I´m the next act
waiting in the wings
i´m an animal
All i need. Radiohead
All i need. Radiohead
El ipod había estado reproduciendo canciones durante todo el camino, pero el sonido de sus pensamientos había sido más estruendoso que cualquier disco de Radio Moscow. Marcando un tremendo contraste, un piano empezó a sonar y la frase que escuchó a continuación hizo más ruido que sus pensamientos: "no puedo seguir ofendiéndolos" pero ¿qué somos sino seres puramente egoístas? No estaba muy seguro si realmente era capaz de dejar de ofender y lastimar a las personas que se iban cruzando en su vida, pero sí estaba seguro de que no podía enfrentarse a la noche, eso era evidente. Las canciones solían ser mejores para expresar sus sentimientos. Caminó por la calle oscura escuchando la palabra "alivio" que rezaba aquella afligida voz que iba trepando por los audífonos y se le desparramaba en los oídos, el cerebro le iba a estallar. ¿Dónde está eso que llaman alivio?, ¿cómo se consigue? Al abrir la puerta del departamento lo recibió todo el escándalo de los hombres que tenía apilados en el librero, el librero antiguo y descomunal de caoba que, por cierto, habían tenido que cargar entre cuatro hombres; el librero era la única herencia que había dejado la abuela, sí, la vieja bruja al final de su vida hizo algo amable, pues sabía lo mucho que él amaba los libros. Así que sus ensayos, enciclopedias y demás cachivaches "intelectuales" compartían lugar con San Agustín, Hume, Unamuno, Fromm, Hesse, Tolstoi, Lovecraft, Confucio, Platón, Einstein, Nietzsche, Cioran, Ciceron, Aristóteles, Rousseau, Descartes y muy especialmente Kant, todos reclamando ser leídos, ser terminados, ser entendidos. Hegel se mantenía reservado en un rincón oscuro, sabiendo que no estaba en condiciones de exigir. El escándalo era tanto que apenas terminó de cerrar la puerta se dirigió a la botella de tequila, la destapó y bebió de un trago lo más que pudo, no necesitaba más de toda esa basura en su vida. El ipod seguía sonando, la voz de Thom Yorke hablaba sobre una polilla que quiere compartir su luz, justo lo mismo que él quería: compartir su casi nula luz y poder transmitir su casi estéril calor, tener la capacidad de plasmarlo en unas páginas, de transmitirlo en una caricia, pero al final tal vez él sólo era un insecto, un insecto que no logra salir de la noche. Bebió otro trago de tequila, subió todo el volumen del ipod e intentó no mirar a aquellos hombres que le miraban despectivamente desde el librero, siempre se sentía tan pequeño cuando se hallaba frente a ellos, le erizaba la piel pensar que los genios de aquellos hombres les habían conferido la inmortalidad y sus nombres siempre permanecerían en la Historia, era casi sobrenatural. Caminó hacia la computadora con la botella de tequila en la mano derecha; la computadora le aguardaba con la pantalla más demandante y ansiosa que de costumbre. Caminó junto al librero, muy a pesar de los reclamos de los grandes, siguió de frente evitando todo contacto para no alebrestarlos más. Al llegar al escritorio se sentó frente a la computadora, dejo a un lado la botella, no sin antes darle un tremendo trago, al instante el ipod se apagó, se le había agotado la batería. Es increíble la dependencia que genera la tecnología, seguramente Orwell o Verne podían escribir sin tener que estar escuchando música en su ipod. Colocó los codos sobre el escritorio mientras con las manos se tapaba los oídos, los reclamos no habían cesado. Cerró los ojos y ahí estaba el rostro de ella, gritando, reclamando, hiriendo... ¿hiriendo qué? tal vez su corazón, tal vez su orgullo. No lo sabía exactamente, las relaciones siempre son muy complejas, uno nunca sabe cuando hay un cariño genuino o genuina vanidad. No le interesaba saber, ya no buscaba un final feliz para su vida, sólo uno memorable. No deseaba conocer la irracionalidad de amar y el desasosiego de no ser amado, jamás se entregaría a la locura desmedida que es amar a alguien, él era calculador, no podía permitirse ceder la potestad de su propia persona. Se repetía constantemente todos estos perfectamente lógicos argumentos, una y otra vez, como padre nuestro, por ello fue sumamente desconcertante cuando las lagrimas empezaron a exhibirse impúdicamente en su rostro, no lo pudo controlar. ¿Por qué ella tenía que pronunciar aquellas últimas palabras?, ¿por qué de entre tantas palabras en la lengua española tenía que elegir aquellas?, ¿por qué él no pudo convencerla de que se quedara?, ¿por qué nos han convencido que tenemos que ser felices?, ¿por qué nos hemos dejado convencer?, ¿por qué los hombres no sabemos lo que queremos?, ¿por qué somos volátiles?, ¿por qué queremos ser divinos?, ¿por qué no podemos serlo? Se llevó las manos a los cabellos y se los frotó con intensidad. Los reclamos se habían convertido en un griterío demencial y, ahora, se le había sumado la voz de ella, la pantalla le miraba directo a los ojos, acusadora, tenía que escribir algo, y tenía que ser bueno, lo suficientemente bueno como para hacerlo inmortal. "¡No puedo, no puedo!" gritó mientras arrojaba la computadora al suelo. Más lágrimas se dibujaron en su rostro. "¡No puedo, no puedo. No puedo escribir!" Al caer, la computadora dejó salir otro sinfin de voces, todos aquellos personajes que no verían la luz, unos más planos que otros, pero todos igual de estrepitosos. Había un tumulto de confusión en sus oídos, se dirigió al librero y comenzó a golpearlo, le daba patadas mientras intentaba destrozar los libros a puñetazos. Quería callar aquellas voces que le demandaban todo lo que él se reprochaba durante el día, que le escupían todas las verdades que él se preparaba cada noche ceremoniosamente como tasa de café. Intentaba silenciarlos a golpes, aniquilarlos para no tener que llegar cada noche y mirarlos con la cabeza gacha porque era demasiada grande la sombra que proyectaban. Vivir comparándose y exigiéndose no es siempre la mejor manera de vivir pero, ¿qué sabía él de vivir? Sólo quería callar la voz que le vomitaba que estaba haciendo las cosas mal, que no debió dejar que ella se marchara, que no debió aceptar ese ridículo librero, que no debió vivir así. No dejaba de golpear los libros. Gritaba, lloraba, transpiraba, aullaba, pateaba, arañaba y volvía a gritar.
Llevaba varios minutos zangoloteando el librero, las voces le gritaban más bulliciosamente, las manos le sangraban y él no dejaba de golpear con el mismo ahínco que al principio, el pecho le ardía, su existencia le pesaba sobremanera. Algo tenía que suceder, aquella escena no podía prolongarse hasta el infinito. Al fin pasó, el antiguo librero cedió, crujió lastimosamente y le cayó encima. Todas las voces se callaron. Desfilaron los créditos.
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