Existen un sinfin de suéteres: de cuello de tortuga, de cuello "V", de pelo de angora, de lana, de hilos de algodón. Los hay tan pretenciosos que llevan la marca en un tamaño grotesco que imposibilita ignorar cuánto costó. Por fortuna existen otros más humanos.
Existen los que desenvuelven a sus dueños en noches de fogatas y cerveza, lo hacen para abrazar a otro bajo el mismo cielo estrellado. Hay suéteres oscuros que huelen a loción Lacoste y a caballerosidad, cedidos en una tarde de verde lluvia. De esa misma especie están los que huelen a levadura y a humedad de bosque, testigos de catarsis, alianzas y danzar de pinos. También pueden encontrarse los que huelen a mariguana, humedad y sudor rancio; no son los más agradables, pero cobijan cuando la noche amerita desvelarse en tertulias de promesa intelectual.
Los hay también de lana pesada que a pesar de su grosor se resvalan de cuerpos ardientes en la oscuridad del invierno. Se encuentran también los suéteres finos de colores extravagantes que sólo se recuerdan para usarse un solo día en algún disfraz, con la única intención de hacer sonreír a quienes dan calidez el resto de los días. Existen otros no tan amables, aquellos que intentan ridiculizarnos cuando levantamos los brazos en público y resulta que se han desgarrado de las axilas.
Hay suéteres que pretenden limar asperezas, se ornamentan con un moño y papel de regalo, suelen ser los más gélidos. Están otros que pos su textura, su color, su corte y la manera en que nos abrazan nos hacen lucir adorables, dignos de halagos; a ellos recurrimos cuando tenemos frío el ánimo. Y por supuesto, está aquel que huele a suavitel, aquel que nos queda grande, que por lo regular nos queda mal, pero pertenece a mamá; nos envolvemos en él cuando nos aguantamos los escalofríos que provoca la añoranza.
Así son los suéteres: la mayoría son sólo una prenda de vestir, pero aquellos que hacen la excepción, son especiales porque tocan más abajo de la piel.
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