A diario hay gente que muere,
gente mala y gente buena,
gente cercana y ajena,
que nos quiere y no nos quiere.
Y sin embargo, la muerte
retumba en lo más profundo
de la consciencia del mundo,
levantando un puño fuerte.
Nuestra sangre se enardece
por la muerte inesperada.
Es sangre contaminada
por lo malo que acaece.
Entre furias y reclamos
hacemos de nuestros dedos
señales y hasta torpedos.
Perdemos porque lloramos.
Y entre llantos crece más
ese deseo de venganza
que convierte la esperanza
en ruptura de la paz.
Hablamos de negligencia
como hablando de pecado.
El mundo se ha destrozado
y con él nuestra consciencia.
Confundimos el delito
con la sentencia del mal.
No encontramos buen final
por el problema infinito
de confundir el anhelo
con solución del problema.
No vemos ningún dilema
entre la tierra y el cielo.
Deseamos ir adelante,
que ya no muera la gente
por el error indolente
del injusto gobernante.
Mas sin más somos cigarro
consumido por la ira,
sólo el dolor se respira
entre el odio y el desgarro.
Imposible hacer el bien
si sólo vemos el fuego
con nuestro corazón ciego,
y nunca vemos un quién.
Rompemos el corazón
con el acto deleznable
de señalar al culpable
sin conocer el perdón.
Glauco
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