Complicidad
Parece
sencillo aseverar que la amistad perdura de manera óptima, quizá con los
altibajos que el tiempo siempre suele traer, ajena a la política. Es decir, que
la amistad brota incluso del suelo más infértil, para no dejarnos desfallecer sin aire
en los sinsentidos retóricos del mando político o ante la destrucción de
nuestra vida comunitaria. Lamentablemente, se vuelve complicado mantenerse en
la misma posición si sospechamos aunque sea un poco que la decadencia política
tiene un correlato necesario en el deterioro de nuestra amistad. No por
cuestiones sociológicas, sino por las mismas circunstancias políticas (entendiendo
política en el mejor de sus sentidos).
Mientras
pensamos que en los amigos siempre podremos refugiarnos para pasar los tiempos
de calidad, para vivir en la complicidad de nuestros momentos más dulces, o
para encontrar un hombro en donde verter nuestras saladas lágrimas, nos
desconciertan la violencia, la disolución del estado y la impotencia que la
distancia con nuestros conciudadanos ejerce sobre nuestros ánimos. Se nos
dificulta, no obstante, soportar y encontrar al amigo como el acompañante en el
bien, como camarada en la justicia. Cuando la ciudad ha caído y la comunidad no
encuentra luz en lo justo, los amigos por lo general son sólo paseantes en el
parque de la soledad nihilista.
La
máscara de la tolerancia no nos hace tender a las mejores amistades, sino vivir
en la complicidad acomodaticia de la política real, en el gobierno de la
sospecha. El último hombre parpadea incluso ante los sueños de su propia moral
moderna. Ya que la política se ha escindido, en una dicotomía que parece
insoslayable, del conocimiento de la vida justa por su nueva base económica, la
amistad se ve de manera necesaria como independiente de su conexión vital con
el régimen en el que se vive. El efecto que esto tiene es más devastador de lo
que parece: todos nos consolamos ante la destrucción y ante la sensación del
mal, imposibilitando la oportunidad para pensar los fines de nuestra naturaleza.
Los
actos de violencia nos sajan suavemente la carne de manera tan notoria porque
gritan algo que nos esforzamos, inútilmente, en esconder. Gritan la incapacidad
de la “teoría” moral moderna para afrontarlos, y con ello nuestra incapacidad
para reconocernos a tiempo en ellos. No se trata, para esto, de pensar un simple
cambio de teoría, sino de asumir el problema incluso en el fantasma de nuestras
relaciones personales. La ciudad y la amistad decaen y se corrompen juntas
porque ambas se nutren al mismo tiempo de los mismos hombres. Amigos que ya no
aspiran a acceder a su mal, son sólo compañeros en la desdicha silenciosa; los compañeros
que ya no pueden mantenerse en el ejercicio posible de la virtud, debido a la
desaparición del régimen que la posibilite, se transforman, en el drama moderno, en los payasos del buen gusto.
Tacitus
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