Presentación

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domingo, 14 de febrero de 2016

Hierro y azahares


Soñó aquel sueño de nuevo. El despertar fue abrupto, sus ojos se abrieron a sábanas empapadas de sudor, a su cuarto aferrándose a la noche, al reloj de su buró vaticinando la llegada del amanecer. Las cortinas de su habitación eran gruesas y la luz no podía pasar. Sin embargo hallaba alivio al saber que detrás de ellas había miles de rayos esperando entrar. No podía seguir así. Ese sueño terrible y recurrente estaba pasando factura en su estado físico y emocional. Esta era la tercer noche de la semana que las pesadillas lo arrancaban del descanso del sueño. Apenas era jueves. Se limpió con el antebrazo las gruesas gotas de sudor que raudas corrían a encontrarse con sus cejas y luego su nariz, ese interludio antes de llegar a su muerte en las sábanas color azul cielo –azul marino donde el sudor caía-; se levantó de la cama y pensó, rogó en su mente “Ya no más por favor”. El pecho le dolía. Era una opresión ligera pero presente, constante. No se comparaba con la de la primera noche de la semana: insoportable. Quizá el sueño tampoco se comparaba con el del martes. Recorrió las ventanas mientras su mente trataba de eludir las rémoras del sueño que aún permanecían en su memoria. Su boca estaba seca y tenía mal aliento. La noche anterior en un momento de inexplicable insubordinación, decidió no ir a lavarse los dientes. Fue extraño. El viaje al baño, dejar el cuarto y llegar al cuarto de baño le había parecido muy lejano y una voz en su cabeza que él llamaba consciencia, le hicieron desechar la idea. Algo le impelía a no ir al baño. Más fácil lidiar con un poco de suciedad bucal que con la sensación de inquietud que le recorría el cuerpo mientras contemplaba la puerta del baño, decidiendo si ir a lavarse o no.
En eso pensaba mientras ahora sí recorría el camino al baño, mientras prendía la radio y se entregaba a las delicias del jazz que al unísono llenaba la habitación y los cuartos contiguos de su pequeño apartamento. Estaba tranquilo por primera vez en quién sabe cuánto: hacían días difíciles. Meses difíciles para ser exacto. Entre su esposa muerta, su trabajo, las deudas y un pequeño etcétera, le hacían miserable la existencia. El único lugar donde se podía refugiar era en sus sueños, pero ahora…ahora estaban invadidos por imágenes inconexas, sombras de dientes afilados que se contorsionaban en formas cirque du soleyescas, sombras que le erizaban la piel. Abrió la llave de la regadera, esperando que el agua borrara el recuerdo y lo trajera de nuevo a su rutina, a su pan tostado con mantequilla, a su café sin azúcar y su plato de fruta. Siempre desayunaba lo mismo.  Era un hombre de costumbres insoslayables. No se sentía cómodo fuera de su rutina, pero tampoco se sentía cómodo en ella. Quizá eso es lo que más le consternaba. Y ahora esas pesadillas que con tan salvaje insolencia venían a perturbar su ya perturbada existencia. Sofía, se dijo. Sofía. La extrañaba. La extrañaba al ritmo del estropajo raspando su piel más que limpiando la mugre, jabón caía a borbotones de su cabello y de su cuerpo. Plap, plap, plap. Tenía los ojos cerrados; se había forzado a cerrar los ojos desde que descontinuaron su marca de jabón preferida; el nuevo jabón le provocaba ardor en los ojos, así que los cerraba durante el tiempo que duraba su ritual de Zest y estropajo. Pero el dolor del pecho de nuevo se hacía presente, era mínima la sensación, pero ahí estaba, como lo había estado desde hace ¿qué? ¿tres meses? Trataba de no pensar, de abandonarse a la música pero pues la canción había terminado y ahora daba paso a un breve segmento de noticias, cosa que jamás le había interesado. Hizo oídos sordos, se concentró en los demás sentidos. Su nariz captaba un olor a hierro pero no le dio importancia pues el dolor del pecho ahora era más fuerte, como si sus pulmones quisieran salir despavoridos. Así que abrió los ojos.
Sangre. Mucha sangre y no había jabón por ningún lado. Se estaba restregando sangre por todo el cuerpo. Estaba todo rojo y casi se resbala a su muerte de la impresión. En una suerte de reflejos consiguió asirse a la cortina antes de encontrarse con la base del retrete. Hiperventiló y cerró de nuevo los ojos mientras se ponía en pie de nuevo. Al abrirlos todo era tan jabón y espuma, nada de sangre. No supo si extrañarse por la alucinación breve y repentina o pensar en lo cerca que estuvo de morir en un baño. La clase de muerte más estúpida que se le podía ocurrir. Lo que sea menos morir en el baño, pensó. Lupe Velez and shit.
Ninguna mugre es lo suficientemente concentrada como para querer bañarse después de tan extraño incidente. Lo que quería era olvidar que había pasado. Y pronto. Que el día corriera su cauce normal y que las actividades que impregnarían el día eliminasen los sueños, la sangre, el baño y todo aquello que le perturbaba. Así que se quitó el jabón y cerró la regadera. A medio bañar tomó su toalla y procedió a limpiarse aquellas gotas insolentes que se aferraban a su cuerpo, reacias a la muerte que les esperaba en el piso del baño. Una vez seco se disponía a salir del baño, pero mientras salía, el rabillo del ojo izquierdo captó algo en el espejo. La visión duró cosa de unos segundos, pero lo que le devolvió el espejo cuando salía del cuarto de baño no era su reflejo. Él tenía el pelo corto y el espejo devolvía una figura de cabellos largos; su piel era un moreno claro y el espejo mostraba una piel blanca, casi láctea. Pero lo que más le extrañó fue que él no podía recordar que la figura se moviera como él se movía en su afán de salir del baño. Se quedó quieto sin atreverse a mirar al espejo o a irse. Así debió quedarse por varios minutos. La música de la radio, que ya se había reanudado, ahora se había detenido de repente. El cuarto embargado en un terrible silencio que le perforaba los nervios.  Al final resolvió vestirse tan rápido como fuera posible y desayunar fuera de la casa. Salió del baño sin voltear al espejo. La música retomó su cauce, salió de esa pausa tan repentina. La casa de nuevo fue tan jazz y tan Miles Davis, sin embargo se sentía violentado. Su único refugio, su casa, allanado por el miedo. Sentía miedo. Olía el miedo y el jabón. Sentía el recuerdo del sueño paladeando en la boca, las imágenes galopando en los recovecos de su memoria. Los flashazos del sueño se convertían en una película de terror: garras afiladas, su voz gritando mientras el ruido de algo que se rompe invadía la pieza, sus ojos incapaces de ver más allá de su buró y la ventana, el reloj de la cómoda diciendo que son las tres de la mañana.  Dios, que se detenga. Haz que se detenga, rogó. Pero Dios no escuchó. O si lo hizo no se dignó a salir de su santísima omnisciencia. El espectador de lujo de los temores de su vida. Se sentía abandonado, pero una parte de él pensaba que los sueños y los raros incidentes dentro del baño tenían alguna justificación. Quizá lo merezco, pensó. Quizá haya alguna especie de equilibrio que él había violentado con sus actos, con su mera permanencia en el mundo. Desechó la idea; la desechó con la insolencia del hombre que va tarde a su trabajo, del hombre que ha decidido que todo ha sido un engaño elaborado por una mente que duerme poco y vive mucho menos, la mente de alguien que existe dolo(ro)samente.  Una vez que se vistió y apagó la radio se dispuso a ir a su horrendo trabajo.

Trabajaba en un edificio muy alto, de esos que los hombres construyen para desafiar al cielo. Un edificio alto y de cubículos pequeños. Su trabajo era bastante sencillo: sólo tenía que apretar botones en un computador, así ad infinitum. Era un trabajo sumamente miserable y para gente miserable. Su jefe le decía qué hacer casi todo el tiempo, aprieta tal botón, aprieta este otro, haz equis cosa, no hagas ye cosa. Así se escurría su vida (laboral): recibía las órdenes entre gritos de un jefe al que su jefe también le daba órdenes entre gritos. Una cadena de mando digna de un edificio que apuntaba al cielo. Así se pasaba sus días, esperando llegar a casa, moviendo sus dedos al ritmo de los clics de una computadora avejentada en un pequeño cubículo en un edificio enorme. Todos los días detestaba la letanía, excepto éste. Hoy esa parte de su vida era a lo que se aferraba con más fuerza, la cual se traducía en dedos nerviosos tecleando con más fuerza de la necesaria las teclas debajo de ellos. Su rutina le devolvía el color a la cara, el color que había perdido al despertar y el color que había olvidado al salir del baño. El presionar botones y seguir órdenes no dejaba lugar a sus pensamientos, a pensar en sí, por lo que se sentía tranquilo sobremanera. Quizá si hubiera tenido tiempo para pensar se habría dado cuenta de que ese trabajo era casi tan terrible como el sueño, que su trabajo era un reflejo de lo patética que se había vuelto su existencia. Atrapado en un vórtice de un trabajo sin sentido, que no exigía ningún esfuerzo real de su parte, que cada botón que apretaba lo acercaba más y más al precipicio del absurdo: ahora el botón que presiona es el de ir por más café a la máquina expendedora, después presiona el botón de ir al baño, luego el de lavarse la cara en el lavabo del baño, luego el de volver a su cubículo, más tarde presionaría el botón para salir del edificio y luego el botón para subir el camión que lo llevaría a casa, el botón para agarrarse y no torcerse algo con semejantes remedos de conductores de camión, luego el botón abrir la casa y luego el botón de prender la tele y así ad infinitum. Eso debería haberle dado más miedo que la sangre, que el reflejo, que los sueños. El verdadero terror era la vida que llevaba, insípida y vacía. Entonces apretó el botón de pensar en Sofía. Y ese botón detonó que se apretara el botón de sentirse incómodo. Empezó a pensar, cosa que probablemente hasta iba en contra de las reglas en un trabajo tan miserable como el suyo. Tenía que hacer lo que le dijeran y no le pagaban para pensar, le pagaban para apretar botones y hacer que las cosas pasaran. Pensar no. Sin embargo Sofía volvía a sus pensamientos, se mezclaba con el sudor que recorría su frente para morir en sus cejas, con la intranquilidad que sentía cada vez que Sofía venía a su cabeza. Su esposa muerta. Su esposa que tenía cáncer. Su esposa desahuciada. Le quemaba el estómago, se le revolvía el medio desayuno que comió en un puesto de comida debajo del edificio donde trabajaba. Sentía bailar la comida junto con algo que no sabía del todo que era pero que ahí estaba. Yo sí sé qué era: culpa. Sentía culpa como no había sentido en meses. Sentía el peso de su cuerpo y la realidad de su vida mientras su corazón latía más y más rápido, mientras su pecho le dolía de nuevo, esta vez una opresión casi insostenible. Ese dolor del pecho que tenía hacía meses y que hacía que le costara respirar, sentía en la garganta como si la corbata estuviera sumamente apretada, así que hizo el ademán de aflojarla, sólo para darse cuenta de que en su afán por salir de su casa ni siquiera se puso la corbata. De nuevo se sintió extraño mientras pensaba en ello y hacía una pausa a su ardua labor de botones y clics. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar pues la computadora, así sin más se apagó. Maldijo al cacharro que le devolvía su reflejo sin corbata y de camisa sin planchar, naturalmente, pues no pudo hacer nada tras el incidente del baño. Se observó, se observó de verdad por primera vez en meses, desde que murió su esposa. Vio a un hombre demacrado y golpeado por la vida y por sus problemas, vio la silueta de su rostro muy claramente. Esta es tu cara, ese eres tú. Esto es lo que has hecho de ti. Cada decisión que has tomado ha hecho esto de ti. Se observó con claridad por primera vez, sus pómulos enflaquecidos por el pésimo año, su barba desaliñada y enmarañada. Vio todo. Todo excepto sus ojos, la pantalla de la computadora no le devolvía sus ojos, tenía un aire tenebroso porque le hacía imaginarse sin ojos en sus cuencas… Entonces la vio: la mujer que había visto el rabillo de su ojo izquierdo: un amasijo de cabellos sucios le cubría el rostro pero ahí estaba a unos metros detrás de él flotando a su lado izquierdo, sus pies al menos a cinco centímetros del suelo. No veía sus ojos pero sabía que lo observaba fijamente. Gritó, se levantó y volteó pero no había nada. Los otros miserables de los cubículos aledaños detuvieron su sinfonía de botones para observar al hombre que irrumpía en su rutina y en su silencio aparente. Le miraron con la extrañeza de quien no ha visto a una mujer flotante en harapos flotando en medio de una oficina ¿Qué más da el trabajo cuando el apretar botones da pie a un miedo e incomodidad semejantes? Decidió tomarse el resto del día, apretar el botón de salir del edificio y luego apretar el botón de caminar por las calles de la ciudad hasta que la horrorosa imagen saliera de su cabeza o dieran las diez de la noche, lo que pasara primero.
    Dieron las diez y la imagen seguía ahí, indeleble en su cabeza, tatuada en su memoria. Ahora sabía qué estaba pasando. No quería dormir. No quería ir a su casa. No quería saber nada de nada. Sin embargo juntó sus fuerzas, caminó a la parada del camión y apretó el botón de esperar al camión, lo que detonaba el botón de subir al camión y pagar el pasaje. Llegó a su casa y la abrió en el silencio más ninja posible.  El crujido de la puerta le hizo pensar en qué tan buena idea era volver a su casa. Sin embargo era muy tarde, incluso si decidiera pernoctar fuera tendría que ir a su casa por ropa limpia y algunos documentos que necesitaría para realizar su recital de botones. A estas alturas ya sería tonto salir y buscar un hotel. Decidió quedarse en casa, prendió la luz y encendió el televisor. El ruido le haría bien, no quería sentirse solo. El apartamento lucía más grande, más vacío. Por primera vez desde que Sofía se fue pensó en que debió mudarse. No es sano vivir en la casa donde murió tu mujer. Es ridículo que hasta este momento no se haya detenido a pensarlo siquiera. Sin embargo ahí estaba, pensando en Sofía como lo llevaba haciendo en mayor o menor medida desde que murió.
Encendió la estufa y apuró el sartén al fuego. Tenía un apetito voraz así que comió un buen pedazo de carne y se lo bajó con cervezas del refrigerador. La comida le supo deliciosa. Era lo más rico que había probado en meses. Se percató de la insipidez de las comidas previas; nada le sabía. Se sintió triste al pensarlo, al darse cuenta de que nada salía como lo planeaba. Cuando murió Sofía pensó que estaría mejor, que ella ya no sufría, que él tenía una oportunidad única de seguir con su vida, por ella y a pesar de ella. Abrió una cerveza más y bebió profusamente de la botella hasta quitarse el mal sabor de boca. El dolor del pecho de nuevo apareció, era insoportable una vez más. Le costaba mucho respirar, así que fue a acostarse a la cama. Dejó el cadáver de la cerveza en la mesa y  fue a su cuarto, encendió la luz y se tumbó en la cama. Le llegaba el rumor de la televisión encendida en la sala, algún noticiero daba una nota acerca de un asesinato por venganza. La idea de la venganza le provocó un escalofrío así que se paró de nuevo y fue a apagar el televisor. La radio solía irradiar mejores emociones que la que puede incitar a la venganza, así que puso la radio y resumió su descanso en la cama, esa cama que había compartido tantas veces con Sofía, con su mujer, tres meses muerta. Abrió el buró del lado derecho de la cama, el lado de Sofía, donde había un par de suéteres de Sofía. Tomó ambos y los acercó a su nariz. Podría jurar que todavía podía olerla, ese olor a azahares que impregnaba su cuerpo y que coronaba su hermosa (son)risa. El olor lo puso triste y melancólico, así que decidió dormir. Se sentía terriblemente cansado, apagó la luz, la radio y durmió.
 Soñó aquel sueño de nuevo. Soñó con las uñas afiladas como garras encajándose en sus ojos, en su piel, soñó con dientes fundiéndose en un beso enrojecido con su garganta. El gorjeo de su cuello mientras una fuente de hemoglobina nacía en su garganta; soñó el penetrante olor del hierro, el dolor del pecho dando paso a un dolor todavía más grande, el dolor de la vida extinguiéndose, saliendo por las heridas. Soñó su cama ensangrentada, el reloj del buró salpicado de sangre, señalando las tres de la mañana. El dolor era tan vívido. El sueño era tan real como su miserable existencia. Gritó. Gritó tan fuerte como le fue posible. Pero no se escuchó nada, sólo se escuchó el coágulo de la sangre borboteando por el orificio de su garganta, apagando sus gritos.  Se lo estaban comiendo, lo estaban haciendo pedazos. Entonces de nuevo apareció el dolor del pecho, la opresión insoportable en su cuerpo: le costaba respirar. Entonces despertó. El despertar fue abrupto, sus ojos se abrieron a la oscuridad de su cuarto. Su vista daba hacia su buró: eran las  dos cincuenta y nueve de la mañana. EL dolor del pecho lo hizo ponerse boca arriba, en un ademán por levantarse, de puro reflejo del dolor que le aquejaba. Entonces la vio. Encima de él, recargada en su pecho vio a la mujer que vio en su trabajo, la que vio en el baño y que atormentaba sus sueños. La mujer se quitó el cabello de la cara para dejarle ver el rostro que amó en vida. Sofía. Sofía encima suyo provocando ese dolor del pecho que llevaba meses aquejándolo; Sofía con el rostro putrefacto, la piel pálida y los ojos llenos de odio. Sofía abrió la boca y sólo había oscuridad y dientes afilados como espadas. Entonces él se dio cuenta de lo egoísta que había sido, que en su vida siempre pensó en él y en nadie más, en lo que padeciera él y sólo él; que había matado a su mujer sólo porque no quería tener que sufrir su enfermedad, porque temía verla reducida a un amasijo de carne consumida por el cáncer. Pensó en lo imbécil que era mientras el reloj daba las tres de la mañana, mientras Sofía alzaba sus brazos y enterraba sus uñas afiladas en su pecho, mientras abría el cuerpo que alguna vez usó de almohada y mientras sus dientes afilados se hundían en su garganta. Esta vez, a diferencia de los sueños, no quiso gritar. Lo merezco, pensó, mientras el sonido de su piel cediendo a las garras y el gorjeo de la sangre violentaban el silencio. El cuarto olía a hierro y azahares.



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