La reciente captura de
Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, ha dado qué opinar a la gran mayoría de los
mexicanos; en todos lados, en todos los sectores, alguien tiene alguna versión
de lo sucedido. Curioso, pues solemos inmiscuirnos poco en la vida política de
nuestro país. La seguridad de la comunidad sólo nos preocupa cuando hemos sido
víctimas de la delincuencia. La fama del capo nos hace voltear a mirarlo. No
sólo lo vemos y nos quedamos enmudecidos por su internacional influencia, por
su tremendo poder, tomamos algún tipo de postura sobre él, es decir, lo
consideramos justo o injusto, bueno o malo. Quienes se alegran del mucho poder
que tiene el gran capo, lo ven como un triunfador adinerado a quien se teme y
vale la pena emular; por otro lado, hay quienes lo ven como un ser malvado,
propiciador de muerte, violencia y destrucción.
No resulta sorpresivo ver
que quienes ensalzan al Chapo suelen ser criminales, desencantados con la
política nacional o amantes de los placeres; admiran su capacidad para violar
la ley, imponer la suya y la facilidad con la que puede satisfacer casi
cualquier placer. Los restantes se indignan con la violencia del país, el dolor
de cada víctima del narcotráfico (sufren con cada nuevo huérfano o con cada
prójimo maltratado) y les aterra la imposibilidad de vivir bien en un contexto
sangriento. Si bien el capo recién atrapado no representa el todo del
narcotráfico en México y, parafraseándolo, cuando él no esté seguirá habiendo
tráfico de drogas, al menos sí ha logrado extender los dominios de su cártel y
ha progresado como empresario, aumentando su poder y disminuyendo el del
estado, acrecentando la violencia y disminuyendo la paz. Qué pensemos de la
labor del Chapo nos dice, en parte, quiénes somos; ya casi no admiramos a los
grandes héroes que buscaban la justicia, mucho menos queremos emularlos, pues
admiramos mayormente a quienes actúan injustamente, a quienes se imponen. Don
Quijote de la Mancha sólo nos causa risa.
Fulladosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario