LA
CEGUERA DEL TALLER
Primera
lección
El discípulo decide
escuchar atentamente la lección:
“Este mundo, este
teatro de orgullo y de error, está lleno de infortunados que hablan de dicha”.
A esta frase yo preferiría rematarla con: “de una falsa esperanza”. Para quien
dice, ante las diversas miserias del mundo, que todo está bien, o en su defecto, todo estará mejor, queriendo mostrar que bajo la esperanza
viviremos mejor, poco sabe de la realidad humana y nada de la caridad. Pretenden cubrirse los ojos
con una venda de seda para no herirse de la constante miseria y pesadez de
nuestra condición. No se quiera evadir el sufrimiento apelando a la esperanza disfrazándola
con el todo estará bien algún día,
porque a los sufrimientos no se les evade ni se los ignora y, además, caminan
con el hombre como su sombra durante toda su vida. Porque ese día, mientras el
hombre respire y pise esta tierra, jamás llegará.
EL ARCA DE LO IMPOSIBLE
Reencuentro
El día era como
cualquier otro: nuevos rostros, misma ruta. Pero, sea por el azar o el destino,
no lo sé, ese día no podía ser cualquiera. Te vi, después de tan largo tiempo,
y permanecí helado por el impacto. Fue como haber visto una estrella fugaz,
pues lo creí un sueño que pronto se desvanecería para desparecer al momento
siguiente. Nada fue planeado y, sea porque así lo quiso Dios o alguna causa
humana, te volví a ver tan hermosa y radiante como la primera vez. El rojo de tu suéter hacía ritmo con el rojo de tus labios; tu cabello, liso y fresco, con
tus ojos tímidos y tiernos. ¿Puede un hombre describir la dicha del primer
amor?, ¿Puedo, con estas mis manos impuras, describir tu belleza? Me fuiste
como el agua para el sediento; como la luz en mis tinieblas; como el día a la
noche.
Y se acercó. Acelerando mi corazón
mientras era presa fácil del rubor, te acercaste a un ave que ya no podía volar
para escaparse, pues ya te anhelaba desde hace mucho y, al aparecerte como luna
llena, opacaste todas las demás estrellas que cubren el cielo. Y así, no dude
en hablarte, porque mi corazón no se perdonaría, jamás, el perderte por segunda
vez.
Aurelius
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