Presentación

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lunes, 15 de febrero de 2016

Una causa perdida

LA CEGUERA DEL TALLER

Una causa perdida
        

—Sólo dime una cosa.
—¿Cuál?
—¿Puedo vivir con la esperanza de que
algún día volveremos a estar juntos?


Educarse no es ir a la escuela, pese a ello, continúan habiendo clases de Ética o Civismo. En varias ocasiones he llegado a pensar que sólo tenemos acceso al sentimiento de la pérdida cuando, anteriormente, tuvimos aquello que perdimos. Si esto es verdad, me he dicho, no puedo perder lo que nunca tuve. De niño tenía una espada pequeña de plástico morado traslúcido y con ella imaginaba que era un héroe, convirtiéndose aquel pedazo de plástico en uno de mis juguetes más preciados de mi niñez. Un día desapareció. Evidentemente lloré, pues nunca supe a dónde fue a parar. Por ejemplo, también recuerdo creer firmemente en el Paraíso de los Peces Dorados, es decir, en arrojar un pez dorado al inodoro cuando éste moría. Esto gracias a cierto cuento del libro de Lecturas de la SEP. De mi espada, veinte años después, supe que fue vendida, no corrió la misma suerte que Woody. Después de que falleció mi primer pez Betta, —aun a sabiendas que bajo el inodoro no se hallaba dicho paraíso— decidí arrojarlo al Paraíso de los Peces Dorados. ¿Por qué? Porque Philip, mi primer pez Betta, merecía un funeral, creyendo que con ello gozaría de una mejor vida. ¿Por qué? Porque es una creencia. Así, algunas veces perdemos las llaves, otras el teléfono, la cartera o a un amigo. A veces recuperamos lo perdido, pero en otras no. No se puede recuperar a nadie de la muerte. Ya no tenemos su compañía, ahora poseemos su recuerdo.

Por alguna razón me ha tocado asistir a varios novenarios, o rosarios, como comúnmente les llamamos. Aquellos días avivaron un recuerdo demasiado doloroso de mi secundaria: cuando perdí a un amigo. Un lunes reíamos juntos. Ya no hubo un martes para él. No pude asistir a su funeral, pero el resto del salón sí. Recuerdo sus risas, también que en varias ocasiones compartimos lunch. Yo era de los pocos que le hablaban del salón, incluso en su último mes pasábamos más tiempo juntos. Tres días antes me enojé con él, pero al día siguiente ya le había perdonado, pues ya era mi mejor amigo. Nunca se lo dije. Y se marchó sin que yo pudiera decirle que lo quería. Solía decirme Marquitos, y desde ese entonces jamás me ha gustado que me llamen así. Perdí a un amigo.

No conoció las borracheras; tampoco las desveladas de la licenciatura; claro que tuvo novias, pero jamás supo lo que es ser padre; no pudo ver llegar a México a cuartos de final, pues amaba el fútbol; tampoco conoció la nieve que recién cayó en nuestro pueblo; tampoco pudo ver una lluvia de estrellas o un eclipse de luna. Y nosotros, ¿acaso vivimos mejor? Si la felicidad no radica en creer que después de la muerte viviremos mejor y estaremos en un gozo eterno, entonces apresurémonos en llenar nuestros costales de tanta experiencia y conocimiento como nos sea posible, pues mañana quizá ya no salga el sol. 

En la escuela no puede enseñarse a creer. No hay clases para saber cómo soportar la pérdida de un ser querido, ni mucho menos para saber cómo ser amigos.

Amigos, los extraño.


EL ARCA DE LO IMPOSIBLE

El sueño

Jack Carter tuvo un sueño antes de morir. Soñó con ella, con Grisel, que le decía: “es sólo cuando lo perdemos todo que somos libres para hacer lo que sea”. Yo, que me hallaba a su lado horas antes de morir, logré ver una ligera sonrisa en su rostro.


Aurelius

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