Presentación

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lunes, 15 de febrero de 2016

Una azarosa lección



El sol brillaba incesante y, como lentos fotogramas, en la tierra fértil se veía pasar una sombra de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, acompañada cada dos tiempos del compás de un golpeteo en la tierra, de esos golpeteos que dejan en claro que en un lado está el mundo y del otro la herramienta empuñada por las manos. Esas manos, pequeñas, con más surcos que la tierra que araban, pendían de unos brazos, y esos brazos se aferraban a un cuerpo como ningún otro: fuerte. Sobre ese cuerpo una cabeza llena de rizos negros miraba con luz verde las infinitas huellas de su trabajo, y al ritmo de arado, sin notarlo, al fin el sol cayó. Volvió a casa.
            Una vez que hubo vuelto a casa, se sentó en el pórtico para evitar estar dentro de esa morada, que de morada no tenía ni las paredes; se respiraba ahí una intranquilidad propia únicamente de las hormigas ante el inminente fuego. Esa falta de paz se debía a que el padre de este mozuelo gustaba de retar a la suerte de una manera poco prudente: el juego de azar. Y es que hay veces que pensar en el azar como un juego orilla a los hombres a perderlo todo, y otras en que pensar en el azar como un modo de vida nos lleva a perderlo todo.
            Mientras él seguía sentado contemplando las penumbras que en el cielo se colorean cuando la noche alcanza su más alto esplendor, se escucharon los tropiezos de un cansado hombre. Se entendía en esos pasos que no era un cansancio fruto del trabajo, ni mucho menos de la estupidez que el alcohol trae en cada sorbo, eran más bien los de un cuerpo que se ha cansado al recibir tantos golpes como puede soportar sin expulsar el alma debido al agotamiento. Era el padre de Cappi.
            Llegó hasta donde el hambriento fruto de sus brutales deseos jugaba a dibujar en la tierra el nombre de su mama (así le llamaba Cappi), y con un machete en la mano se acercó a decirle –Tú eres quien ha de salvar el honor de tu padre, de tu madre, tus hermanos y tu raza. He perdido todo cuanto nuestro arte nos ha dado, ve y evita que de nosotros se hable mal, mata a Arcadio, pues me ha ganado a la mala y me niego a pagar cuando en el juego no hay honor; mátalo y después lárgate de aquí.­– entregándole finalmente el arma.
            Cappi salió horrorizado de la orden que le había dado su padre, pero sin más opción que la obligatoriedad de la obediencia, se fue a ca’Arcadio. Todo era oscuridad cuando el impío jugador fue sorprendido, o ni siquiera eso, por un resplandor que, sin más preámbulo que el de un par de pasos, fisuró el cráneo del vencedor de un amañado juego de dados. El resplandor que bajaba al compás del trabajo matutino, fue visto por Regulo, hijo de Arcadio, que se apresuró a ver qué pasaba. Cappi, ante la llegada de su coetáneo, no tuvo más remedio que retenerle la vida hasta nunca jamás. Cappi, un niño de trece años, era ahora un asesino; Cappi, un niño con grietas en las manos, era ahora un prófugo; Cappi, un niño amoroso, había conocido el calor de la sangre ajena; Cappi, un niño como cualquier otro niño, había conocido el poder del azar.
            Largó del pueblo para jamás volver. Encontró una mujer, abnegada, linda, y el alma más caritativa que pisó este mundo. Tuvo hijos, nietos, bisnietos y, probablemente, infinita descendencia. Amó a todos mucho, a su manera, pero mucho. No sería la última vez que llenaría sus manos de sangre. No sería la primera vez que desearía no haber corrido con mejor suerte. Peleó por el honor de una familia a la que no tuvo el gusto de conocer. Vivió esperando ser la mitad del hombre que su padre fue. Murió creyéndose inocente por tantos crímenes cometidos. La suerte le arrancó lo único que extrañaba: su azadón. La muerte le entregó el descanso eterno. La vida le dio una valiosa lección.

Talio


Maltratando a la musa

                   Invisibles caminos

Unos pasos buscan entre los caminos raudos
Acumular la tierra suficiente para andar
Dejando su huella entre algunos condenados
Que incipientes, hace tiempo, se hicieron a la mar.

En sus zapatos la tierra es arcilla muy blanda,
Lista para moldearse a su antojo en el camino
Haciendo de ese mapa, más que ayuda, una espada
Que indiscutiblemente oscurece el destino.

Desconfío de esos hombres marcadores de rutas
Pues descomponen las veredas de una vida fugaz,
Orillando al errante a caer en esas grutas
Que le impiden a sus pasos caminar en paz.

Desconfiando, estoy seguro, tampoco habré de llegar,
Pero prefiero confiar en el amigo sincero
Que, antes de marcar camino, me enseñaría a nadar,
Permitiéndome llegar al cielo que tanto quiero.

Así camino en el mundo, mirando flores
Que llenan de vida y sueño por todos lados
Demostrándome que entre amigos y amores
Nunca habré de caminar por esos senderos raudos.

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