Fruto de la energía, mil gotas que germinan
iluminan la línea que el aire difumina,
pero siguen fluyendo manteniendo la luz,
manteniendo contacto entre trabajo y cruz.
Cruzan entre la alfombra de la piel y el calor,
llevan para la lengua la sal y su sabor.
Viajan con el aroma del trabajo animal,
huelen a mil corderos, huelen a mar y sal.
Salada la caricia, salada la palabra,
salada está la gota que recorre y que labra
la mejilla y la axila, la nariz y la espina.
Salada está la huella del que suda y camina.
Caminando se pasa la tormenta del poro,
da carmín a los blancos, da fulgor a los moros.
En su paso se encuentra distinción de las razas,
igualdad de los cuerpos, agua que siempre abrasa.
Brasas hechas diamante. Joyas hechas señales
de humo que se deshacen cuando vientos glaciares
soplan sobre la carne. La carne es un anillo
que entre joyas de gotas se recubre de brillo.
Resplandece el trabajo. Resplandece el esfuerzo.
Resplandecen los nervios y resplandece el sexo.
Todo es un movimiento. Se mueven los deseos
de vivir, de estar muertos, de pasos y aleteos.
Se levantan los vuelos, almas que van al cielo,
almas que se desangran en la frente y el suelo.
Son la suciedad noble del que se mueve siempre,
del que busca la vida, del que vino del vientre.
En el vientre se gestan un par de alumbramientos:
el del vivo que nace y el sudor del aliento.
Una tierna mirada y un besito de amor
le dan otro sentido al salado sudor.
Sudor que se resbala, sudor que se evapora,
sudor que se regala, sudor que se desflora,
vas y vienes del cuerpo y la vida ennobleces
porque mueres de pronto pero por siempre creces.
Glauco
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