Presentación

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domingo, 3 de julio de 2016

Lejano



Even as I left Florida
Far enough, far enough
Wasn't far enough
Couldn't quite seem to escape myself
Far enough, far enough
Isaac Brock: Florida - Modest Mouse
Sus pasos estaban acompañados por el eco de sus pensamientos. Tampoco es que tuviera muchos pensamientos, lo cierto es que el gran calor que sentía opacaba cualquier idea que surgiera en ese momento; no podía concentrarse del todo. Para él, caminar siempre había representado la idea de que los problemas se solucionaban con algo de paciencia, con la tranquilidad y la solemnidad de los pies andando y andando calles. Sin embargo no estaba funcionando, al contrario, cada paso que daba sentía más y más desazón. Además, ahora sentía una sensación que no había conocido con tanta intensidad como ahora, jamás se había sentido tan ajeno. A su alrededor un cúmulo de casas de madera, de pórticos con bancas tristes porque no había viento alguno que las meciera, un intenso verde alojado en pastos y árboles frondosos, un asfalto empecinado en reflejar el Sol y pequeños grupos de gente que lo miraba con ojos extraños, con el escrutinio de quien reconoce que no perteneces ahí. No necesitaba un carnet que lo legitimara como extraño, su caminar, las gotas de sudor regordetas que colmaban su playera, los ojos del que ve tanto por primera vez, su afán imbécil y turístico de tomar fotos a todo lo que ve, como para no encomendarle los recuerdos a la memoria…todo ello lo delataba: era un extranjero. Y bien que lo sabía, quería disfrutar la sensación, pero lo cierto es que a veces uno necesita de algo que refrende su posición en el mundo, el abrazo de un amigo, unas palabras cálidas, algo más que las pláticas mecánicas de la gente que se está conociendo, más allá de la revisión general de la vida de una persona. Estaba harto de repetir su nacionalidad, su carrera, su nombre, aquellas cosas básicas que deben conocerse de las personas y que se dicen de inmediato cuando las estás conociendo. Y es que le era terrible conocer gente nueva porque los diálogos se ausentaban, se convertían en un interrogatorio amistoso plagado de preguntas que se hacen para saber qué has hecho de tu vida; no quería decir qué había hecho de su vida, porque ciertamente no sabía qué estaba haciendo; quería y extrañaba la animosidad de las pláticas con los suyos, cuando aquellos muros interpuestos entre los hombres se han caído a fuerza de una confianza que nació repentinamente. Y así, sin saber por qué, también dio la vuelta a la izquierda en cuanto la calle sobre la que iba se encontró con otra. Estaba caminando sin rumbo. La gente que camina sin rumbo no tiene a dónde ir, por supuesto, pero tras ello se esconde la promesa de que los pasos, encomendados al azar, nos lleven a algún lugar que de otra manera, guiados por la voluntad más pura, no nos podrían llevar. Y ahí iba él, con sus pasos cansados de tanto usar zapatos formales en un clima tan inclemente, en un suelo tan terroso y suelto. La calle era muy larga y por ella circulaban bastantes autos que lo reafirmaban en su invisibilidad, pero al menos no acentuaban la extrañeza que sentía, los autos pasaban muy rápido como para que sus conductores pudiera manifestar lo inusual que les parecía verlo ahí, con los ríos salados de sudor cerniéndose sobre su espalda y pegando la ropa a su cuerpo. Cómo deseaba un cigarro. Carajo, cómo deseaba tantas cosas. Los humanos tenemos la maldita costumbre de aferrarnos a cosas que nos salven de los sin sabores, paliativos de nuestra miserable condición. Y los suyos eran los cigarros –entre otras cosas-, lo fueron mucho tiempo, antes de que descubriera las veleidades de la literatura y de las amistades; le era complicado este viaje, sin libros a la mano y con la amistad más cercana a miles de kilómetros de distancia (millas, carajo, aquí se mide en millas), entonces, por ello resultaba como la única opción posible el caminar. No era lo que quería, pero era lo que se podía. Quizá ni siquiera quería un cigarro, tenía eones sin fumar; quizá lo que quería era aquella sensación, calidez y seguridad que siempre le otorgaba un cigarro. Es que siempre parece suceder lo mismo: uno desea y después el mundo se ensaña con nosotros y nos muestra de mil y un formas fortuitas lo craso de nuestros errores, se ríe en nuestra cara de nuestros deseos, nos arroja opciones, pero jamás lo que queremos. La vida sería demasiado hermosa si obtuviéramos lo que queremos. Y aquí, a esta tierra, no hemos venido a ser felices, al menos nunca como finalidad, jamás como el leitmotiv. Pero no podía pensar con claridad, así que su miseria estaba en un punto álgido, en la tragedia del no saber si algo te importa o no; él cómo detestaba la indecisión, las medias tintas. Al menos en las cuestiones tajantes, definitivas, existía la posibilidad de la certeza; en cambio, la incertidumbre lleva a una de las cosas más terriblemente hermosas que le ocurrieron al ser humano: el dudar. Bien podría ser que la ciencia y todo avance de carácter epistemológico que ha vivido el mundo se erijan como la mejor forma de acercarse a un conocimiento que no despeje dudas, pero lo cierto es que en el trajín que nos lleva hasta alguna certeza, hay un camino espinoso y de vidrios rotos clavados en los pies que hay que recorrer. Es un camino terrible. Si no duele no sirve. Sin sufrimiento previo, no hay placer alguno. No hay posibilidad alguna de ser feliz si no se sabe qué es estar triste. Y él no estaba triste, al menos no que lo supiera él. Era una sensación curiosa, sobre todo porque él es una persona vívida, de esas que rezuman alegría, pero pues él bien sabe que todo es un intento por mantener la tregua que ha pactado con el mundo: Tú no me jodes, yo no improperio la existencia. Parecía ser un buen trato, pero lo cierto es que al mundo no le puedes venir con papeleos, promesas o advertencias, las cosas sólo son y dejan de serlo cuando quieren. Así, como eso, sus ganas de caminar fueron disminuyendo, sabía que no estaba logrando nada, que se estaba obligando a hacer algo que no estaba ayudando. Sabía que sus pasos respondían más a una estúpida costumbre que a una genuina solución a sus problemas inventados. Y es que el muy cabrón es de esas personas que gusta de sabotearse. Por eso jamás podría llegar a ser feliz, sabe que no lo merece, sabe que en cuanto sea feliz, hará algo para arruinar aquel estado de sublime confort. Las pocas veces que ha rozado el paraíso, siempre ha sido él quien ha bajado los pies al piso. Un harakiri para ir comiendo por favor. Al menos tenía el consuelo de la vista, de la novedad que impregnaba toda la ciudad en la que estaba, también, aunque no se daba cuenta del todo, tenía la posibilidad, la preciosa posibilidad de aprovechar esa extrañeza con la que todos lo miraban, nadie lo conocía y así podía reconstruirse como ser humano, entender un poco más la intrincada maraña de redes en las que sus pensamientos y sus emociones esperaban la llegada de las arañas que vinieran a comérselas. Cuando eres un extraño, tienes la posibilidad renovada de ser lo que quieras. Pero no andaba muy positivo y tampoco es que quisiera ser alguien más. Disfrutaba de su persona, así, con todas sus falencias, con todos sus deliciosos desquicios y sus excitantes vivencias. Sin embargo, estaba azulado, quién sabe por qué. Lo sabía por cómo resonaban en su mente los sonidos de sus pasos aplastando los verdes pastos que poblaban la ciudad, esa ciudad verde que lo miraba con sorpresa, que lo recibió con la calidez de un clima inclemente y que lo alojó en un edificio enorme, un complejo de habitaciones. Todo iba tan bien y sin embargo nada iba bien. Lo supo cuando llegó al lago que apareció de la nada mientras caminaba, era un lago precioso, dentro de lo que cabe. Le parecía curioso que hasta ahora el vínculo que tenía con la ciudad era aquel lago que le recordaba un lago de su país, donde había un alto índice de delincuencia, un lugar que favorecía por igual el amor que el delinquir, los besos y los navajazos. Y este lago era similar y se sintió un poco mejor. Era un agujero de gusano entre su extrañeza y la seguridad que le daba la legitimación de su persona. Se limpió la cara mientras pensaba en lo mucho que le ardían los pómulos, tan desacostumbrados a ese calor tan pegajoso, húmedo y grosero que hacía en Florida. Y lo peor era que el Sol estaba por ocultarse y la seguridad provisional que le daban un par de días previos de experiencia le decían lo mucho que era una mentira que el calor baja sin el Sol. Esta tierra no respeta la noche, al calor de ahí le vale madres que se haya ido el Sol, igual calienta. La humedad impera y él se refugia de los últimos rayos del Sol en una banca y observa a las hormigas que viven cerca de la banca. Siempre se ha sentido atraído por las hormigas, probablemente porque nunca están solas. Y él estaba solo. El parque estaba totalmente vacío. La ciudad se debatía entre ser una ciudad pequeña o ser un pueblo grande, dada su indecisión, sus habitantes escogían guarecerse desde temprana hora. Sólo los bares y locales donde hubiera fiestas permanecían abiertos a esas horas. Extrañó también la sensación de alerta que siempre le acompaña en su país, donde si bajas la guardia, estás perdido. Aquí se entregaba a sus pensamientos con la seguridad de que era realmente improbable que algo le sucediera en una ciudad americana. Antes del viaje tuvo el sueño recurrente de que moría en Florida, cosa que no habría sido tan terrible, pues al menos habría salido de su país, como siempre quiso desde pequeño. Nunca se ha sentido parte de nada, siempre ha tenido la sensación de no pertenecer, por eso se aferra tanto, por eso es un necio que cuando se siente cómodo con algo o alguien, procura nunca perderlo; porque sabe que en este mundo demente es sumamente complicado encontrar un lugar donde estés cómodo. Y en el parque estaba medianamente cómodo. Así que sacó de su mochila la libreta que le regalaron para el viaje, aquella libreta como en la que Hemingway escribía sus textos en el fragor del alcohol, en el mismo tipo de libreta en la que tantos escritores hubieron de derramar sus letras más sangrientas. Y él lo único que tenía que ofrecerle a la moleskine era la sal de su rostro y la sal de su cabeza. Y eso hizo, no había más que hacer. Llevaba una bitácora de su viaje, a fin de no olvidar nada, pues no confía la volatilidad de su memoria y tampoco confía en la ilusión de la fotografía, si bien su celular para ese día ya estaba anegado de fotos de todo lo que observaba en esa ciudad cuyo nombre significa en algún dialecto nativo americano “ciudad vieja”. Pero viejos los dolores que le aquejaban, viejos los árboles que poblaban la vista que se postraba ante él, esos árboles con barbas blancas formadas por un heno que les escurría por las ramas; esta ciudad era tan novedosa para él, y eso lo ponía contento. Quizá ahí radicaba el porqué de sus pasos. No sabía definir si estaba contento o triste. Era una mezcla tan intensa que no sabía cómo se sentía. Sólo quien ha estado a millas de distancia, con dólares en su bolsillo en vez de su propia moneda, con recuerdos asidos en la cartera para no olvidar de dónde vienes, puede saber la extrañeza que ocasiona el estar tan lejos de tu casa. Pero no extrañaba su hogar, ni su cama, ni a sus mascotas, ni a su familia, ni sus amigos, ni a nadie más. Y sin embargo la sensación de añoranza ahí estaba; trataba de embocar en su mente la sensación, de explicarla. Y escribía para hacerlo, como siempre había intentado hacer, para explicar cómo se sentía, intentando que en sus escritos pudiera descifrar sus emociones, pero el intento fue infructuoso una vez más. Se dio cuenta de que el escribir una bitácora no necesariamente aliviaría sus necesidades. Sin embargo sentía que se estaba conociendo a través del viaje. En un instante se hizo de noche, la cual llegó anunciada por el sonido de decenas de gansos cuyo canto cobraba fuerza conforme la luz se debilitaba. Tomó algunas fotos más del lago antes de que la noche cubriera la ciudad. Se levantó y echó a andar de nuevo sin rumbo, andando para encontrar lo que buscaba sin buscar.
La arquitectura de la ciudad es una mezcla entre dos mundos, es un choque entre la necedad humana propulsada hacia la modernidad y las construcciones de madera que se niegan a morir. Barrios de casas de madera antecedían o precedían a zonas totalmente modernizadas. Una taxista el día anterior le había dicho que la ciudad estaba en un proceso de modernización, que algunas de las zonas centrales de la ciudad se estaban renovando y que la ciudad estaba mucho más bella que hacía algunos años, cuando ella acababa de llegar ahí con los sueños propios de quien acaba de terminar su carrera. Llegó a un cruce de un ferrocarril y supo que tenía que pasar por ahí. Era una encrucijada; él, romántico como siempre, decidió pasar por ahí, a la salud del blues del delta que tanto le gustaba y que tanto trataba la temática de los cruces de caminos. If I had possession over the judgement day, lord, the little woman I´m lovin´wouldn´t have right to pray. Some other men got my women and the lonesome blues got me, pensó mientras cruzaba la encrucijada que daba paso a una zona de bodegas y casas de madera con pórticos amplios donde había más bancas abandonadas sin poder cumplir con su objetivo en la vida. ¡Cuánta razón había en las canciones de blues! Cuánto se identificaba en las escalas que le llenaban la cabeza y lo sacaban de su propia desazón para meterlo en una más universal: la del hombre plagado de la incertidumbre de la propia existencia. Era un estudiante de filosofía en una escuela de agricultura y mecánica. La vida es una gran ironía. En algún lado del gran universo, Dios se está riendo de nosotros. No podía escuchar sus carcajadas, pero podía escuchar cómo los gansos también poblaban esta parte de la ciudad. A lo lejos el rumor de un ferrocarril se empezaba a escuchar. Pensó en esperar el tren y observarlo, pero desechó la idea, pues no quería detenerse, quería continuar y ver a dónde llegaba. Continuó por esa amplia calle de arena suelta que le ensuciaba sus zapatos. En su país eso le habría importado, él siempre tan cuidadoso de su vestimenta, pero acá qué más daba, eran unos putos zapatos y nomás. De nuevo deseó el cigarro. Tenía problemas en los pulmones, sabía que moriría de algo relacionado con ellos. Y sobre todo joven. El vaticinio de un par de médicos le bastaba para saberlo casi tanto como su propio criterio y su corazonada. Por eso tenía que vivir, pronto, apasionadamente y sin detenerse. Sin embargo toda vida siempre pende de un hilo y eso le brindaba el confort suficiente para rara vez preocuparse por diagnósticos médicos. Vive, hijo de tu madre. No tienes nada que perder y todo que ganar. Devórate el mundo antes de que el tiempo acabe contigo y no haya quién te bese más que los gusanos. Y por puras ganas de vivir estaba caminando. Entonces las bodegas de esos negocios americanos cedieron y una retahíla de casas de madera de nuevo apareció ante él. De una de ellas, una de color azul purpúreo salía el jazz que tanto hacía bailar su corazón, disculpen ustedes el lugar común. Ahora sabía bien a dónde tenía que ir. Se acercó al lugar con el ritmo ya encandilando sus emociones. Reculaban también sus pesares ficticios para alojarse en la soberanía de los pies siguiendo la línea de un bajo, de los dedos de la mano siguiendo los compases de una batería: el goce. Llegó a la puerta del lugar. Le causó gracia el nombre del sitio, era un nombre muy apropiado para un lugar donde escuchas jazz, para un lugar hecho para hombres como él que se refugian en el blues o en el jazz: Black dog. Los perros negros son un excelente símil entre el blues y el signo del diablo que los hombres llevamos dentro. Los hombres somos malignos por naturaleza y se dice que cuando le vendes el alma al diablo, los perros de éste te persiguen buscando tu alma. Y él fue a las fauces de los perros. Entró y lo recibió una cálida sonrisa en el idioma de la tierra que le prometió el sueño americano. Pidió una cerveza, sabedor de que esta tierra todavía no ha parido un buen jugo de cebada, pero el calor así lo ameritaba; al carajo la bohemia de los merlots, los sangiovese, las syrahs y las nebbiolo, el vino no paliaría ningún calor. Se sentó en una mesa de madera mientras la chica que atendía el lugar peroraba sobre lo lento que era el día; mientras del estéreo emanaba una canción de Chet Baker que le fascinaba. Aquella canción bien que podría resumir su existencia. Las cosas sucedían todo el tiempo, algunas sólo porque sí, otras sólo sucedían tras ciertos estímulos, algunas eran meros accidentes, pero nada le sucedía a él. They´re writing songs of love, but not for me. A lucky star´s above but not for me. With love to lead the way I found more clouds of grey than any russian play could guarantee. La chica no tendría más de veintitrés años, sus ojos café claro amielado reflejaban la ilusión de la vida por delante. Se puso a pensar si sus ojos brillaban con esa intensidad, quería pensar que sí, pero lo cierto es que no lo sabía. Necesitaba de alguien más que le dijera eso, alguien que le viera a los ojos, alguien que disfrutara de su compañía lo suficiente como para mirarle a los ojos en un mundo que se fija en cualquier otra cosa, menos en el alma. Escuchó a la chica mientras observaba el lugar, un montón de afiches de jazz y pinturas de artistas locales coronaban las paredes de la casa convertida en un bar diagonal café. Y entonces la vio. Una guitarra preciosa colgada que lo miraba tímidamente, como queriendo ser tocada. Esperó a que la chica terminara de hablar, se notaba que el día era lento y el trabajo aburrido, pues ella rezumaba palabras, interés por hablar y ser escuchada; siempre ha estado más que dispuesto a escuchar a la gente, prefiere hacerlo a hablar él mismo, pero simplemente la guitarra era lo que necesitaba. Y se la pidió. Ella velozmente se la entregó al tiempo que le dijo que le daba mucho gusto que la pidiera, pues no siempre alguien la pide y le gustaba mucho la música en vivo.
Estaba tan lejos de casa. Su repertorio era más que nada de canciones en inglés, pero sabía que la situación que pasaba en su mente, ameritaba canciones en español que lo vincularan con lo que había dejado atrás. Así que hizo acopio de todas sus fuerzas para recordar los acordes esquivos a su memoria. El recuerdo le trajo la respuesta más adecuada, jamás se sintió tan orgulloso de su precaria memoria. Él juraría que Tallahassee jamás había escuchado a Real de Catorce. La chica, se sentó junto a él y escuchó atentamente mientras él cerraba los ojos y prestaba su voz para que la guitarra se expresara y viceversa. Cuando caes así, cuando caes del cielo, a mi realidad, a mi aburrimiento, rompes el ritual de la soledad y su hechicería. Y me da la gana deshacer la cama de mis temores. Siempre le han gustado las mujeres livianas, de esas a las que les escribía poemas Oliverio Girondo, de esas mujeres etéreas encarnadas, de esas que te hacen mierda el corazón, sólo una mujer así puede propiciarle el arte a un hombre. Sin una mujer así no existiría la divina comedia, por decir lo menos. Sin una mujer así, Shakespeare no habría inventado el inglés.  Y en inglés le dijeron que cantaba muy bonito, que no había entendido nada de la letra, pero que sonaba hermosa. Y entonces él procedió diligente a traducir la canción lo mejor que pudo. Algunos tragos después ella ya no era ella, era Brittany; y él ya no era él, era Carlos de nuevo. Siguió tocando y sus pesares huían despavoridos con los acordes y con su voz. El lugar estaba totalmente solo a excepción de ellos dos. Un poco más tarde agotó su repertorio en español y empezó a cantar en inglés todas esas canciones que podía recordar, fue un concierto ecléctico que pasó desde Phoenix hasta Pink Floyd. Para cuando terminó y ya no recordaba ninguna canción, Brittany ya sabía que era su cumpleaños, que la única forma que se le ocurrió de festejarlo fue empezar a caminar para ahuyentar los demonios arremolinados en su mente, ya sabía que Carlos pensaba que la vida no tenía más sentido que el que nosotros le damos y que su sueño más preciado y anhelado era poder vivir de lo que escribía; y Carlos, para cuando terminó el concierto, ya sabía que ella llevaba siete años viviendo en Tallahassee por puros accidentes de la vida, que Brittany amaba los animales, el jazz y la literatura, que era demócrata, que quería conocer Burdeos para probar los vinos directamente de los chateau franceses y que lo que más le gustaba hacer era pintar. Así se conoce la gente, por puro accidente. Y así, por puros accidentes combinados con el desdén más humano posible, las cosas se fracturan. La distancia no significa nada, a menos que para nosotros signifique algo. Cosificar la realidad la condena al suplicio de la condición humana. A ambos los azares de la vida los habían arrojado a esa tierra calurosa, a ambos les habían prometido el sueño americano. La noche terminaba muy pronto y él se devolvía a su realidad real –si se me permite la burrada- cada que iba al baño. Se sentía tan tonto por sentirse tan bien. Recordó a un amigo suyo que estaba a miles y miles de millas, los consejos que le dio sin que Carlos los pidiera. Pero nunca había sido alguien que siguiera consejos, era mucho mejor dándolos que siguiéndolos. Para cuando salió del baño por última vez, Brittany le dijo que era hora de cerrar y que tenía que empezar a limpiar y recoger el lugar. Carlos le ayudó y Brittany le dijo que debería volver un viernes, cuando el Black Dog tenía conciertos en vivo. Entonces se le ocurrió la brillante idea de que Carlos tocara en el Black Dog. Era una excelente idea realmente, un gran regalo de cumpleaños y justo lo que necesitaba su atribulada existencia. Nunca se había sentido tan vivo como cuando fue vocalista de una banda en sus años mozos, acaso en unos conciertos de sus dos bandas favoritas y en otras ocasiones que ni él mismo supo que era feliz. Porque la felicidad es algo que se da en tiempo pasado. La felicidad y el presente están peleados irreconciliablemente, estamos tan ocupados luchando con o por ser nosotros, que los instantes se nos escurren entre los dedos y la felicidad se escapa por las aberturas de la palma abierta de la mano. Y la posibilidad de un instante del goce supremo que ofrece el estar vivo se erigía en el prospecto de tocar un concierto en un lugar al que llegó por el azar, por puro accidente, por la pura inercia de sus pasos empujados por uno de los sentimientos más puros que puede experimentar el ser humano: la tristeza. Se despidieron calurosamente, como quienes han sabido disfrutar la compañía del otro y como quienes esperan encontrarse de nuevo con la promesa de un correo escrito en un papel, un teléfono guardado en un celular y el prospecto de un futuro concierto acústico que habría de llegar. Carlos salió del lugar con una sonrisa en el rostro, mucho más contento aunque fuera su cumpleaños, esa fecha que detestaba porque siempre le recordaba el sonido que hacen los relojes cuando el silencio impera, como a eso de las tres de la mañana, cuando los espíritus y los demonios salen a jugar. Sabía que los había ahuyentado un rato, pero también sabía que habrían de volver tarde o temprano, que debía seguir caminando, que a veces es terrible pensar, añorar o desear. Qué no daría por poder suprimir sus deseos y sus pensamientos por algún momento, poder mandarlos a vacacionar así como él estaba haciendo en esa tierra tan diferente a la suya. Recordó  a una de las bandas que más le gusta, su canción favorita de Modest Mouse, la otra canción con la que podría definirse como persona, People as places as people - que dice: somos los lugares a los que quisimos ir, la gente a la que quisimos conocer. Él no quiso ir a Florida, la vida lo arrojó ahí. Incluso tenía miedo de ir a Florida, no por lo que encontraría, sino por lo que dejaba atrás, lo que podía perder. Pero todavía era temprano, tanto en su vida como en el día, si bien el reloj de su celular dictaminaba que eran las once de la noche, si bien a partir de hoy tenía veintiséis, todavía le quedaba una hora de cumpleaños y la posibilidad real de algunos años más de vida… y sus pies todavía querían caminar.

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