Presentación

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martes, 5 de julio de 2016

Un rinoceronte negro vio correr a un perro



Hace ya mucho tiempo que murió mi padre. Discutimos muchos años, y durante muchos años hubo silencios incontenibles sobre al mesa, al crujir del pan, y al tronar de los platos que envejecen con cada cuchareo, pero jamás he sentido un silencio tan amargo e insalubre, como el que siento el día de hoy.

Mi esposa hace un rato que me ha dejado ¿Te fijas en como es que las concepciones del tiempo ante el dolor, se transforman en cálculos imprecisos que nada dicen? Digo “Hace mucho”, “Hace tiempo”, “Ya buen rato de eso”, pero todo es impreciso. Recordar fechas y hora exacta no sería imposible para la memoria, pero si para el espíritu. Terrible contradicción del existir.

Acaban de publicar mi primera novela. Detesté esa novela, pretenciosa y amarga como mis calcetines, pero estaba más harto de mi empleo en la oficina de edición de los libros baratos de esa maldita Elena Rivlanowska. Esa zorra; prostituyendo los milenarios esfuerzos de antepasados orientales para crear un lenguaje lo más cercano a lo inmortal... Y ella viene con sus novelas románticas para adolescentes acabados por la televisón que sólo pretenden instruirse de manera superficial para posar en Instagram o alguna de esas cosas en las que se pregonan como sex-symbol, sin nociones de una verdadera vida sexual; sólo asimilándose como trozos de carne que comen carne, y que no aspiran a más que a un orgasmo incompleto. Incluso la novela que publiqué fue mucho mejor que toda la bibliografía de esa estúpida. Aunque hace el mejor sexo oral que una mujer de trasero paliducho puede hacerle a un cerebro desarrollado. Qué inútil soy. Quejándome sobre esa mujer que nada significa para mí; faltándole al respeto, sólo porque el silencio es amargo, espeso, asfixiante. Eres capaz de todo para sentir que aun estás vivo.

Siempre había mirado el techo de mi casa, y había logrado acostumbrarme a sus imperfecciones, reconociéndolas como parte de mí, y no como parte de una casa. Veía pequeñas figuras que siempre se me asemejaban a rostros, a veces muy humanos, otras no tanto, pero siempre y por muy tétricos, amistosos, y divertidos, como la cara de gato que se hace entre la fisura de dos mosaicos amarillentos con líneas rojizas y blanquecinas en el suelo; o esa cara de anciano que se forma de las grietas de humedad en la pared frente a mi comedor; hay un conejo a un lado de la llave de la regadera. Hoy ninguno está, como si se los hubiera tragado el miedo a verme así de solo. A veces los amigos te abandonan porque temen verte tan solo que ni con su compañía sean capaces de animarte. El techo hoy estaba pulcro, sin vida, inmaculado en su deshumanización.

El teléfono sonó a medio día, y me contaron la gran noticia de mi publicación. Después entró la llamada de mi hermana, que estaba muy contenta para ser el aniversario luctuoso de mi padre, razón por la cual me llamaba. Su felicidad radicaba en que dos días antes su novio le pidió matrimonio. El era un hombrecito bajo, de lentes, casi calvo, que usaba un chevy de dos puertas para viajar por todo el país, en busca de aventuras y comunidades autóctonas. Siempre traía trozos de otras tierras consigo. No es metáfora. Tomaba trozos de tierra y los metía en cajas de plástico. Su casa parecía una excavación hecha por misofóbicos. Mi hermana ya tiene cuarenta años. Es su último tren, mejor tomar un puñado de tierra y aventarlo al cadáver de la soledad sufrida por cuidar de mi madre durante los últimos diez años con vida, después del cáncer, que se complicó en cuestión económica cuando a mi padre le detectaron un soplo en el corazón. Esas cosas pasan a los viejos. Carne que se pudre con los años, sólo eso somos.

Al salir por cigarrillos recuerdo que vi a Enrique, comprando dos cajetillas de "Delincuentes". Enrique es mi vecino. Siempre me sentí mal por acostarme con su mujer una noche en que el no estaba y lo fui a buscar para beber. Desde entonces no iba a su casa por un trago, pues temía que en la borrachera se me escapara la verdad. Él me reprochó eso, con una sonrisa, temiendo que el hubiera hecho algo malo. Le prometí que pasaría hoy en la noche. Yo iba por unos “Lucky”. Me tropecé con un perro al salir de la tienda. Me hizo gracia. Luego vi al pequeño perro caminando despreocupado, arrastrando la correa y dirigiéndose rumbo hacia la primaria donde alguna vez estudié, a quince pasos de mi casa, la que siempre fue mi casa, la que siempre odie, y siempre estuvo aquí, acorralándome, y acariciándome sin temor al rechazo. Detrás del perro iba un niño en shorts, y con una playera bastante sucia. Detrás de el, la que supuse su madre. Vestida con un pantalón pegado que le resaltaba las nalgas, con tacones altos, y una blusa color rosa; muy bien maquillada y con el cabello ondulado meneándose entre las madres que venían del mercado, o del trabajo, o de hacer la comida; cabellos enmarañados, pants, y gorras, paño en la cara, y esa mirada de abnegación. El carrito de los barquillos pasó muy cerca de mí. Pude ver las canas de un hombre al que alguna vez vi de la edad de mi unico hijo, ahora en Janitzio, viviendo lo que yo me perdí, por ser un citadino enclaustrado en la suciedad de su aire. Recordé a mi abuela, gritando mi nombre para que las maquinitas no fueran a tragarse todo su dinero. Desde niños tenemos vicios. Nada nos impide encontrar un suplemento. Se me antojó una cerveza y fui a comprarla a la tienda. Compré dos caguamas para pasar la tarde, escribiendo y pensando. Al subir, comencé a olvidar mi nombre. No lo pensé, simplemente pasó. Mis movimientos no se coordinaban de manera alguna, y al abrir la puerta, colgar las llaves, cerrarla e intentar llegar a la mesa, me desplomé. Desde que salí a la calle presentí que algo así pasaría. Lo puedes presentir, como los segundos antes de un temblor maximizados en minutos; como una ruptura amorosa después de un año de “intentarlo”; que lo esperes, no le quita la extrañeza; pareciera más que te quedas inmóvil ante el desconcierto que ante la muerte.

Tal vez un derrame cerebral, o algo, pero lo que si es seguro, es que nadie limpiará la cerveza del piso, y nadie encenderá esos cigarrillos; entonces recordé a mi padre diciéndome unos días antes de morir: “Nadie sabe como se siente la muerte. Para cuando la ven, es muy tarde para hablar”. Pero este silencio enfermizo, parecido al que hubo cuando mi padre pronunció su última frase lúcida me ha hecho hacer lo imposible. Dentro de los límites encontré una oportunidad, y la desperdicié en esto…

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