Presentación

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lunes, 16 de octubre de 2017

El rastro del alma

El rastro del alma
Las pasiones se extienden ante la mirada como un laberinto, porque se anda torpemente cuando se quiere zanjar el terreno abierto con el bastón y el abrigo de la palabra naturaleza. El campo abierto siempre es el alma o, mejor dicho, la vida propia que no es tal si no incluye a los otros. El nombre mismo de pasión parece apuntar mejor que ninguna otra al dominio de lo individual: la única ciencia posible de las pasiones es la que las circunscribe al dominio de lo natural en el cuerpo. La aceptación de la existencia de la psique no supera ese reduccionismo, a lo mucho recorre con otras herramientas el trecho abierto por él. ¿Cómo interpretamos nuestra experiencia en esa palabra? ¿Qué es padecer para nosotros? Sobre todo, ¿cómo no falsear nuestra experiencia cayendo en la moral? Decir que el problema central de las pasiones es saber guiarlas es haber interpretado nuestra experiencia de lo pasional como inteligible, en el sentido de la razón moderna. Incluso si no lo llamamos razón, la trampa es la misma. Comprender el alma más allá de la noción de sujeto implica que la pasividad es cierta capacidad natural. Comprender la pasividad implica una reflexión sobre la naturaleza, pero esa palabra no adquiere sentido sin indagar sobre el sentido de la palabra vida.
El conocimiento de las pasiones conlleva al juicio común a distinguir rápidamente en término de positividad y negatividad. ¿Qué son las pasiones negativas? ¿Hay pasiones positivas? La pasión, cuando no es interpretación de los movimientos corporales, se confunde con el deseo. La dialéctica de la razón con las pasiones ilumina la naturaleza del deseo en el pensamiento moderno. En un sentido evidente, funda también la comprensión histórica de la acción humana. Separar a las pasiones de esa dialéctica es imposible en el formalismo del pensamiento abierto por la comprensión del hombre en tanto cogito. Aunque esa interpretación permita al hombre verse como uno en la existencia de su pensamiento, y, por tanto, intente ella ser una prueba irrefutable, el mismo hecho de su proponerse como prueba a partir de la evidencia de la existencia como realidad pensada, notada, muestra que para dicha prueba no puede haber diferencia profunda en las actividades del alma, porque el alma más bien se comprende como extensión. El cogito sólo distingue sus efluvios, pero lo que permite darles un nombre distinto es, hasta donde veo, su labor específica en el “movimiento” del pensamiento. El cogito no controla lo que se le presenta como afección, pero sí puede manipular la naturaleza a partir de la misma claridad y distinción que alumbra la existencia de la res extensa en relación con el cogito como fundamento primordial. Por ello es necesario, quizás, que la cuestión moral haya sido alumbrada sólo a partir de la dialéctica que ese principio permitió. La aceptación del cogito no compromete la interpretación moral de las pasiones de manera inmediata, aunque, por otro lado, facilite la evidencia de que el placer es el fin del hombre. Cómo es posible saber que el placer es bueno, es algo que queda en oscuridad, así como la relación de esta con lo pasional. Esta oscuridad parece consecuencia de la disolución del alma en la división entre extensión y pensamiento. Establecer positividad y negatividad en las pasiones conlleva una apreciación convencional: justo aquello que el cartesianismo relegó a las cosas meramente humanas. Admitir que lo natural es bueno, y que lo pasional es lo realmente natural es una afirmación que se mantiene en esta disyuntiva. La razón (moderna) no nos saca de la oscuridad. Nietzsche tenía razón en este punto –y en muchos otros.
¿Cómo es que padecer no es simple recepción del exterior? ¿Cuál es la posibilidad de hablar del pensamiento y de las afecciones como manifestaciones distintas del ser humano? El problema de lo pasional no está en la posibilidad o imposibilidad de su manejo. La posibilidad de la ética, por ello, involucra algo muchísimo más complejo que la mera dirección de las afecciones. La posibilidad remota de educar depende de la naturaleza del deseo. Pero educar las pasiones por medio de la imaginación no es, en todo caso, lo primordial. Las pasiones, es cierto, hablan del tipo de hombres que, en cada momento, las experimentan: la ira de Trasímaco delata su idea del poder. Hay una relación entre la comprensión que Trasímaco tiene del poder en relación con su ser y su experimentación del deseo de poder, que genera la ira en la frustración. La capacidad de discernir los medios es movida por el deseo, no por las pasiones propiamente. ¿Qué mueve a los deseos? Ahí hay un enigma que la ética nos dejó entreverado. Las pasiones no son cuestión de la ética porque sólo el deseo es educable, en tanto que orienta el entendimiento para la acción. Quien tiene buen entendimiento no es el guía perfecto de sus pasiones, sino quien persigue los buenos fines y sabe cuáles son los mejores medios para ello. ¿Eso significa que Trasímaco puede, con su ira, perseguir lo mejor? Más bien significa que precisamente por experimentar la ira, propia de su deseo de poder, no sabe lo que es el mejor fin: no es justo. La ira no es elegida por él, pero sí hace patente lo que piensa y lo que desea en el acto y en la expresión. Aun Trasímaco es más que el mero vehículo de sus pasiones “primitivas”. La ira alumbra sus limitaciones naturales en el desconocimiento u obnubilación de ellas: quien desea poder es porque no lo tiene. Incluso poseerlo no es posible sin la evidencia patente de que sólo es temporal. La pasión es central para distinguir la psicología de la razón moderna presente en la interpretación de nuestras acciones.




Tacitus

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