Teniendo los pensamientos menos
confundidos en comparación de días pasados, retomo la interrogante que me
orilló al abismo de no saber qué responder: ¿por qué pensamos? En su momento
quedé patidifusa ante semejante cuestión proveniente de un adolescente de 13
años. Mi intención no es demeritar el intelecto de este joven, sólo que no
puedo prescindir al no referir su edad. Lo que más atrajo mi atención fue que
preguntó por el “por qué” y no al “cómo” o al “qué”. En ese monto respondí que
somos seres pensantes, por ello pensamos. El rubor en mi rostro develó que no
había puesto la suficiente atención a dicha pregunta, ni mucho menos había
considerado todas las posibles implicaciones que conlleva al responder. Todo
ello se acumuló formando una inmensa bola de nieve arroyándome y parando en una
de mis cotidianas y múltiples crisis.
Recordé algunas clases donde se
tocaron estos temas acerca de la intencionalidad al preguntar o en el sentido
por preguntar, pero nada de ello me convenció lo suficiente para responder a
este chico. Encerrándome por algunos minutos y sin pedir auxilio de los grandes
filósofos, comencé el ejercicio de responderme por mi misma. Mi torpeza
intelectual sólo me condujo a confirmar que no soy tan brillante y, que sólo
erraría en mi intento de responder, pues he dejado de lado la actividad
reflexiva: me he desconectado de ella. No hay justificación alguna para
explicar mi pereza y desinterés, pero es aceptable mi arrepentimiento y, con
ello corregir este vicio.
Dos días pasaron para que le respondiera
a Cruz, el adolescente de 13 años, y para responderme a mí. Mi respuesta se
resume en que el ejercicio de preguntar denota aspectos como: la curiosidad, el
interés y la duda. A su vez éstos
conllevan una intención, de la cual subyace una comprensión. Le explique que su
pregunta exige este movimiento, pues el “por qué” conduce a rebasar la línea
del terreno simple del “qué”. Me gustaría que el final de esta vivencia fuera
un “final feliz”, sin embargo no fue el caso.
Cruz quedó persuadido, y cuando parecía que había logrado atraer su
atención, apareció la causa de sus males: piel morena, de ojos obscuros y
sonrisa enorme que le dijo ¡hola! Un nuevo interés había interrumpido en la
mente de este chico y había desequilibrado a su atolondrado corazón. Entendí
que sólo el amor es la única justificación aceptable para dejar de ejercitarse
en las labores reflexivas, todo lo demás es una vana justificación de pereza y
de “hacerse güey”. Este alumno tan especial que
(en opinión de algunos profesores, niño problema) me abofeteo y me
recordó el por qué de mi vida.
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