre. ¿Qué aspectos de esa humanidad pueden dialogar en nuestro presente? Quizá
el progreso habido en su libertad política no necesariamente obnubile que su
humanidad está, como la del hombre, remitida a un misterio constante: el amor.
La humanidad de la mujer cristiana, por ejemplo, no está sólo en el recato y el
pudor. Por esa vía se quita el carácter de misterio que une el amor con el
pudor y se transmuta en fariseísmo del cuerpo. ¿No nuestra manera de pensar la
justicia a la mujer tiene que toparse con el hecho de que para nosotros es
imposible afirmar la humanidad sin rescatar nuestra corporalidad? Por eso
hablaba al principio de que quizás los dogmas que atribuimos al pasado estén ya
trastocados con los dogmas de nuestro tiempo. Dogmas que, por otro lado,
oscurecen nuestra vida porque ocultan la naturaleza problemática de las
cuestiones más importantes. El misterio del amor entre el hombre y la mujer es
el misterio del amor, no el misterio de la pareja. El amor, constitutivo del
hombre, debe pensarse desde nuestro pragmatismo. Eros sigue siendo aquello que
define nuestra experiencia de la humanidad en buena medida. La humanidad de la
mujer no puede enajenarse de esa comprensión. Afirmar que el amor es un
contrato es la manera más común de desconocernos. Casi todas las tesis
derivadas de la noción de humanidad como construcción social son consecuencias
de la afirmación anterior. De ahí que sea importante saber en qué medida nos
usamos y cómo es eso una forma definitiva de la injusticia.
Tacitus
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