Sobre
el perdón
El perdón no es algo que deba
merecerse. El honor sí lo es. Los beneficios también lo son. Pero el perdón no
es un beneficio cualquiera, y a los honorables no los perdonamos, los tenemos
como ejemplo, los honramos como se lo han ganado. No es una objeción en contra
del perdón decir que no hay quien se lo merezca; porque ni el que lo dice así
lo merece. La vitalidad y la verdad del perdón brotan de que, al tiempo que no
es un merecimiento, tampoco es un olvido nihilista. Los justos pueden castigar
y denostar lo injusto y lo ruin, y ser capaces de perdonar. Pero si olvidan lo
que pretendían iluminar con su perdón, habrán sido víctimas de una mofa. No
habrá de qué reírse, ni de qué llorar: incluso el olvido pierde el sentido. El
intento de olvidar parece un consuelo vano. El perdón intenta consolar, pero no
es vano, porque proviene de unas manos llenas de sentido.
Aunque el perdón no es algo que
deba merecerse, estaríamos exagerando si argumentamos, por ello, que yace sobre
todo en el nivel individual. Aunque no es un honor, las comunidades no sólo se
integran en torno a lo honorable. Lo honorable no es principio único de lo
político; por eso existe el mal en las comunidades. Si fuera algo que se
merece, jamás se haría por amor, sino por respetabilidad. El perdón enseña que
hasta los respetables pueden caer. El perdón es parte medular del modo en que
la caridad se hace presente en la comunidad cristiana. No hay perdón en
solitario; Dios se encarnó para mostrarnos eso.
La comunidad cristiana está
presente en la hermandad de los que saben que no han de tirar la primera
piedra. Para perdonar no hace falta esperar la honorabilidad de todos: el
enamorado jamás ve importantes los defectos de su amada; no es que los ignore,
es que ellos no impiden que siga amando como lo ha hecho. Jesús no enseñó que
las tentaciones eran superfluas. Mostró que incluso él pudo ser tentado. Él,
Dios hecho carne. Por la carne sabemos de su tentación. Y por la carne también
nos enteramos del calvario. Y por el calvario sabemos que no hay sacrificio
comparable. No perdonó a sus acusadores huyendo de ellos, tampoco los perdonó
tomándolos como a ignorantes, oscurecidos ante la evidente nada, por la cual la
cruz que había de cargar terminaría sin peso alguno.
El nihilismo necesita del
perdón como salida de su desesperación. El cristianismo perdona porque ama como
Cristo le enseñó. No es desesperación, porque los desesperados jamás estarían
dispuestos a subir al madero. Los desesperados preferirían ver arder todo en su
serenidad. La serenidad de Jesús ante su condena vivía junto a sus regaños. El
perdón no es licencia para el mal. Aun así, la traición se da. La encarnación
es elevación, pero no en el sentido técnico. No es Jesús el espejo de todos,
sino la luz de lo que el hombre ha sido llamado a ser. Por eso el cristianismo
jamás admitirá el progreso.
Si el perdón es vital para la
comunidad, no basta con sobarse los moretones de nuestras caídas. El ejemplo
que aduciré puede ir fácilmente en mi contra. Según la anécdota que se cuenta
de San Francisco, éste renunció a concebirse como hijo de su padre natural después
de algunos conflictos legales con él. No se nos dice nada más. Digo que puede
ir en mi contra porque se sabe bien que Francisco se recuerda a menudo como un
eremita. No hay, como tal, eremitas cristianos. San Francisco no renunció a su
padre. Mostró que el perdón por los malentendidos no lleva a la comedia que
todos creen que es el cristianismo. Perdonaba a su padre, al tiempo que
reconocía que el amor no lo podía mantener bajo su voluntad. El perdón nos
parece frío, me parece, porque pocos estarían dispuestos a abandonar su casa si
el camino que se nos muestra para aceptarlo lo requiere. Pero la casa de San
Francisco no era junto a su padre natural. Tampoco era un ciudadano del mundo
y, por lo tanto, habitante de ninguna parte. Era el Santo de Asís.
Perdonar no es olvidar. Tampoco
es negar. No nos salvamos por perdonar. Alguien nos lo enseñó antes de que
nosotros pudiéramos descubrirlo. Fuimos salvados y por eso perdonamos. Claro
que la salvación no implica la bondad inmediata. Así como la existencia del evangelio
no implica la conversión universal. Fuimos salvados en nuestra humanidad
pecadora. Fuimos salvados y, por eso, se perdona, porque el mal se acepta, pero
no se resiste estoicamente. El perdón no habla de una naturaleza bondadosa
originalmente, porque el perdón no es un acto de la naturaleza. Porque caímos,
y hemos visto caer, perdonamos.
Tacitus
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