Amor
y naturaleza
La naturaleza es ambigua. Se
confunde constantemente con lo recurrente, lo normal y lo acostumbrado. No
obstante, ninguna de esas palabras alcanza para saber explicarnos
satisfactoriamente cuando queremos hablar de cosas naturales. Vemos esas
regularidades y constancias en el mundo, e incluso llegamos a establecer un vínculo
entre el curso natural de las cosas y lo bueno. Es decir, nuestras ideas e
interpretaciones en torno a “lo natural” fundan en buena medida nuestras
afirmaciones sobre la práctica y la política, así como los resquicios de la
ética en nuestras consciencias. Sin embargo, el paso de lo natural a lo
correcto no es uno que se dé sencillamente. Encierra, por lo general, más
oscuridades que claridades solares. De hecho, después de la negación de los
problemas teológicos, ese paso se ha vuelto en verdad poco demostrable.
Los conflictos ideológicos que
generan el debate en torno a la homosexualidad se han estancado, como en casi
cualquier tema que preferimos ignorar. Como la familia y el sexo, el amor entre
personas del mismo género nos parece condenable a la luz de lo que vemos de la
voluntad divina, al tiempo que, en el otro extremo de la discusión, llegamos
hasta las exageraciones contra todo tipo de ontología, como las que les agradan
a las feministas, para las cuales todas son categorías del hombre. Es nimia la
cantidad de veces que intentamos pasar esas barreras que han impuesto ambos
extremos.
Se deben traspasar, y no por
afán liberal, sino por la verdad. Ignorar el problema que plantea la
homosexualidad es negarnos el conocimiento de la relación entre el modo en que
la palabra “natural” se aplica al hombre, o sea, es dejar en el abismo la constancia
del amor en el espíritu. He mencionado a la familia y el sexo como temas dados
por consabidos actualmente, y no lo he hecho sin consciencia de mi elección;
quizá esos dos temas vayan unidos en nuestro modo de pensar al amor cuando lo
vemos de este modo. La objeción de lo antinatural vale para una visión sexual
del lazo eterno entre seres humanos. Es decir, se hace siempre desde la idea de
la supervivencia por la reproducción. Cabe decir que la familia sólo tiene esa
función como un ligero presupuesto, pero no es su más grande razón de ser.
Ese argumento, se quiera o no,
termina por echar al hombre, al amor y al lazo familiar en las garras de la explicación
biológica de lo humano. Si queremos afrontar sinceramente el fenómeno, no
podemos ya evadir el hecho de que no es una desviación de lo “natural”. Eso
quiere decir que la ontología, en el caso del hombre, no se modifica con amar a
los iguales. Esto quiere decir que los excesos de liberalismo pecarían por dejar,
como tienden a hacerlo, sólo en el ataque a lo que no es el progreso sus
convicciones a favor de la homosexualidad, sin explicar tampoco por qué sea
bueno defenderla. No podemos, por ende, pedir claridad en la relación entre lo
bueno y lo natural cuando no hemos entendido bien lo que eso significa para el
hombre. Eso no se puede con la noción de él como cuerpo, pues para los cuerpos
no existen tales distinciones.
Negamos, sin mucha razón, la
evidencia del amor. He traído a cuento la relación entre lo ontológico y lo
natural en este caso, por ser una relación poco abordada, pero fácilmente dada
por supuesta. Quien crea que ser homosexual es una desviación de los deseos
naturales, no ha entendido el deseo aún. No puedo evitar pensar, por ejemplo,
que el deseo por un hombre pueda hacer a otro hombre ajeno al conocimiento del
bien. La ontología y lo natural se unen en el puente del fin del hombre, y de
todas las cosas, así como en la explicación del resto de las causas. No se
extrañe el lector, pues, de que haya iniciado señalando la controversia
teológica y filosófica al respecto de este drama nuestro. Esa amargura que
produce aceptar nuestro desagrado por este asunto enseña que no podemos
entender lo bueno del amor en los términos que la doctrina moderna del amor ha
construido.
Tacitus
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