Levedades
sobre la verdad
La retórica sin lógica es una
quimera. Estoy casi seguro, por el otro lado, de que incluso la lógica moderna,
la de las proposiciones abstractas, de las cajas “vacías”, necesita una
retórica. No es que la necesite sólo para ganar adeptos; la necesita porque su
justificación de la verdad no podría llegar a ser sin una especie de retórica
mínima. No se espante el lector: no estoy diciendo que necesitamos ser
convencidos aún de las proposiciones más sencillas, como la de que la presencia
de la luz natural sugiere inmediatamente que ya es de día y que el sol está en
lo alto. Más bien quisiera sugerir, si se me permite, es que ni siquiera la
verdad más evidente se salva de merecer una explicación. No entremos en el
juego de decir que en las justificaciones y los argumentos nos involucramos
irremediablemente en una aventura desesperada; eso significaría la muerte e
irremediable inutilidad de toda lógica posible. Estaríamos admitiendo el
desprestigio del lenguaje, requerido por la supuesta oscuridad de las verdades complejas.
Me he topado, más de una vez,
con mi negligencia ante la investigación y la reflexión. Pero también he
quedado absorto al notar que las cosas que llamamos más simples, las
interrogaciones más normales, son las que exigen un pensamiento y un detenimiento
más sólido, cuando se saben apreciar en toda su normal complejidad. La justicia
es una cosa sencilla. Al menos es sencillo notar que todos tienen una idea de
ella, por la que lloran, gimen, o se complacen cuando las cosas se avienen a
como se cree que tienen que ser, o cuando se sienten sometidos por el peso de
una desavenencia. Y, si no me fallan mis suposiciones, creo que más de uno se
ha topado con el conflicto de no saber definirla, de ver que nuestra afición
por tener conceptos aplicados no siempre sale avante cuando queremos solucionar
un conflicto de ese tipo.
Nos sorprenderían las
consecuencias de aceptar que el lenguaje está en todo lo expresado. Creo que
ese dogma es parte de que no sepamos distinguir bien los problemas ya citados.
No me sorprende que, en tiempos en que más se requiere de la verdad, uno sostenga
que lo que se requiere es más lógica, cometiendo un contrasentido. No podemos
terminar con la lógica mintiendo, ni mucho menos renunciando a la verdad. Lo
que sí podemos hacer es aceptar la tiranía, y menospreciar la lógica; permanecer
ignorantes, recalcitrantes solitarios, celebradores de lo relativo, y aun así no
podríamos traicionar nuestra experiencia.
Las divergencias en la opinión
se convierten fácilmente en riñas. Pero eso no es barbarie todavía. Si uno se
enciende en una discusión, puede haber más de una razón para ello. La más
noble, al menos desde el punto de vista de la honra, es cuando uno está
convencido de estar en la verdad. La barbarie viene cuando no hay discusión alguna
por alcanzar, sea salvajemente o tranquilamente; la barbarie sería el suicido
del lenguaje, el incendio de la injusticia en el que no cabe juicio justo
alguno, porque no se le soporta, o porque se es irracionalmente condescendiente
con él. El absurdo no se salva con la lógica moderna, porque ella lo propició.
Si la condición de la barbarie puede ser revocada por la enseñanza pertinente
de la lógica, para aprender las complicaciones del lenguaje en su relación con
la verdad y las cosas, tenemos que quitarnos la idea de que eso nos hará
infalibles.
Los conocedores medievales de
lógica mostraban la gran ventaja que tenían sobre nosotros en obras al estilo
de Santo Tomás. La falla de argumentos no puede ser reducida a una proposición
indiferente, por el simple hecho de que los argumentos siempre son específicos.
No son renuentes a la generalidad, siempre y cuando la generalidad no sea la
extraña solución de lo que no requiere explicación alguna. Es así porque lo que
ya no puede ser explicado por algo más es lo más difícil de inteligir. El
conocimiento sencillo del principio de las deducciones no asegura que hagamos
las mejores de ellas. Nosotros le negamos autoridad a ese arte, porque estamos
suficientemente convencidos de que el lenguaje no es siquiera un instrumento:
hemos abolido las causas y rebajado al hombre, que no es lo mismo que abolirlo
a él. Hay que recordar que la tiranía es despreocupada de la verdad, pero tiene
mucho sentido, tanto como la meliflua voz de la serpiente en el libro del
Génesis.
Tacitus
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