El rastro del alma
Las
pasiones se extienden ante la mirada como un laberinto, porque se anda
torpemente cuando se quiere zanjar el terreno abierto con el bastón y el abrigo
de la palabra naturaleza. El campo abierto siempre es el alma o, mejor dicho,
la vida propia que no es tal si no incluye a los otros. El nombre mismo de
pasión parece apuntar mejor que ninguna otra al dominio de lo individual: la
única ciencia posible de las pasiones es la que las circunscribe al dominio de
lo natural en el cuerpo. La aceptación de la existencia de la psique no supera
ese reduccionismo, a lo mucho recorre con otras herramientas el trecho abierto
por él. ¿Cómo interpretamos nuestra experiencia en esa palabra? ¿Qué es padecer
para nosotros? Sobre todo, ¿cómo no falsear nuestra experiencia cayendo en la
moral? Decir que el problema central de las pasiones es saber guiarlas es haber
interpretado nuestra experiencia de lo pasional como inteligible, en el sentido
de la razón moderna. Incluso si no lo llamamos razón, la trampa es la misma.
Comprender el alma más allá de la noción de sujeto implica que la pasividad es
cierta capacidad natural. Comprender la pasividad implica una reflexión sobre
la naturaleza, pero esa palabra no adquiere sentido sin indagar sobre el
sentido de la palabra vida.
El
conocimiento de las pasiones conlleva al juicio común a distinguir rápidamente
en término de positividad y negatividad. ¿Qué son las pasiones negativas? ¿Hay
pasiones positivas? La pasión, cuando no es interpretación de los movimientos
corporales, se confunde con el deseo. La dialéctica de la razón con las
pasiones ilumina la naturaleza del deseo en el pensamiento moderno. En un
sentido evidente, funda también la comprensión histórica de la acción humana.
Separar a las pasiones de esa dialéctica es imposible en el formalismo del
pensamiento abierto por la comprensión del hombre en tanto cogito. Aunque esa interpretación permita al hombre verse como uno
en la existencia de su pensamiento, y, por tanto, intente ella ser una prueba
irrefutable, el mismo hecho de su proponerse como prueba a partir de la
evidencia de la existencia como realidad pensada, notada, muestra que para
dicha prueba no puede haber diferencia profunda en las actividades del alma,
porque el alma más bien se comprende como extensión. El cogito sólo distingue sus efluvios, pero lo que permite darles un
nombre distinto es, hasta donde veo, su labor específica en el “movimiento” del
pensamiento. El cogito no controla lo
que se le presenta como afección, pero sí puede manipular la naturaleza a partir
de la misma claridad y distinción que alumbra la existencia de la res extensa
en relación con el cogito como
fundamento primordial. Por ello es necesario, quizás, que la cuestión moral
haya sido alumbrada sólo a partir de la dialéctica que ese principio permitió.
La aceptación del cogito no
compromete la interpretación moral de las pasiones de manera inmediata, aunque,
por otro lado, facilite la evidencia de que el placer es el fin del hombre.
Cómo es posible saber que el placer es bueno, es algo que queda en oscuridad,
así como la relación de esta con lo pasional. Esta oscuridad parece
consecuencia de la disolución del alma en la división entre extensión y
pensamiento. Establecer positividad y negatividad en las pasiones conlleva una
apreciación convencional: justo aquello que el cartesianismo relegó a las cosas
meramente humanas. Admitir que lo natural es bueno, y que lo pasional es lo
realmente natural es una afirmación que se mantiene en esta disyuntiva. La
razón (moderna) no nos saca de la oscuridad. Nietzsche tenía razón en este
punto –y en muchos otros.
¿Cómo
es que padecer no es simple recepción del exterior? ¿Cuál es la posibilidad de
hablar del pensamiento y de las afecciones como manifestaciones distintas del
ser humano? El problema de lo pasional no está en la posibilidad o
imposibilidad de su manejo. La posibilidad de la ética, por ello, involucra
algo muchísimo más complejo que la mera dirección de las afecciones. La
posibilidad remota de educar depende de la naturaleza del deseo. Pero educar las
pasiones por medio de la imaginación no es, en todo caso, lo primordial. Las
pasiones, es cierto, hablan del tipo de hombres que, en cada momento, las
experimentan: la ira de Trasímaco delata su idea del poder. Hay una relación
entre la comprensión que Trasímaco tiene del poder en relación con su ser y su
experimentación del deseo de poder, que genera la ira en la frustración. La
capacidad de discernir los medios es movida por el deseo, no por las pasiones
propiamente. ¿Qué mueve a los deseos? Ahí hay un enigma que la ética nos dejó
entreverado. Las pasiones no son cuestión de la ética porque sólo el deseo es
educable, en tanto que orienta el entendimiento para la acción. Quien tiene
buen entendimiento no es el guía perfecto de sus pasiones, sino quien persigue
los buenos fines y sabe cuáles son los mejores medios para ello. ¿Eso significa
que Trasímaco puede, con su ira, perseguir lo mejor? Más bien significa que
precisamente por experimentar la ira, propia de su deseo de poder, no sabe lo
que es el mejor fin: no es justo. La ira no es elegida por él, pero sí hace
patente lo que piensa y lo que desea en el acto y en la expresión. Aun
Trasímaco es más que el mero vehículo de sus pasiones “primitivas”. La ira
alumbra sus limitaciones naturales en el desconocimiento u obnubilación de
ellas: quien desea poder es porque no lo tiene. Incluso poseerlo no es posible
sin la evidencia patente de que sólo es temporal. La pasión es central para
distinguir la psicología de la razón moderna presente en la interpretación de
nuestras acciones.
Tacitus
No hay comentarios:
Publicar un comentario