El
sol brillaba incesante y, como lentos fotogramas, en la tierra fértil se veía
pasar una sombra de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, acompañada cada
dos tiempos del compás de un golpeteo en la tierra, de esos golpeteos que dejan
en claro que en un lado está el mundo y del otro la herramienta empuñada por
las manos. Esas manos, pequeñas, con más surcos que la tierra que araban,
pendían de unos brazos, y esos brazos se aferraban a un cuerpo como ningún
otro: fuerte. Sobre ese cuerpo una cabeza llena de rizos negros miraba con luz
verde las infinitas huellas de su trabajo, y al ritmo de arado, sin notarlo, al
fin el sol cayó. Volvió a casa.
Una vez que hubo vuelto a casa, se
sentó en el pórtico para evitar estar dentro de esa morada, que de morada no
tenía ni las paredes; se respiraba ahí una intranquilidad propia únicamente de
las hormigas ante el inminente fuego. Esa falta de paz se debía a que el padre
de este mozuelo gustaba de retar a la suerte de una manera poco prudente: el
juego de azar. Y es que hay veces que pensar en el azar como un juego orilla a
los hombres a perderlo todo, y otras en que pensar en el azar como un modo de vida
nos lleva a perderlo todo.
Mientras él seguía sentado
contemplando las penumbras que en el cielo se colorean cuando la noche alcanza su
más alto esplendor, se escucharon los tropiezos de un cansado hombre. Se
entendía en esos pasos que no era un cansancio fruto del trabajo, ni mucho
menos de la estupidez que el alcohol trae en cada sorbo, eran más bien los de
un cuerpo que se ha cansado al recibir tantos golpes como puede soportar sin
expulsar el alma debido al agotamiento. Era el padre de Cappi.
Llegó hasta donde el hambriento
fruto de sus brutales deseos jugaba a dibujar en la tierra el nombre de su mama
(así le llamaba Cappi), y con un machete en la mano se acercó a decirle –Tú
eres quien ha de salvar el honor de tu padre, de tu madre, tus hermanos y tu
raza. He perdido todo cuanto nuestro arte nos ha dado, ve y evita que de
nosotros se hable mal, mata a Arcadio, pues me ha ganado a la mala y me niego a
pagar cuando en el juego no hay honor; mátalo y después lárgate de aquí.–
entregándole finalmente el arma.
Cappi salió horrorizado de la orden que
le había dado su padre, pero sin más opción que la obligatoriedad de la
obediencia, se fue a ca’Arcadio. Todo era oscuridad cuando el impío jugador fue
sorprendido, o ni siquiera eso, por un resplandor que, sin más preámbulo que el
de un par de pasos, fisuró el cráneo del vencedor de un amañado juego de dados.
El resplandor que bajaba al compás del trabajo matutino, fue visto por Regulo,
hijo de Arcadio, que se apresuró a ver qué pasaba. Cappi, ante la llegada de su
coetáneo, no tuvo más remedio que retenerle la vida hasta nunca jamás. Cappi,
un niño de trece años, era ahora un asesino; Cappi, un niño con grietas en las
manos, era ahora un prófugo; Cappi, un niño amoroso, había conocido el calor de
la sangre ajena; Cappi, un niño como cualquier otro niño, había conocido el
poder del azar.
Largó del pueblo para jamás volver.
Encontró una mujer, abnegada, linda, y el alma más caritativa que pisó este
mundo. Tuvo hijos, nietos, bisnietos y, probablemente, infinita descendencia. Amó
a todos mucho, a su manera, pero mucho. No sería la última vez que llenaría sus
manos de sangre. No sería la primera vez que desearía no haber corrido con
mejor suerte. Peleó por el honor de una familia a la que no tuvo el gusto de
conocer. Vivió esperando ser la mitad del hombre que su padre fue. Murió
creyéndose inocente por tantos crímenes cometidos. La suerte le arrancó lo
único que extrañaba: su azadón. La muerte le entregó el descanso eterno. La
vida le dio una valiosa lección.
Talio
Maltratando a la musa
Invisibles caminos
Unos
pasos buscan entre los caminos raudos
Acumular
la tierra suficiente para andar
Dejando
su huella entre algunos condenados
Que incipientes,
hace tiempo, se hicieron a la mar.
En
sus zapatos la tierra es arcilla muy blanda,
Lista
para moldearse a su antojo en el camino
Haciendo
de ese mapa, más que ayuda, una espada
Que indiscutiblemente
oscurece el destino.
Desconfío
de esos hombres marcadores de rutas
Pues descomponen
las veredas de una vida fugaz,
Orillando
al errante a caer en esas grutas
Que le
impiden a sus pasos caminar en paz.
Desconfiando,
estoy seguro, tampoco habré de llegar,
Pero prefiero
confiar en el amigo sincero
Que,
antes de marcar camino, me enseñaría a nadar,
Permitiéndome
llegar al cielo que tanto quiero.
Así
camino en el mundo, mirando flores
Que llenan
de vida y sueño por todos lados
Demostrándome
que entre amigos y amores
Nunca
habré de caminar por esos senderos raudos.
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