Presentación

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domingo, 18 de septiembre de 2016

Procesos cognitivos: notas sobre el Teeteto parte X



Una evidencia irrefutable es que vamos aprendiendo a lo largo de nuestras vidas. No lo podemos negar. Lo que si podemos es pensar cómo aprendemos y si es verdad aquello que aprendemos. Puedo pensar que el aprendizaje es algo mecánico y con ello obtendría una posible respuesta del proceso de aprendizaje. Decir que aprender es recibir impresiones que se establecerán en mi alma como en una tablilla de cera; algunos tienen más y mejor cera que otros y por eso pueden aprender más y de modo más rápido. Si me equivoco es porque veo algo, como a una persona, y la confundo con otra que se parece, pues mi vista y mi pensamiento me permitieron relacionar a una determinada persona con el recuerdo que tengo de ella. La verdad estaría determinada por una coincidencia entre lo que recuerde, lo que vea y lo que piense de lo que vea. Una equivocación en estas relaciones provocaría la falsedad. Pero aceptar esto me impediría aceptar que mediante mi memoria pueda reflexionar en cosas ya percibidas y determinar si eran falsas o verdaderas; tampoco podría explicar por qué hay personas que les gusta aprender más que otras y porqué su alma se inclina a aprender determinadas cosas (como se puede apreciar si se compara a Sócrates con el matemático Teeteto o Teodoro); mucho más grave, no podría explicar por qué me equivoco al explicar algo. 

Sócrates en el Teeteto nos pone una explicación mucho más bella de por qué ya no le convence que el error nazca de la equivocación de la triada del conocimiento (la impresión en la tablilla de cera), la percepción y, lo que unifica la percepción con el conocimiento, el pensamiento. Nos dice que aceptando lo anterior no podría explicar por qué hay personas que se equivocan al sumar dos números. Lo que le lleva a decir que Teeteto y él no han llegado a conocer qué sea el conocimiento, es decir, cómo funciona el modo de conocer. Quizá Sócrates nos muestre una parte de lo que el hombre puede conocer en su relación con el mundo, pero todavía no puede explicar el conocimiento meramente intelectivo. Quizá nos quiera decir: “a ver, ustedes que han estado muy picudos afirmando y suponiendo cosas sobre el conocimiento, ¿explíquenme cómo se da la sucesión numérica?” He de confesarte, lector, que me sentí apenadísimo con el Maestro Sócrates y hasta el momento no puedo dar una respuesta de cómo explicar la sucesión numérica si no es por mera acumulación, como si estuviera echando piedras a un costal. Quizá la imagen de que el conocimiento es como la acumulación de pájaros en una jaula nos responda algo más. 

La imagen es muy interesante y casi perfecta para definir el conocimiento. El conocimiento es tener pájaros en una jaula. Esto nos habla de que hay diversas cosas que vamos aprendiendo; que podemos darle de comer a nuestros conocimientos o dejarlos morir, así como ver cómo van creciendo; que podemos tener conocimientos como los de la mayoría de las personas o de especies más extrañas; que podemos querer atrapar esos conocimientos o conformarnos con los que tenemos; que hay conocimientos que podemos adquirir con facilidad y otros que debemos buscar mucho para poder poseer; y que podemos buscar esos conocimientos en la jaula de nuestra memoria, en un espacio determinado pero amplio, con cierta dificultad para mostrarlos a otras personas, pues no siempre estamos pensando en todo aquello que hemos conocido a lo largo de nuestras vidas cuando damos una explicación. En este punto el conocimiento es un proceso, una búsqueda y no una simple impresión que impacte de golpe; nuestros recuerdos de las cosas que conocemos pueden estar en constante movimiento o quietas. La equivocación aquí surge de confundir a un pájaro con otro. Pero la perfección de la imagen la vuelve a borrar Sócrates diciendo que si el conocimiento es como atrapar aves, entonces ¿cómo se puede saber lo que ignoramos?, ¿cómo saber qué aves no tenemos en nuestra jaula y existen en el mundo? Sospecho que también está peguntando, ¿cómo comenzamos a conocer lo que conocemos? Exagerándole un poco, creo que también podríamos preguntar: ¿cómo saber qué nos conviene conocer? Sospecho que la respuesta general a las preguntas anteriores puede estar en la caza de los elementos del conocimiento. Sospecho que esta indagación debe llevar una entrada aparte, contrariamente a lo que había anunciado en la entrada anterior, pues es muy importante tener una ligera idea de si el conocimiento es verdadero; si podemos vislumbrar un fundamento al conocimiento, y no únicamente se trata de algo funcional (retórico) o infundido por costumbre (históricamente); si podemos, en última instancia, conocer algo de nosotros y nuestras acciones y saber si pueden ser malas o buenas.         

Fulladosa

jueves, 15 de septiembre de 2016

Alivio

I´m the next act
waiting in the wings
i´m an animal
All i need. Radiohead


Había sido un mal día, no obstante, no lograba convencerse de sentirse mal. El pesimismo siempre tiene sus ventajas, cuando no esperas mucho de la vida es difícil sentirse herido, sin embargo no podía negar que era duro (amargamente duro) al fin saber que tipo de película era su vida. Todos los personajes siempre tendemos a creer que merecemos el papel estelar y la gran mayoría no pasaremos a la historia. Aquel día dejó de creer que vivía una película de cine de arte, muy profunda, con excelente guión, memorable final y exquisito soundtrack. Él no era excepcional, no decía cosas inteligentes en momentos perfectos, mientras reflexionaba no había paisajes notables detrás; nunca había flotado sobre un lago cristalino, con el cielo estrellado  reflejándose en el agua, dando la impresión de que nadaba entre estrellas; eso nunca le había pasado y créanme, no le pasaría. Lo único que había eran unas ganas tremendas de hacer las cosas bien, unas ganas que siempre se veían golpeadas por su naturaleza estúpida; había una pila de fracasos al lado de una computadora que siempre lo esperaba despierta, deseando que al fin escribiera algo digno de ser leído. Su vida era un gran sinsabor que podría ser un buen planteamiento sino fuera porque no iba hacia ningún lado, no había hecho repentino que cambiara el rumbo de su vida. Ese día había perdido a la única persona que podía darle alivio. Siempre su naturaleza estúpida, legado de su especie, lo llevaba a dañarlo todo. Es curioso como se lamentó tanto tiempo por su soledad y cuando tuvo a alguien con quien pasar las noches hablando, riendo y besando, no supo que hacer con el prometedor panorama, no estaba acostumbrado a lo bello. Se le ocurrió pensar que eso es lo que deben hacer los hombres: acongojarse por todas las cosas que no pueden conseguir, intentar tenerlas y, si llegan a obtenerlas, las deben destruir, profanar, dañar, abolir, para poder prenderse de un nuevo deseo, así infinitamente, porque de no ser así se suprimiría la acción y entonces se sería algo muy raro, un no-hombre, una estatua tal vez, como la de Condillac. Ahora, su nuevo deseo era llegar a casa y terminar aquella novela. Un mal día casi siempre lleva a un buen escrito. Podía ser que hubiera saboteado su relación para poder terminar aquella novela en la que llevaba demasiado tiempo atorado, no estaba seguro, la estupidez humana se le hacía algo infinito. Aquel día, el muy miserable, creyó descubrir que estaba en una película muy sosa y absurda, como la gran mayoría de las que pasan en la función matiné, de esas que nadie quiere ver, una película mediocre, de bajo presupuesto, predecible de principio a fin, común, con alguna que otra escena que intentaba ser cómica y que rayaba en lo deplorable. Sí, ese día era especialmente incómodo, porque pese a la carga descomunal que supone ser consciente de su propia realidad, no lograba sentirse triste, sólo especialmente desabrido. Era feo saber que la película que es tu vida es una de esas de nombre tan ordinario que podría confundirse con siete mil millones más y, más triste aún,  con un paupérrimo soundtrack. Para esas alturas del día, estaba convencido de que muy seguramente  su vida algún día sería transmitida en domingo en el canal 5 a las doce del día, la gente la vería porque les daría flojera cambiar de canal y al final sería otra historia más, mal contada y bien olvidada.

El ipod había estado reproduciendo canciones durante todo el camino, pero el sonido de sus pensamientos había sido más estruendoso que cualquier disco de Radio Moscow. Marcando un tremendo contraste, un piano empezó a sonar y la frase que escuchó a continuación hizo más ruido que sus pensamientos: "no puedo seguir ofendiéndolos" pero ¿qué somos sino seres puramente egoístas? No estaba muy seguro si realmente era capaz de dejar de ofender y lastimar a las personas que se iban cruzando en su vida, pero sí estaba seguro de que no podía enfrentarse a la noche, eso era evidente. Las canciones solían ser mejores para expresar sus sentimientos. Caminó por la calle oscura escuchando la palabra "alivio" que rezaba aquella afligida voz que iba trepando por los audífonos y se le desparramaba en los oídos, el cerebro le iba a estallar. ¿Dónde está eso que llaman alivio?, ¿cómo se consigue? Al abrir la puerta del departamento lo recibió todo el escándalo de los hombres que tenía apilados en el librero, el librero antiguo y descomunal de caoba que, por cierto,  habían tenido que cargar entre cuatro hombres; el librero era la única herencia que había dejado la abuela, sí, la vieja bruja al final de su vida hizo algo amable, pues sabía lo mucho que él amaba los libros. Así que sus ensayos, enciclopedias y demás cachivaches "intelectuales" compartían lugar con San Agustín, Hume, Unamuno, Fromm, Hesse, Tolstoi, Lovecraft, Confucio, Platón, Einstein, Nietzsche, Cioran, Ciceron, Aristóteles, Rousseau, Descartes y muy especialmente Kant, todos reclamando ser leídos, ser terminados, ser entendidos. Hegel se mantenía reservado en un rincón oscuro, sabiendo que no estaba en condiciones de exigir. El escándalo era tanto que apenas terminó de cerrar la puerta se dirigió a la botella de tequila, la destapó y bebió de un trago lo más que pudo, no necesitaba más de toda esa basura en su vida. El ipod seguía sonando, la voz de Thom Yorke hablaba sobre una polilla que quiere compartir su luz, justo lo mismo que él quería: compartir su casi nula luz y poder transmitir su casi estéril calor, tener la capacidad de plasmarlo en unas páginas, de transmitirlo en una caricia, pero al final tal vez él sólo era un insecto, un insecto que no logra salir de la noche. Bebió otro trago de tequila, subió todo el volumen del ipod e intentó no mirar a aquellos hombres que le miraban despectivamente desde el librero, siempre se sentía tan pequeño cuando se hallaba frente a ellos, le erizaba la piel pensar que los genios de aquellos hombres les habían conferido la inmortalidad y sus nombres siempre permanecerían en la Historia, era casi sobrenatural. Caminó hacia la computadora con la botella de tequila en la mano derecha; la computadora le aguardaba con la pantalla más demandante y ansiosa que de costumbre. Caminó junto al librero, muy a pesar de los reclamos de los grandes, siguió de frente evitando todo contacto para no alebrestarlos más. Al llegar al escritorio se sentó frente a la computadora, dejo a un lado la botella, no sin antes darle un tremendo trago, al instante el ipod se apagó, se le había agotado la batería. Es increíble la dependencia que genera la tecnología, seguramente Orwell o Verne podían escribir sin tener que estar escuchando música en su ipod. Colocó los codos sobre el escritorio mientras con las manos se tapaba los oídos, los reclamos no habían cesado. Cerró los ojos y ahí estaba el rostro de ella, gritando, reclamando, hiriendo... ¿hiriendo qué? tal vez su corazón, tal vez su orgullo. No lo sabía exactamente, las relaciones siempre son muy complejas, uno nunca sabe cuando hay un cariño genuino o genuina vanidad. No le interesaba saber, ya no buscaba un final feliz para su vida, sólo uno memorable. No deseaba conocer la irracionalidad de amar y el desasosiego de no ser amado, jamás se entregaría a la locura desmedida que es amar a alguien, él era calculador, no podía permitirse ceder la potestad de su propia persona. Se repetía constantemente todos estos perfectamente lógicos argumentos, una y otra vez, como padre nuestro, por ello fue sumamente desconcertante cuando las lagrimas empezaron a exhibirse impúdicamente en su rostro, no lo pudo controlar. ¿Por qué ella tenía que pronunciar aquellas últimas palabras?, ¿por qué  de entre tantas palabras en la lengua española tenía que elegir aquellas?, ¿por qué él no pudo convencerla de que se quedara?, ¿por qué nos han convencido que tenemos que ser felices?, ¿por qué nos hemos dejado convencer?, ¿por qué los hombres no sabemos lo que queremos?, ¿por qué somos volátiles?, ¿por qué queremos ser divinos?, ¿por qué no podemos serlo? Se llevó las manos a los cabellos y se los frotó con intensidad. Los reclamos se habían convertido en un griterío demencial y, ahora, se le había sumado la voz de ella, la pantalla le miraba directo a los ojos, acusadora, tenía que escribir algo, y tenía que ser bueno, lo suficientemente bueno como para hacerlo inmortal. "¡No puedo, no puedo!" gritó mientras arrojaba la computadora al suelo. Más lágrimas se dibujaron en su rostro. "¡No puedo, no puedo. No puedo escribir!" Al caer, la computadora dejó salir otro sinfin de voces, todos aquellos personajes que no verían la luz, unos más planos que otros, pero todos igual de estrepitosos. Había un tumulto de confusión en sus oídos, se dirigió al librero y comenzó a golpearlo, le daba patadas mientras intentaba destrozar los libros a puñetazos. Quería callar aquellas voces que le demandaban todo lo que él se reprochaba durante el día, que le escupían todas las verdades que él se preparaba cada noche ceremoniosamente como tasa de café. Intentaba silenciarlos a golpes, aniquilarlos para no tener que llegar cada noche y mirarlos con la cabeza gacha porque era demasiada grande la sombra que proyectaban. Vivir comparándose y exigiéndose no es siempre la mejor manera de vivir pero, ¿qué sabía él de vivir? Sólo quería callar la voz que le vomitaba que estaba haciendo las cosas mal, que no debió dejar que ella se marchara, que no debió aceptar ese ridículo librero, que no debió vivir así. No dejaba de golpear los libros. Gritaba, lloraba, transpiraba, aullaba, pateaba, arañaba y volvía a gritar.

Llevaba varios minutos zangoloteando el librero, las voces le gritaban más bulliciosamente, las manos le sangraban y él no dejaba de golpear con el mismo ahínco que al principio, el pecho le ardía, su existencia le pesaba sobremanera. Algo tenía que suceder, aquella escena no podía prolongarse hasta el infinito. Al fin pasó, el antiguo librero cedió, crujió lastimosamente y le cayó encima. Todas las voces se callaron. Desfilaron los créditos.

martes, 13 de septiembre de 2016

Perpetua Displicencia



Los días se convierten en letras,
en espasmos cobrizos
que se arrojan al
tiempo

como se arroja a un condenado al cadalso.

Y la sombra de la compañía,
acechando,
se envilece y es silencio. 

La noche muestra lejanía,
y el día no representa inicio;
sólo una perpetua displicencia
al engaño del sueño,
que se desea,
cada vez con más fervor,

sea tajante e irresoluto.

 

lunes, 12 de septiembre de 2016

Recuerdos de Jack Carter

Alguna vez te vi, radiante como siempre.

No recuerdo con exactitud cuándo, pero te soñé. En ese sueño estábamos en nuestra casa y convivíamos como una familia cálida. Era un hogar pequeño y lleno de mucha tranquilidad. Acudían a ella los amigos y demás parientes. No existían las discusiones. Claro que habían problemas, pero sabíamos cómo solucionarlos de inmediato. Habíamos logrado construir castillos en las nubes.

Y ahora que te veo, esa imagen me perturba constantemente. Me confunde, me aprisiona, me atormenta. No sé si con lo que vaya a hacer hoy esta imagen me vuelva miserable puesto que, no hace mucho, he dejado el arma falsa que muy pronto dará fin a una vida.


Aurelius